lunes, 11 de julio de 2011

Reescribiendo la historia y la ciencia 1/2

por oldcivilizations

Este es el primero de dos artículos. “El retorno de los brujos” (original “Le Matin des Magiciens“) es el título de un magnífico libro publicado en 1960, subtitulado “Una introducción al realismo fantástico“. Lo escribió Louis Pauwels en colaboración con Jacques Bergier y trataba temas entonces novedosos: supuestos fenómenos parapsicológicos, civilizaciones desaparecidas, el esoterismo y su conexión con el nazismo. Entre ellos la adopción, por parte de la Alemania nazi de una nueva ciencia, totalmente al margen de la ciencia occidental, y que, sorprendentemente, es desconocida por la mayoría de la gente, incluso en los entornos científicos, como si nunca hubiese existido. Aunque probablemente habría que estudiar a fondo estas extrañas y fantásticas teorías científicas, antes de rechazarlas radicalmente. Los horrores del nazismo no pueden ser motivo para rechazar el estudio de algunos de los importantes hechos que se produjeron durante su existencia.  Lo que explican las teorías de la Alemania nazi es una verdadera epopeya. Aunque, esto sí, habría que filtrar los aspectos pseudo-religiosos y políticos que la acompañan. Lo que explico en estos artículos está basado en algunos de los relatos de estos escritores.  También Tolkien registró en sus obras algunos aspectos de esta extraña epopeya.
 
La tierra es cóncava y vivimos en su interior. Los astros son bloques de hielo. Varias lunas han caído ya sobre la Tierra. La nuestra caerá también. Toda la historia de la Humanidad se explica por la ba­talla entre el hielo y el fuego. El hombre está al borde de una formidable mutación que le dará los poderes que los antiguos atribuían a los dioses. Algunos ejemplares del hombre nuevo existen ya en el mundo, venidos tal vez de allende las fronteras del tiempo y del espacio. Existe una posibilidad de alianza con el «Rey del Mundo», que reina en una ciu­dad oculta en algún lugar de Oriente. Los que celebren el pacto cambiarán por muchos milenios la superficie de la Tierra y darán sentido a la aventura humana. Tales son las teorías científicas y los conceptos reli­giosos que alimentaron el nazismo original, y en los que creían Hitler y los miembros del grupo al que pertene­cía, y que, en proporción considerable, orientaron los hechos sociales y políticos de la Historia reciente. Esto parece una extravagancia. La explicación, siquiera par­cial, de la Historia contemporánea, partiendo de tales ideas y creencias, puede parecer demencial. Pero no­sotros creemos que nada debe desecharse cuando se trata de encontrar la verdad histórica.
Sabido es que el partido nazi se mostró claramente como antiintelectual y que que­mó libros y rechazó a los físicos teóricos del campo enemigo, según ellos judeo-marxistas. Es menos sabido el porque, y en favor de qué explicaciones el nazismo rechazó las ciencias occidentales oficiales. Y se sabe menos aún en qué concepto del hombre se apoyaba el nazismo, al menos en el espíritu de algunos de sus jefes. Cuando se sabe todo esto, se sitúa mejor la última guerra mun­dial en el marco de los grandes conflictos espirituales; la Historia recobra el aliento de la Leyenda de los Siglos. «Se nos lanzan anatemas como si fuésemos enemi­gos del espíritu —decía Hitler—. Pues bien, sí, lo so­mos. Pero en un sentido mucho más profundo de lo que haya soñado jamás la ciencia burguesa, en su imbé­cil orgullo». Es aproximadamente lo mismo que decla­raba Gurdjieff, maestro místico, filósofo, escritor y compositor armenio, a su discípulo Ouspensky después de haber enjuiciado a la ciencia: «Mi camino es el del desa­rrollo de las posibilidades ocultas del hombre. Es un camino contra la Naturaleza y contra Dios.»

Esta idea de las posibilidades ocultas del hombre es esencial. Conduce a menudo a la repulsa de la ciencia y al desprecio de la Humanidad corriente. Según estas ideas, el hombre corriente, el hombre en su estado natural, no es más que una larva, y el Dios de los cris­tianos no es más que un pastor de larvas. El doctor Willy Ley, uno de los más grandes exper­tos del mundo en materia de cohetes, huyó de Alema­nia en 1933. Por él nos hemos enterado de la existencia en Berlín, poco antes del nazismo, de una pequeña co­munidad espiritual que reviste un interés especial para entender más sobre lo que aconteció en Alemania. Esta comunidad se fundaba, literalmente, en una novela del escritor inglés Bulwer Lytton: “La raza que nos suplantará”. Esta novela presenta a unos hombres cuyo psiquismo está mucho más desarrollado que el nuestro. Han adquirido poderes sobre ellos mismos y sobre las cosas, que los hacen semejantes a los dioses. Por lo pronto, siguen ocultos. Habitan en cavernas, en el centro de la Tierra. Pronto saldrán de ellas para rei­nar sobre nosotros.
Esto era todo lo que parecía saber el doctor Willy Ley. Añadía, sonriendo, que los discípulos creían po­seer ciertos secretos para cambiar de raza, para igualarse a los hombres ocultos en el fondo de la Tierra. Eran métodos de concentración y toda una gimnasia interior para transformarse. Comenzaban sus ejercicios con­templando fijamente la estructura de una manzana par­tida en dos… Esta sociedad berlinesa se llamaba: «La Logia Lu­minosa» o «Sociedad del Vril». Según estas teorías: “el Vril es la enorme energía de la cual sólo utilizamos una ínfima parte en la vida ordinaria, el nervio de nuestra divinidad posible. El que llega a ser dueño de un vnl se convierte en due­ño de sí mismo, de los demás y del mundo. Todos nuestros esfuerzos deben tender a ello. Todo lo demás pertenece a la psi­cología oficial, a la moral, a las religiones, al viento. El mundo va a cambiar. Los Señores saldrán de debajo de la Tierra. Si no hemos celebrado una alianza con ellos, si no somos también señores, nos veremos entre los es­clavos, entre el estiércol que servirá de abono a las nue­vas ciudades”. La «Logia Luminosa» tenía amigos en la teosofía y en los grupos de la Rosacruz. Según Jack Belding, autor de la curiosa obra “Los siete hombres de Spandau”,  Karl Haushoffer, político, militar, geógrafo, historiador alemán y uno de los principales ideólogos de la teoría del  Lebensraum (espacio vital) nazi, perteneció a esta Logia. Tendremos que hablar mucho de este personaje y veremos cómo su paso por esta «sociedad del vril» aclara algunas cosas.
 
Bulwer Lytton, erudito genial y mundialmente céle­bre por su relato “Los últimos días de Pompeya”, no espe­raba sin duda que su novela inspirase, varias décadas más tarde y en Alemania, a un grupo místico nazi. Sin embargo, en otras obras, como “La raza que nos su­plantará” o “Zanoni”, hacía gran hincapié en realidades del mundo espiritual y, particularmente, del mundo infer­nal. Se consideraba un iniciado. A través de las fábulas novelescas, expresaba su certeza de que existen seres dotados de poderes sobrehumanos. Estos seres que su­plantarán y conducirán a los elegidos de la raza humana a una formidable mutación. Hay que tener cuidado con esta idea de mutación de la raza. Volveremos a encontrarla en Hitler, y en la actualidad no está extinguida. Según el Doctor Achule Delmas: «El objetivo de Hitler no es la implantación de la raza de los Señores, ni la conquista del mundo; esto sólo son medios de la gran obra señalada por Hitler; el fin verdadero es hacer obra de crea­ción, obra divina, mutación biológica; resultado de ello sería una as­censión de la Humanidad todavía no igualada, “la aparición de una humanidad de héroes, de semidioses, de hombres-dioses“». Hay que guardarse tam­bién de la idea de los «Superiores Desconocidos». La encontramos en todas las místicas negras de Oriente y de Occidente. Habitantes subterráneos o venidos de otros planetas, gigantes semejantes a los que se dice que duermen bajo una concha de oro en las criptas tibetanas, o bien presencias informes y terroríficas según las describía Lovecraft, estos «Superiores Desconocidos» evocados en los ritos paganos y luciferinos, ¿existen acaso?
Cuando Arthur Machen habla del mundo del Mal, “lleno de cavernas y de habitantes crepusculares”, se refie­re, como buen discípulo de la Golden Dawn, al otro mundo, a aquel en que el hombre entra en contacto con los «Superiores Desconocidos». Parece evidente que Hitler compartía esta creencia. Más aún: creía ha­ber estado en contacto con los «Superiores». Hemos citado la Golden Dawn y la «Sociedad del Vril» alemana. Enseguida hablaremos del grupo «Thule». Aunque no pretendemos explicar la Historia por las sociedades secretas,  vere­mos que existe una relación y que, con el nazismo, «otro mundo» reinó sobre nosotros duran­te algunos años. Ha sido vencido. Pero no ha muerto, ni al otro lado del Rin ni en el resto del mundo. Y no es eso lo temible, sino nuestra ignorancia. Hemos dicho ya que Arthur Mathers fundó la Gol­den Dawn. Mathers pretendía estar en relación con los «Superiores Desconocidos» y haber entablado contac­to con ellos en compañía de su madre, hermana del fi­lósofo Henri Bergson. He aquí un pasaje del manifies­to a los «Miembros del Segundo Orden», que escribió en 1896:  «Con referencia a estos Jefes Secretos a que me refiero, y de los cuales he recibido la sabiduría del Se­gundo Orden que os he comunicado, nada puedo deci­ros. Ignoro incluso sus nombres terrenales y sólo los he visto muy raras veces en su cuerpo físico… Nos encon­tramos físicamente en tiempos y lugares previamente fijados. En mi opinión son seres humanos que viven en esta Tierra, pero que poseen poderes terribles y sobre­humanos… Mis relaciones físicas con ellos me han en­señado lo difícil que es para un mortal, por muy avan­zado que sea, aguantar su presencia. No quiero decir con ello que, en estos raros encuentros, experimentase el efecto de la depresión física intensa que sigue a la pérdida del magnetismo. Por el contrario, me sentía en contacto con una fuerza tan terrible, que sólo puedo compararla al efecto experimentado por alguien que se encontrara cerca de un relámpago durante una vio­lenta tempestad acompañado de una gran dificultad de respirar… La postración nerviosa de que os he hablado iba acompañada de sudores fríos y de pérdi­da de sangre por la nariz, por la boca y a veces por los oídos.»
 
Hitler hablaba un día con Hermann Rauschning, jefe del go­bierno de Danzig, sobre el problema de la mutación de la raza humana. Rauschning, que no poseía la clave de tan extraña preocupación, atribuyó a las palabras de Hitler el propósito del cultivador que trataba de mejorar la san­gre alemana.. “Pero usted no puede hacer más que ayudar a la Naturaleza —le dijo—, abreviar el camino a recorrer. Es preciso que la propia Naturaleza le dé una variedad nueva. Hasta ahora, el ganadero ha logrado muy raras veces, en la especie animal, efectuar mutaciones, es de­cir, crear él mismo caracteres nuevos”. ¡El hombre nuevo vive entre nosotros! ¡Existe! —exclamó Hitler, con voz triunfal—. ¿Le basta con esto? Le confiaré un secreto. Yo he visto al hombre nuevo. Es intrépido y cruel. Ante él, he tenido miedo”. «Al pronunciar estas palabras —añade Rausch­ning—, Hitler temblaba con ardor extático.».  Y Rauschning refiere también esta extraña escena, sobre la cual se interroga en vano el doctor Achule Deimas, especialista en psicología aplicada. La psicología, en efecto, no es aplicable a este caso: «Una persona próxima a él, me dijo que Hitler se despierta por las noches, lanzando gritos convulsivos. Pide socorro, sentado en el borde de su cama, y está como paralizado. Es presa de un pánico que le hace temblar hasta el punto de sacudir el lecho. Profiere vo­ces confusas e incomprensibles. Jadea como si estuviera a punto de ahogarse. La misma persona me contó una de estas crisis, con detalles que me negaría a creer si procedieran de una fuente menos segura. Hitler estaba en pie en su habitación, tambaleándose y mirando a su alrededor con aire extraviado. “¡Es él! ¡Es él! ¡Ha veni­do aquí!”, gemía. Sus labios estaban pálidos. Por su cara resbalaban gruesas gotas de sudor. De pronto, pronunció unos números sin sentido, algunas palabras y trozos de frases. Era algo espantoso. Empleaba pala­bras muy extrañas, uniéndolas de un modo chocante. Después, volvió a quedar silencioso, pero siguió mo­viendo los labios. Entonces le dieron masajes y le hicie­ron beber algo. Pero, de pronto, rugió: “¡Allí! ¡Allí! ¡En el rincón! ¡Está allí!” Daba patadas en el suelo y chillaba. Le tranquilizaron diciéndole que nada ocurría de extraordinario, y se fue calmando poco a poco. Dur­mió muchas horas y volvió a ser un hombre casi nor­mal y soportable…».
Dejo a vuestra consideración el comparar las de­claraciones de Mathers, jefe de una pequeña sociedad neopagana de fines del siglo XIX, con las palabras de un hombre que, en el momento en que Rauschning las recogió, se aprestaba a lanzar al mundo a una aventura que costó decenas de millones de muertos. Y creemos que esta comparación y sus enseñanzas no es despreciable bajo el pretexto de que la Golden Dawn y el nazismo no pueden, a los ojos del historiador ra­zonable, medirse por el mismo rasero. El historiador es razonable, pero la Historia no lo es. Las mismas creencias animan a los dos hombres, sus experiencias fundamentales son idénticas, y la misma fuerza los guía. Pertenecen a la misma corriente de ideas, a la misma religión. Esta religión no ha sido nunca realmente estudiada. Ni la Iglesia, ni el racionalismo, que es otra iglesia, lo han permitido. Entramos en una época del conocimiento en que tales estudios serán posibles porque, al descubrir la realidad de su lado fantástico, algunas ideas técnicas que nos parecen ab­surdas, despreciables u odiosas, nos parecerán enton­ces útiles para la comprensión de algo real y cada vez menos tranquilizador. No proponemos que se estudie la posible filiación Rosacruz  de  Bulwer Lytton,  Little,  Mathers, Crowley o Hitler, ni otra filiación del mismo genero, donde en­contraríamos también a Madame Blavatsky y a Gurdjieff. El juego de las filiaciones es como el de las influencias en literatura. Una vez terminado, sigue el problema: el del genio, en literatura; el del poder, en Historia. La Golden Dawn no basta para explicar el grupo «Thule», la «Logia Luminosa», o la “Ahnenherbe” de Himmler. Naturalmente, hay muchas interrelaciones entre estos grupos. Pensamos que estas sociedades, pequeñas o grandes, ramificadas o no, conexas o inconexas, son manifestaciones más o menos claras, más o menos importantes, de otro mundo dis­tinto al que vivimos. Decimos que es el mundo del Mal, en el sentido que le daba Machen. Pero no conocemos mejor el mundo del Bien. Vivimos entre dos mundos. El na­zismo constituyó uno de los raros momentos, en la Historia de nuestra civilización, en que una puerta se abrió sobre otra cosa, de manera ruidosa y visible. Y es singular que los hombres pretendan no haber visto ni oído nada, aparte de los espectáculos y los ruidos del desbarajuste bélico y político.
 
Todos estos movimientos: Rosacruz moderna, Golden Dawn y «Sociedad del Vril» alemana, que nos condu­cen al grupo «Thule», donde encontraremos a Haushoffer,  Hess y  Hitler, tenían algo que ver con una «Sociedad Teosófica», poderosa y bien organizada. La teosofía añadía a la magia neopagana un aparato orien­tal y una terminología hindú. O mejor dicho, abría a un cierto Oriente luciferino las rutas de Occidente. Bajo el nombre de teosofismo, se acabó por comprender todo el vasto movimiento del renacimiento mágico que tras­tornó no pocas inteligencias a comienzos de siglo. En su estudio “La Teosofía,, historia de una seudorreligión”, publicado en 1921, el filósofo René Guénon se muestra profeta. Ve surgir los peligros detrás de la teosofía y de los grupos de iniciación neopaganos, más o menos relacionados con la secta de Madame Blavatsky. Escribe lo siguiente: «Los falsos mesías que hemos conocido hasta la fecha, sólo han realizado prodigios de calidad bastan­te inferior, y los que los siguieron eran, probable­mente, personas fáciles de embaucar. Pero, ¿quién sabe lo que nos reserva el porvenir? Si pensamos que estos falsos mesías no han sido más que instrumentos más o menos inconscientes en manos de los que los pro­movieron, y si los relacionamos en particular con la se­rie de tentativas sucesivas realizadas por los teósofos, nos sentimos inclinados a pensar que no fueron más que ensayos, experimentos de alguna clase, que se re­novarán en formas diversas hasta obtener el éxito, y que, mientras tanto, dan siempre por resultado el pro­vocar cierta turbación en los espíritus. No creemos, por otra parte, que los teósofos, al igual que los ocul­tistas y los espiritistas, tengan fuerza suficiente para realizar por sí solos semejante empresa. Pero, ¿no pue­de haber, detrás de todos estos movimientos, algo mucho más temible, desconocido acaso por sus propios jefes y de lo que no son más que simples instrumen­tos?»
Es también la época en que un extraordinario per­sonaje, Rudolf Steiner, crea en Suiza una sociedad de investigación que se apoya en la idea de que el Univer­so entero está contenido en el espíritu humano, y de que este espíritu es capaz de una actividad que no pue­de medirse por el rasero de la psicología oficial. En realidad, ciertos descubrimientos steinerianos en bio­logía, como los abonos que no destruyen el suelo; en medi­cina, mediante la utilización de metales que modifican el metabo­lismo; y sobre todo en pedagogía, con numerosas escuelas steinerianas que funcionan actualmente en Europa, han enriquecido notablemente a la Humanidad. Rudolf Steiner creía que hay una forma negra y una forma blanca en la investigación «mágica». Opinaba que la teosofía y las diversas sociedades neopaganas proce­dían del gran mundo subterráneo del Mal y eran anun­cio de una edad demoníaca. Y se apresuró a montar, en el seno de su propia enseñanza, una doctrina moral que obligaba a los «iniciados» a emplear sólo fuerzas benéficas. Quería crear una sociedad de hombres de buena voluntad. No queremos discutir si Steiner tenía razón o esta­ba equivocado, si poseía o no la verdad. Pero llama la atención que los primeros grupos nazis parecieron considerar a Steiner como el enemigo número uno. Los hombres de acción de la primera época disuelven por la violencia las reuniones de los steinerianos, amenazan de muerte a sus discípulos, les obligan a huir de Alema­nia, y, en 1924, incendian el centro construido por Stei­ner en Dornach, Suiza. Los archivos son pasto de las llamas; Steiner no puede ya trabajar, y muere de dolor un año más tarde.
 
Hasta aquí hemos descrito los antecedentes del ele­mento fantástico del hitlerismo. Ahora entramos en lo que constituye realmente nuestro tema. Dos teorías florecieron en la Alemania nazi: la del mundo helado y la de la tierra cóncava o hueca. Son dos explicaciones del mun­do y del hombre que resucitan datos tradicionales, jus­tifican algunos mitos y ponen de nuevo sobre el tapete cierto número de «verdades» elaboradas por grupos de iniciación, desde los teósofos a Gurdjieff. Pero estas teorías fueron expuestas con gran aparato político-científico. A punto estuvieron de arrojar de Alemania la ciencia moderna, tal como nosotros la consideramos. Reinaron sobre muchos espíritus. Además, determina­ron ciertas decisiones militares de Hitler, influyendo a veces en la marcha de la guerra y contribuyendo a la ca­tástrofe final. Hitler, arrastrado por esas teorías y espe­cialmente por la idea del diluvio sacrificial, quiso llevar a todo el pueblo alemán a la aniquilación total. Ignoramos la causa de que estas teorías, con tanto empeño afirmadas, en las que comulgaron muchos hombres e inteligencias destacadas y por las que se hicieron tantos sacrificios materiales y humanos, no hayan sido todavía estudiadas por nosotros y sean in­cluso desconocidas para muchos. Vedlas aquí, con su génesis, su historia, sus aplica­ciones y su posteridad.
Una mañana del verano de 1925, el repartidor de correos entregó una carta en casa de todos los sabios de Alemania y de Austria. En el tiempo de abrirla, mo­ría el concepto de la ciencia, y los sueños y el gri­terío de los réprobos llenaban de pronto los laborato­rios y las bibliotecas. La carta era un ultimátum: «Es preciso elegir entre estar con nosotros o contra nosotros. De la misma manera que Hitler limpiará la política, Hans Horbiger barrerá las falsas ciencias. La doctrina del hielo eterno será el símbolo de la regenera­ción del pueblo alemán. ¡Tened cuidado! ¡Formad a nuestro lado antes de que sea demasiado tarde!»El hombre que se atrevía a amenazar de esta guisa a los sabios, Hans Horbiger, tenía sesenta y cinco años. Era una especie de profeta furioso. Lucía una inmensa barba blanca y empleaba una escritura capaz de desani­mar al mejor grafólogo. Su doctrina empezaba a ser co­nocida por un público numeroso, bajo el nombre de la Wel = Welsteislehre: doctrina del hielo eterno. Era una explicación del Cosmos en contradicción con la astronomía y las matemáticas oficiales, pero jus­tificada por antiguos mitos. Sin embargo, Horbiger se consideraba un sabio. Pero la ciencia debía cambiar de ruta y de métodos. «La ciencia objetiva es un invento pernicioso, un tótem decadente.» Pensaba, como Hit­ler, que «la cuestión previa a toda actividad científica es saber quién quiere saber». Sólo el profeta puede tener acceso a la ciencia, porque, gracias a la iluminación, se encuentra en un nivel superior de conciencia.
 
Esto era lo que había querido decir François Rabelais, iniciado, escritor, médico y humanista francés, cuando escribió: «La ciencia sin conciencia no es más que ruina del alma.» Por esto Hans Horbiger no podía tolerar la menor duda, el menor intento de contradicción. Le agi­taba un furor sagrado: «¡Confiáis en las ecuaciones y no en mí! —rugía—. ¿Cuánto tiempo necesitaréis para comprender que las matemáticas son una mentira sin ningún valor?». En la Alemania del Herr Doktor científico y técni­co, Hans Horbiger introducía, a gritos y golpes, el sa­ber iluminado, el conocimiento irracional, las visiones. Y no era el único, aunque, en este terreno, se asignaba el primer papel. Hitler y Himmler habían requerido los servicios de un astrólogo, aunque no lo publicaban. Este astrólogo se llamaba Führer (“caudillo”, curiosamente el mismo título que se asignó a Hitler). Más tarde, después de la conquista del poder, y como para firmar su volun­tad, no sólo de reinar, sino de «cambiar la vida», se atrevieron a provocar por sí mismos a los sabios. Nom­braron a Führer «”plenipotenciario” de las matemáti­cas, de la astronomía y de la física». Mientras tanto, Hans Horbiger ponía en práctica, en los medios inte­lectuales, un sistema comparable al de los agitadores políticos.
Parecía disponer de medios económicos considera­bles. Operaba como un jefe de partido. Creaba un mo­vimiento, con servicio de información, oficinas de re­clutamiento, cuotas, propagandistas y hombres de acción reclutados entre las juventudes hitlerianas. Se cubrían las paredes de carteles, se inundaban los perió­dicos de anuncios, se distribuían profusión de folletos, se organizaban mítines. Las reuniones y conferencias de astrónomos eran interrumpidas por los agitadores que gritaban: «¡Fuera los sabios ortodoxos! ¡Seguid a Horbiger!». Se molestaba a los profesores en la calle. Los directores de las instituciones científicas recibían tarjetas amenazadoras: «Cuando hayamos triunfado, usted y sus colegas tendrán que mendigar en las aceras». Había hombres de negocios, industriales, que, an­tes de admitir a un empleado, le hacían firmar una de­claración: «Juro que creo en la teoría del hielo eterno». Horbiger escribía a los grandes ingenieros: «O apren­derán a creer en mí, o serán tratados como enemigos» En el transcurso de algunos años, el movimiento publicó tres grandes obras doctrinales, cuarenta libros populares y centenares de folletos. Editaba una revista mensual de gran tirada: “La llave de los acontecimientos mundiales”. Había reclutado docenas de millares de adeptos. Iba a desempeñar un papel importante en la historia de las ideas y en la Historia a secas.
 
Al principio, los sabios protestaban y publicaban cartas y artículos demostrando la imposibilidad del sis­tema de Horbiger. Después, cuando el Wel adquirió proporciones de vasto movimiento popular, se alarma­ron. Después del advenimiento de Hitler al poder, la resistencia menguó, aunque las universidades continua­ron enseñando la astronomía ortodoxa. Algunos inge­nieros renombrados y algunos sabios se incorporaron a la doctrina del hielo eterno, corno, por ejemplo, Lenard, que había descubierto con Róntgen los rayos X, el físico Oberth, y Stark, cuyas investigaciones sobre la espec­troscopia eran mundialmente conocidas. Hitler apoya­ba abiertamente a Horbiger y creía en él. «Nuestros antepasados nórdicos se fortalecieron en la nieve y en el hielo —declaraba un folleto popular de la Wel—. Por esto la creencia en el hielo mundial es la herencia natural del hombre nórdico. Un austría­co, Hitler, expulsó a los políticos judíos; otro austriaco, Horbiger, expulsará a los sabios judíos. El Führer ha demostrado, con su propio ejemplo, que el aficionado es superior al profesional. Ha sido necesario otro afi­cionado para darnos la comprensión completa del Uni­verso».
Hitler y Horbiger, los «dos austríacos más gran­des», se encontraron muchas veces. El jefe nazi trató siempre con gran res­peto al sabio visionario. Horbiger no toleraba que le interrumpiesen en sus discursos y replicaba firmemen­te a Hitler: «Maul zu! ¡Cierre el pico!» Él llevó hasta el último extremo la convicción de Hitler de que el pueblo ale­mán, según su mesianismo, había sido envenenado por la ciencia occidental, estrecha, debilitante, desligada de la carne y del espíritu. Algunas creaciones recientes, como el psicoanálisis, la serología y la relatividad, eran máquinas de guerra dirigidas contra el espíritu de Parsifal. La doctrina del hielo mundial proporcionaría el necesario contraveneno. Esta doctrina destruía la as­tronomía admitida y el resto del edificio se derrumbaría seguidamente por sí solo. Era necesario que se de­rrumbase seguidamente para que renaciera la magia, único valor dinámico. Los teóricos del nacionalsocia­lismo y los del hielo eterno se reunieron en conferen­cias: Rosenberg y Hans Horbiger, rodeados de sus me­jores discípulos. La historia de la Humanidad, tal como la describía Horbiger, con los grandes diluvios y las migraciones sucesivas, con sus gigantes y sus esclavos, sus sacrifi­cios y sus epopeyas, respondía a la teoría de la raza aria. Las afinidades del pensamiento de Horbiger con los te­mas orientales de las edades antediluvianas, de los pe­ríodos de salud y de castigo de la especie, apasionaron a Himmler. A medida que se precisaba el pensamiento de Horbiger, surgían correspondencias con las visiones de Nietzsche y con la mitología wagneriana. Los orígenes fabulosos de la raza aria, descendida de las montañas habitadas por superhombres de otra época y destinada a gobernar el planeta, quedaron establecidos. La doc­trina de Horbiger coincidía estrechamente con el pen­samiento del socialismo mágico y con las actitudes mís­ticas del grupo nazi. Ella fomentaba en gran manera lo que Jung debía llamar más tarde «libido de lo irrazona­ble». Ella aportaba algunas de las «vitaminas del alma» contenidas en los mitos.
 
En 1913, un tal Philipp Fauth, astrónomo aficionado, especializado en la observación de la Luna, había pu­blicado con varios amigos un enorme volumen de más de ochocientas páginas: “La Cosmogonía Glacial de Horbiger”. Philipp Fauth nació el 19 de marzo de 1867 y murió el 4 de enero de 1941. Ingeniero y constructor de máquinas, alcanzó cierta notoriedad por sus estudios sobre la Luna: había dibujado mapas de la Luna, y un cráter doble, al sur del de Copérnico, lleva el nombre de Fauth, por acuerdo de la Unión Internacional de 1935. En 1939 fue nombrado profesor por disposición especial del Gobierno na­cionalsocialista.  Horbiger, en esta época, administraba descuidada­mente su negocio personal. Nacido en 1860, en el seno de una familia tirolesa conocida desde hacía siglos, ha­bía estudiado en la Escuela de Tecnología de Viena y realizado prácticas en Budapest. Proyectista en la fábri­ca de máquinas de vapor de Alfred Coliman, había in­gresado después en la empresa Land, de Budapest, como especialista de compresores. Allí inventó, en 1894, un nuevo sistema de llaves para bombas y compresores. Horbiger vendió la patente a unas poderosas sociedades alemanas y americanas y se halló de pronto en posesión de una gran fortuna que la guerra no tarda­ría en dispersar.
Horbiger sentía apasionamiento por las aplicacio­nes astronómicas de los cambios de estado del agua (hielo, líquido, vapor), que había tenido ocasión de es­tudiar en el ejercicio de su profesión. A base de ello, pretendía explicar toda la cosmografía y toda la astrofí­sica. Según decía, bruscas iluminaciones e intuiciones fulgurantes le habían abierto las puertas de una ciencia nueva, que contenía todas las demás. Con el tiempo, había de convertirse en uno de los grandes profetas de la Alemania mesiánica, y, como se escribió después de su muerte, en «un descubridor genial, bendecido por Dios». La doctrina de Horbiger toma su fuerza de una visión completa de la Historia y de la evolución del Cosmos. Explica la formación del sistema solar, el nacimiento de la Tierra, de la vida y del espíritu. Describe todo el pasa­do del Universo y anuncia sus transformaciones futuras. Responde sorprendentemente a las tres interrogaciones esenciales. ¿Qué somos? ¿De dónde venimos? ¿Adonde vamos? Y las contesta del modo más adecuado para la exaltación. Todo descansa sobre la idea de la lucha perpetua, en los espacios infinitos, entre el hielo y el fuego, y en­tre las fuerzas de repulsión y de atracción. Esta lucha, esta tensión cambiante entre principios opuestos, esta eterna guerra en el cielo, que es la ley de los planetas, rige también la Tierra y la materia viva, y determina la historia de la Humanidad.

Horbiger pretende revelar­nos el más remoto pasado de nuestro Globo y su más lejano porvenir, y formula fantásticas teorías sobre la evolución de las especies vivas. Trastorna todo lo que generalmente pensamos de la historia de las civilizacio­nes, de la aparición y del desarrollo del hombre y de sus sociedades. No propugna, a este respecto, una marcha ascensional continua, sino una serie de subidas y baja­das. Hombres-dioses, gigantes, civilizaciones fabulo­sas, nos han precedido hace centenares de miles o acaso millones de años. Tal vez nosotros llegaremos a ser lo que fueron los antepasados de nuestra raza, al través de cataclismos y mutaciones extraordinarias, en el curso de una historia que, tanto en la Tierra como en el Cos­mos, se desarrolla por ciclos. Pues las leyes del cielo son idénticas a las leyes de la Tierra, y el Universo ente­ro participa del mismo movimiento y es un organismo vivo, en el que todo resuena en todo. La aventura de los hombres está ligada a la aventura de los astros; lo que ocurre en el Cosmos ocurre en la Tierra, y viceversa. Como puede verse, esta doctrina de los ciclos y de las relaciones cuasi mágicas entre el hombre y el Uni­verso, refuerza el más remoto pensamiento tradicional. Vuelve a introducir las antiquísimas profecías, los mi­tos y las leyendas, los antiguos temas del Génesis, del Diluvio, de los Gigantes y de los Dioses.
Esta doctrina, como se comprenderá mejor más adelante, está en contradicción con todos los principios admitidos por la ciencia. Pero, decía Hitler: «Hay una ciencia nórdica y nacionalsocialista que se opone a la ciencia judeo-liberal». Según estas teorías, la ciencia admitida en Occiden­te, y naturalmente la religión judeocristiana que es su cómplice, es una conspiración que es preciso destruir. Es una conjuración contra el sentido de la epopeya y de lo mágico que arraiga en el corazón del hombre fuerte, una vasta conspiración que cierra a la Humanidad las puertas del pasado y del porvenir más allá de los cortos límites de las civilizaciones registradas, que le amputa sus orígenes y su destino fabuloso, y que le impide el diálogo con los dioses. Los sabios admiten, por lo general, que nuestro Universo fue creado por una explosión producida hace tres o cuatro mil millones de años. Pero, ¿explosión de qué? Tal vez el Cosmos entero estaba contenido en un átomo, punto cero de la creación. Este átomo habría es­tallado, continuando después en una expansión cons­tante. Él habría contenido toda la materia y todas las fuerzas hoy desplegadas. Pero, en esta hipótesis, no se encuentra el comienzo absoluto del Universo. Los teó­ricos de la expansión del Universo partiendo de aquel átomo, no tocan el problema de su origen. En resumi­das cuentas, la ciencia no nos ofrece mayores precisio­nes que el admirable poema indio: «En el intervalo en­tre disolución y creación, Visnú Cesha reposaba en su propia sustancia, luminoso de energía durmiente, entre los gérmenes de las vidas venideras»
 
En lo que atañe al nacimiento de nuestro sistema solar, las hipótesis son igualmente sorprendentes. Se imaginó que los planetas nacieron de una explosión parcial del Sol. Un gran cuerpo astral debió de pasar cerca de aquél, arrancando una parte de la sustancia so­lar que se desparramaría en el espacio, fijándose en pla­netas. Después, el gran cuerpo, el superastro descono­cido, debió de proseguir su ruta, ahogándose en el infinito. Se imaginó también la explosión de un sol gemelo del nuestro. El profesor H. N. Roussel, resu­miendo la cuestión, escribe con humor: «Hasta que sepamos cómo ocurrió la cosa, lo único realmente se­guro es que el sistema solar se produjo de algún modo». En cambio, Horbiger pretende saber cómo ocurrió la cosa. Él posee la explicación definitiva. En una carta al ingeniero Willy Ley, afirma que esta explicación le saltó a los ojos en su juventud. «Tuve la revelación —dice— cuando, siendo un joven ingeniero, observé un día una ola de acero fundido sobre la tierra mojada y cubierta de nieve: la tierra estallaba con cierto retraso y con gran violencia» Esto es todo. A partir de aquel momento, la doctrina de Horbiger crece y fructifica. Es como la manzana de Newton.
Había en el cielo un cuerpo enorme y a elevada temperatura, millones de veces mayor que nuestro Sol actual. Este cuerpo chocó con un planeta gigante, cons­tituido por una acumulación de hielo cósmico. La masa de hielo penetró en el supersol. Nada ocurrió durante centenares de miles de años. Después, el vapor de agua hizo que todo estallara. Algunos fragmentos fueron proyectados tan lejos que se perdieron en el espacio helado. Otros volvieron a caer sobre la masa central donde se había originado la explosión. Otros, por último, fueron proyectados a una zona intermedia: son los planetas de nuestro sistema. Había treinta de ellos. Son bloques que, poco a poco, se han ido cubriendo de hielo. La Luna, Júpiter, Saturno, son de hielo, y los canales de Marte son grietas del hielo. Sólo la Tierra no está absolutamente dominada por el frío: en ella sigue la lucha entre el hielo y el fuego. A una distancia igual a tres veces la de Neptuno, se hallaba, en el momento de la explosión, un enorme ani­llo de hielo. Y allí sigue estando. Es lo que los astróno­mos oficiales se empeñan en llamar Vía Láctea, porque algunas estrellas parecidas a nuestro Sol, en el espacio infinito, brillan a través de ella. En cuanto a las fotogra­fías de estrellas individuales cuyo conjunto nos daría una Vía Láctea, son simples composiciones. Las manchas que se observan en el Sol y que cam­bian de forma y de lugar cada once años, siguen siendo inexplicables para los sabios ortodoxos. Pues bien, son producidas por la caída de bloques de hielo, que se des­prenden de Júpiter. Júpiter cierra su círculo alrededor del Sol cada once años. En la zona media de la explosión, los planetas del sistema a que pertenecemos obedecen a dos fuerzas: La fuerza primitiva de la explosión, que los aleja. La gravitación que los atrae a la masa más fuerte situada en su proximidad.
 
Estas dos fuerzas no son iguales. La fuerza de la ex­plosión inicial va disminuyendo, porque el espacio no está vacío, sino que hay en él una materia tenue, com­puesta de hidrógeno y de vapor de agua. Además, el agua que alcanza el Sol llena el espacio de cristales de hielo. De este modo se ve cada vez más frenada la fuer­za inicial de repulsión. Por el contrario, la gravitación es constante. Por esto cada planeta se acerca al más próximo que lo atrae. Se acerca trazando círculos a su alrededor, o mejor dicho, describiendo una espiral que se va encogiendo. Así, tarde o temprano, cada planeta caerá en el más próximo, y todo el sistema acabará por caer, en forma de hielo, en el Sol. Entonces se produci­rá una nueva explosión y todo volverá a empezar. Hielo y fuego, repulsión y atracción, luchan eter­namente en el Universo. Esta lucha determina la vida, la muerte y el renacimiento perpetuo del Cosmos. Un escritor alemán, Elmar Brugg, escribió en 1952 una obra encomiástica de Horbiger, en la cual nos dice: «Ninguna de las doctrinas de representación del Universo ponía en juego el principio de contradicción, de lucha de dos fuerzas contrarias, del cual, empero, se alimenta el alma del hombre desde hace milenios. El mérito imperecedero de Horbiger es haber resucitado vigorosamente el conocimiento intuitivo de nuestros antepasados por el conflicto eterno del fuego y del hie­lo, cantado por Edda. Él expuso este conflicto a la mi­rada de sus contemporáneos. Él fundió científicamente esta imagen grandiosa del mundo ligada al dualismo de la materia y de la fuerza, de la repulsión que dispersa y la atracción que reúne».
Luego la Luna acabará por caer en la Tierra. Existe un momento —varias decenas de mile­nios— en que la distancia de un planeta a otro parece fija. Pero llegará un día en que nos daremos cuenta de que la espiral se encoge. Poco a poco, en el curso de las edades, la Luna se irá acercando. La fuerza de gra­vitación que ejerce sobre la Tierra aumentará. Enton­ces las aguas de nuestros océanos se juntarán en una marea permanente y ascenderán, cubriendo las tierras, ahogando los trópicos y cercando las más altas monta­ñas. Los seres vivos se sentirán progresivamente libe­rados de su peso. Crecerán. Los rayos cósmicos serán cada vez más poderosos. Al actuar sobre los genes y los cromosomas, producirán mutaciones. Apare­cerán nuevas razas, animales, plantas y hombres gi­gantescos. Después, al acercarse más, la Luna estallará, giran­do a toda velocidad, y se convertirá en un inmenso ani­llo de rocas, de hielo, de agua y de gas, que girará cada vez más deprisa. Por fin, el anillo caerá sobre la Tierra, y será la Caída, el Apocalipsis anunciado. Pero si sub­sisten algunos hombres, los más fuertes, los mejores, los elegidos, presenciarán extraños y formidables es­pectáculos. Y acaso, el espectáculo final.
 
Después de muchos milenios sin satélite, durante los cuales la Tierra habrá conocido extraordinarias im­bricaciones de razas antiguas y nuevas, civilizaciones de gigantes, renacimientos después del Diluvio, e in­mensos cataclismos, Marte, más pequeño que nuestro Globo, acabará por acercársele. Alcanzará la órbita de la Tierra. Pero es demasiado grande para ser capturado, para convertirse, como la Luna, en un satélite. Pasará muy cerca de la Tierra, la rozará e irá a caer en el Sol, atraído por éste, aspirado por el fuego. Entonces, nues­tra atmósfera se sentirá de pronto atrapada, arrastrada por la gravitación de Marte, y nos abandonará para perderse en el espacio. Entonces los océanos se agitarán en torbellino y hervirán sobre la superficie de la Tierra, bañándolo todo, y la corteza estallará. Nuestro Globo, muerto, seguirá girando en espiral, será alcanzado por los planetoides helados que navegan por el cielo y se convertirá en una enorme bola de hielo que, a su vez, se arrojará contra el Sol. Después de la colisión, vendrá el gran silencio, la gran inmovilidad, mientras el vapor de agua se irá acumulando, durante millones de años, en el interior de la masa ardiente. Por fin, se producirá una nueva explosión y otras creaciones en la eternidad de las fuerzas ardientes del Cosmos.
Tal es el destino de nuestro sistema solar, según la visión del ingeniero austríaco a quien los dignatarios nacionalsocialistas llamaban El Copérnico del siglo XX. Vamos a considerar ahora esta visión referida a la histo­ria pasada, presente y futura de la Tierra y de los hom­bres. Es una historia que, vista al través de «los ojos de tormenta y de batalla» del profeta Horbiger, parece una leyenda, llena de revelaciones fabulosas y de rare­zas formidables. Era en 1948; Louis Pauwels creía en Gurdjieff, y una de sus fie­les discípulas le había invitado a pasar unas semanas en su casa de la montaña. Esta mujer tenía gran cultura, formación de químico, inteligencia aguda y carácter firme. Nada tenía de discípula exal­tada, y las enseñanzas de Gurdjieff, que a veces se aloja­ba en su casa, le llegaban a través de la criba de la razón. Sin embargo, un día abrió de pronto los abismos de su delirio. Una noche resplandeciente y fría contemplaban los astros, como se contemplan en la montaña, experimentando una soledad absoluta, que es tan purificadora como en otras partes an­gustiosa. Se veían claramente los relieves de la Luna. “—Mejor diríamos una luna —dijo la anfitriona—, una de las lunas...”. ¿Qué quiere decir?—Ha habido otras lunas en el cielo. Ésta es la últi­ma, simplemente… —“. “¿Qué? ¿Ha habido otras lunas además de ésta?” —Seguro. Gurdjieff lo sabe, y otros lo saben tam­bién.. —“. “Pero, bueno, los astrónomos… “. “—¡Oh! ¡Si va usted a fiarse de los científicos…!”. Tenía el rostro apacible y sonreía con una pizca de conmiseración. Desde aquel día Pauwels dejó de sentirse al mismo nivel de ciertos amigos de Gurdjieff a quienes apreciaba. Se convirtieron a sus ojos en seres frágiles e inquietantes y sintió que acababa de romperse uno de los hilos que le ataba a su familia.
 
Algunos años más tarde, al leer el libro de Gurdjieff, Les “Récits de Belzébuth”, y al descubrir la cosmogonía de Horbiger, com­prendió que aquella visión, o mejor dicho, aquella creen­cia, no era una simple cabriola en el mundo de lo fantástico. Había cierta coherencia entre la chocante historia de las lunas y la filosofía del superhombre, la psicología de los «estados superiores de conciencia» y la mecánica de las mutaciones. En las tradiciones orien­tales volvía a encontrarse esta historia y la idea de que los hombres, hace muchos milenios, pudieron observar un cielo distinto del nuestro, otras constelaciones y otro satélite. ¿Acaso Gurdjieff se había inspirado en Horbiger, al que sin duda conocía? ¿O habría bebido en antiguas fuentes de saber, tradiciones o leyendas, con las que Horbiger había coincidido accidentalmente, en el curso de sus iluminaciones pseudo-científicas?. Pauwels ignoraba, en el balcón del chalet montañero, que su anfitriona expresaba una creencia que habían compartido millares de hombres de la Alemania hitle­riana, todavía enterrada en ruinas, en esta época todavía ensangrentada, todavía humeante, entre los escombros de sus grandes mitos. Y su anfitriona, en la bella noche clara y tranquila, lo ignoraba también.

Así, pues, según Horbiger, la Luna, la que nosotros vemos, no sería más que el último satélite, el cuarto, captado por la Tierra. Nuestro planeta, en el curso de su historia, habría captado ya tres. Tres masas de hielo cósmico habrían alcanzado, por turno, nuestra órbita y habrían empezado a girar en espiral alrededor de la Tie­rra, acercándose cada vez más y cayendo por fin sobre nosotros. Nuestra Luna actual también caerá sobre la Tierra. Pero esta vez la catástrofe será mayor, porque el último satélite helado es mayor que los anteriores. Toda la historia del Globo, la evolución de las especies y toda la historia humana encuentran su explicación en esta sucesión de lunas en nuestro cielo. Ha habido cuatro épocas geológicas, puesto que ha habido cuatro lunas. Estamos en el cuaternario. Cuan­do cae una luna, ha estallado antes y, girando cada vez más deprisa, se ha transformado en un anillo de rocas, de hielo y de gases. Es este anillo lo que cae sobre la Tie­rra, recubriendo en círculo toda la costra terrestre y fosilizando todo lo que se encuentra debajo de él. En período normal, los organismos enterrados no se fosili­zan, sino que se pudren. Sólo se fosilizan en el momen­to en que cae una luna. Por esto hemos podido registrar una época primaria, una época secundaria y una época terciaria. Sin embargo, como se trata de un anillo, sólo tenemos testimonios muy fragmentarios de la historia de la vida sobre la Tierra. Han podido aparecer y de­saparecer otras especies animales y vegetales, a lo largo de las edades, sin que quede rastro de ellas en las capas geológicas. Pero la teoría de las lunas sucesivas permite imaginar las transformaciones sufridas en el pasado por las formas vivas, así como prever las transformaciones venideras.
 
Durante el período en que el satélite se acerca, hay un momento de unos centenares de miles de años en que gira alrededor de la Tierra a una distancia de cuatro a seis radios terrestres. En comparación con la distancia de nuestra Luna actual, ésta se encuentra al alcance de la mano. La gravitación cambia, pues, considerablemente. Ahora bien, la gravitación determina la talla de los seres. Éstos crecen en función del peso que pueden soportar. En el momento en que el satélite está cerca, hay, pues, un período de gigantismo. A finales del primario: enormes vegetales, insectos gigantescos. A fines del secundario: diplodocos, iguanodontes, animales de treinta metros. Se producen mutaciones bruscas, porque los rayos cósmicos son más poderosos. Los seres, aliviados de su peso, se yerguen; las cajas cra­neanas se ensanchan; las bestias levantan el vuelo.  A este respecto tenemos que decir que los rayos cósmicos son partículas subatómicas que proceden del espacio exterior y que tienen una energía elevada debido a su gran velocidad, cercana a la velocidad de la luz. Se descubrieron cuando pudo comprobarse que la conductividad eléctrica de la atmósfera terrestre se debía a la ionización causada por radiaciones de alta energía. Victor Franz Hess, físico estadounidense de origen austríaco, demostró en el año 1911 que la ionización atmosférica aumenta con la altitud, y concluyó que la radiación debía proceder del espacio exterior. El descubrimiento de que la intensidad de radiación depende de la altitud indica que las partículas que forman la radiación están eléctricamente cargadas y que son desviadas por el campo magnético terrestre. El término «rayos cósmicos» fue acuñado por Millikan quien, contrario a Hess, planteaba que eran de origen extraterrestre, aunque años más tarde Millikan apoyara la teoría de Hess.
Existen serias evidencias de que los rayos cósmicos pueden tener incidencia en la vida y clima de la Tierra, y que también podrían propiciar mutaciones en los organismos, aseguró José Francisco Valdés Galicia, director del Instituto de Geofísica (IGf) de la Universidad Nacional Autónoma de México. Durante la continuación de los trabajos de la trigésima Conferencia Internacional de Rayos Cósmicos (ICRC, por sus siglas en inglés), llevada a cabo en Mérida, Yucatán, el titular del IGf explicó que actualmente se habla de que el Sol puede modificar la temperatura y una de las maneras como lo hace es mediante estas radiaciones. Refirió que cuando el Sol está activo la Tierra recibe pocas emanaciones y cuando está quieto aumentan. Son partículas cargadas que ionizan a la atmósfera, y los iones en ella son nucleadores de nubes. De esa forma, comentó, si se modifica la cantidad de estas últimas en el ambiente puede incrementarse o disminuir la nubosidad, lo cual altera el calor. Esa “es una posibilidad por medio de la cual los rayos cósmicos podrían afectar al clima y la tecnología“. Además, añadió, es un mecanismo mediante el cual se podría perturbar directamente a los seres humanos. Hay otros que tienen que ver con embolias o ataques al corazón, pero aún no están bien determinados. Sin embargo, estos sí pueden incidir sobre la vida y clima de la Tierra.
 
José Francisco Valdés señaló que las radiaciones cósmicas de baja energía sirven para estudiar el Sol. Cuando hay grandes explosiones, que se pueden detectar por estas emanaciones, suceden diversos acontecimientos en la Tierra, como perturbaciones en las comunicaciones en celulares y de radio en general, que se deben, generalmente, a esos estallidos. Lo primero que plantean al ser humano es una gran incógnita, sobre cómo es posible que haya partículas de esa energía que lleguen desde tiempos inmemoriales y que sigan haciéndolo todo el tiempo, agregó. Al decir que el campo magnético es como una coraza contra los rayos cósmicos, apuntó que “hay indicios serios de que algunas mutaciones se pueden generar por ellos“. Empero, son la única información material del universo, al ser partículas elementales. Más de 90 por ciento son núcleos de hidrógeno o protones. Además, hay pruebas de que este bombardeo viene desde hace decenas de miles de años, quizá desde el nacimiento del Sol, y provienen de objetos astrofísicos desde el origen del cosmos, y brinda datos sobre él, agregó.
Tal vez a finales del secundario aparecieron los mamíferos gigantes. Y tal vez los primeros hombres, creados por mutación. Habría que situar este período a fines del se­cundario, en el momento en que la segunda luna giraba cerca de la Tiera, hace unos quince millones de años. Es la edad de nuestro antepasado, los gigantes. Madame Blavatsky, que pretendía haber tenido acceso al “Libro de los Dzyan”, que se suponía el texto más antiguo de la Humani­dad y que contendría la historia de los orígenes del hombre, aseguraba también que una gigantesca y primera raza humana había aparecido en el período secundario. «El hombre secundario será descubierto un día, y, con él, sus civilizaciones extinguidas hace muchísimo tiempo». He aquí, pues, el primer hombre, enorme, que ape­nas se nos parece y cuya inteligencia es distinta de la nuestra, en una noche de los tiempos infinitamente más espesa de lo que imaginamos y bajo una luna dife­rente. El primer hombre, y acaso la primera pareja hu­mana, gemelos expulsados de una matriz animal, por un prodigio de las mutaciones que se multiplican cuan­do los rayos cósmicos son gigantescos.
 
El Génesis nos dice que los descendientes de este antepasado vivían de quinientos a novecientos años. Esto es debido a que el aligeramiento del peso disminuye el desgaste del organismo. No nos habla de gigantes, pero las tradiciones judías y musul­manas compensan abundantemente esta omisión. En fin, algunos discípulos de Horbiger sostienen que recientemente se descubrieron en Rusia fósiles del hom­bre secundario. ¿Cuáles serían las formas de civilización del gigan­te, hace quince millones de años? Se le suponen agrupa­ciones y modos de ser calcados de los insectos gigantes llegados del primario y de los cuales nuestros insectos actuales, todavía sorprendentes, son descendientes de­generados. Se les suponen grandes poderes de comuni­cación a distancia, civilizaciones basadas en el modelo de las centrales de energía psíquica y material que cons­tituyen, por ejemplo, los hormigueros, y que tantos problemas turbadores plantean al observador, en el te­rreno desconocido de las infraestructuras —o de las su­perestructuras— de la inteligencia.
Esta segunda luna se acercará todavía más, estallará en anillo y caerá sobre la Tierra que conocerá un nuevo y largo período sin satélite. En los espacios remotos, una formación glacial espiral alcanzará la órbita de la Tierra, que de este modo captará una nueva luna. Pero, en este período en que ninguna gran esfera brilla sobre las cabezas, sólo sobreviven algunos ejemplares de las mu­taciones producidas al final del secundario, que subsis­tirán disminuyendo de proporciones. Todavía hay gi­gantes, que se van adaptando. Cuando aparece la luna terciaria, se han formado ya los hombres ordinarios, más pequeños, menos inteligentes: nuestros verdaderos antepasados. Pero los gigantes brotados del secundario y que pasaron el cataclismo siguen existiendo, y son ellos quienes civilizan a los hombres pequeños. La idea de que los hombres partiendo de la bestiali­dad y del salvajismo, se elevaron lentamente hasta la civi­lización, es reciente. Es un mito judeocristiano, impues­to a las conciencias, para expulsar un mito más vigoroso y revelador. Cuando la Humanidad era más fresca, más próxima a su pasado, en los tiempos en que ninguna conspiración bien urdida lo había expulsado aún de su propia memoria, sabía que descendía de dioses, de reyes gigantes que le habían enseñado todo. Recordaba una edad de oro en que los superiores, nacidos antes que ella, le enseñaban la agricultura, la metalurgia, las artes, las ciencias y el manejo del Alma.
 
Los griegos evocaban la edad de Saturno y el reconocimiento que sus mayores brindaban a Hércules. Los egipcios y los asirios conta­ban leyendas sobre reyes gigantes e iniciadores. Los pue­blos que hoy llamamos «primitivos», los indígenas del Pacífico, por ejemplo, mezclan a su religión, sin duda degenerada, el culto a los buenos gigantes de los orígenes del mundo. En nuestra época, en que todos los factores del espíritu y del conocimiento han sido invertidos, los hombres que han realizado el formidable esfuerzo de es­capar a los modos de pensar admitidos, encuentran, en el fondo de su inteligencia, la nostalgia de los tiempos feli­ces de la aurora de las edades, del paraíso perdido, y el recuerdo velado de una iniciación primordial. Desde Grecia a la Polinesia, desde Egipto a México y a Escandinavia, todas las tradiciones refieren que los hombres fueron iniciados por gigantes. Es la edad de oro del terciario, que dura varios millones de años, en el curso de los cuales la civilización moral, espiritual y tal vez técnica alcanza su apogeo sobre la Tierra. “Cuando los gigantes se mezclaban todavía con los hombres, en los tiempos de que nadie habló jamás”, escribió Victor Hugo, famoso escritor, dramaturgo, poeta, político, académico e intelectual francés, considerado como uno de los más importantes escritores románticos en lengua francesa. La luna terciaria, cuya espiral se encoge, se acerca a la Tierra. Las aguas suben, aspiradas por la gravitación del satélite, y los hombres, hace más de novecientos mil años, se dirigen a las más altas cumbres montañosas, con los gigantes, sus reyes. Sobre estas cumbres, por encima de los océanos levantados que forman el rodete ciñendo la Tierra, los hombres y sus Superiores crearán una civi­lización marítima mundial, que Horbiger y su discípulo inglés Bellamy identifican con la civilización Atlante.
Bellamy descubre, en los Andes, a cuatro mil me­tros de altura, restos de sedimentos marinos que se ex­tienden sobre setecientos kilómetros. Las aguas de fi­nes del terciario subían hasta allí, y Tiahuanaco, cerca del lago Titicaca, sería uno de los centros de civiliza­ción de aquel período. Las ruinas de Tiahuanaco dan testimonio de una civilización cientos de veces milena­ria y que no se asemeja en nada a las civilizaciones pos­teriores. El arqueólogo alemán Von Hagen, autor de una obra publi­cada en francés bajo el título, “Au royaume des Incas”, re­cogió cerca del lago Titicaca una tradición oral, de los indios de la región, según la cual «Tiahuanaco fue construida antes de que las es­trellas existieran en el cielo». Según los partidarios de Horbiger, son visibles las huellas de gigantes, así como sus inexplicables monumentos. Se encuentra allí, por ejemplo, una pie­dra de nueve toneladas, con seis hendiduras de tres metros de altura que son incomprensibles para los ar­quitectos, como si su papel hubiese sido olvidado desde entonces por todos los constructores de la Historia. Hay pórticos de tres metros de altura por cuatro de an­chura, que aparecen tallados en una sola piedra, con puertas, falsas ventanas y esculturas esculpidas con cin­cel, pesando todo el conjunto diez toneladas. Hay lien­zos de pared de sesenta toneladas, sostenidos por blo­ques de piedra arenisca de cien toneladas, hundidos como cuñas en el suelo. Entre estas ruinas fabulosas, se elevan estatuas gigantescas, una sola de las cuales ha sido bajada de allí y colocada en el jardín del museo de La Paz. Tiene ocho metros de altura y pesa veinte toneladas. Todo invita a los horbigerianos a ver en es­tas estatuas retratos de gigantes realizados por ellos mismos.
 
«De las facciones del rostro salta a nuestros ojos, e incluso a nuestro corazón, una expresión de soberana bondad y de soberana sabiduría. Una armonía de todo el ser brota del conjunto del coloso, cuyas manos y cuerpo, sumamente estilizados, guardan un equilibrio que tiene una calidad moral. Reposo y paz emanan del maravilloso monolito. Si es el retrato de uno de los re­yes gigantes que gobernaron este pueblo, tendríamos que pensar en aquel principio de frase de Pascal: “Si Dios nos diese dueños salidos de sus manos…”». Blaise Pascal fue un matemático, físico, filósofo y teólogo francés del siglo XVII, considerado el padre de las computadoras junto con Charles Babbage. Si estos monolitos fueron realmente esculpidos y colocados en su sitio por los gigantes en atención a sus aprendices, los hombres; si las esculturas de una extre­mada abstracción, de una estilización tan avanzada que confunde a nuestra propia inteligencia, fueron ejecuta­das por aquellos Superiores, encontraremos en ello el origen de los mitos según los cuales las artes fueron dadas a los hombres por los dioses, y la clave de las diver­sas místicas de la inspiración estética. Entre estas esculturas figuran imágenes estilizadas de un animal, el todoxón, cuya osamenta ha sido descu­bierta en las ruinas de Tiahuanaco. Ahora bien, se sabe que el todoxón sólo pudo vivir en el período terciario. En fin, en estas ruinas que precederían en cien mil años al fin del período terciario, existe hundido en el barro desecado, un pórtico de diez toneladas cuya deco­ración fue estudiada por el arqueólogo alemán Kiss, discípulo de Horbiger, entre 1928 y 1937.
Según él, se trata de un calendario realizado de acuerdo con las observaciones de los astrónomos del terciario. El escritor, arquitecto y arqueólogo alemán Edmund Kiss exploró el continente sudamericano en las primeras décadas del siglo XX, buscando comprobar las ideas propugnadas por Hans Hörbiger, creador de la Cosmogonía Glacial. En ella, Hörbiger postula la captura por parte de la Tierra de varias lunas que han generando catástrofes planetarias y grandes diluvios. Así, las Antiguas Civilizaciones existentes durante el último impacto, es decir, durante la Era Terciaria, encontraron refugio en las zonas elevadas, como en la Cordillera de los Andes y las Montañas Abisinias. Este ca­lendario contiene datos científicos exactos. Está dividi­do en cuatro partes separadas por los solsticios y los equinoccios que marcan las estaciones astronómicas. Cada una de estas estaciones está dividida a su vez en tres secciones, y, en estas doce subdivisiones, pue­de verse la posición de la Luna en cada hora del día. Además, los dos movimientos del satélite, su movi­miento aparente y su movimiento real, habida cuenta de la rotación de la Tierra, están indicados en este fabu­loso pórtico esculpido, de suerte que hay que pensar que tanto los que hicieron como los que utilizaron el calendario tenían una cultura superior a la nuestra.
 
Tiahuanaco, a más de cuatro mil metros de altura, en los Andes, era, pues, una de las cinco grandes ciuda­des de la civilización marítima de fines del período ter­ciario, construidas por los gigantes conductores de los hombres. Los discípulos de Horbiger encuentran allí vestigios de un gran puerto, de enormes muelles, y del cual partían los atlantes —pues sin duda se trata de la Atlántida— a bordo de naves perfeccionadas, para dar la vuelta al mundo siguiendo el cordón oceánico y to­car en los otros cuatro grandes centros: Nueva Guinea, México, Abisinia y Tíbet. Así, aquella civilización se extendía a toda la Tierra, lo cual explica tradiciones que registra la Humanidad. Llegados al último grado de unificación y de refi­namiento de los conocimientos y de los medios, los hombres y sus reyes gigantes saben que la espiral de la tercera luna se va encogiendo y que el satélite acabará por caer; pero conocen las relaciones de todas las cosas en el Cosmos, los lazos mágicos del ser con el Univer­so, y sin duda, se valen de ciertas energías individuales y sociales, técnicas y espirituales, para retrasar el cata­clismo y prolongar la edad atlante, cuyo recuerdo di­fuso perdurará a través de los milenios. Cuando cae la luna terciaria, las aguas descienden brus­camente, pero las conmociones precursoras han daña­do ya la civilización. Después del descenso de los océa­nos, desaparecen las cinco grandes ciudades, entre ellas la Atlántida de los Andes, aisladas, asfixiadas por el re­flujo de las aguas. Los vestigios más claros están en Tia­huanaco, pero los horbigerianos los descubren en otros lugares.
En México, los toltecas dejaron textos sagrados que describen la historia de la Tierra según la tesis de Hor­biger. En Nueva Guinea, los indígenas malekulas siguen erigiendo, sin saber lo que hacen, enormes piedras es­culpidas de más de diez metros de altura que represen­tan su antepasado superior, y su tradición oral, que hace de la Luna la creadora del género humano, anun­cia la caída del satélite. Los gigantes mediterráneos de Abisinia después del Cataclismo, y la tradición sitúa en aquella altiplanicie la cuna del pueblo judío y la patria de la reina de Saba, de­tentadora de las antiguas ciencias. En fin, se sabe que el Tíbet es un depósito de antiquísimos conocimientos fundados en el psiquismo. Como para confirmar el punto de vista de los horbigerianos, una obra muy curiosa apareció, en 1957, en In­glaterra y Francia. Esta obra, titulada El tercer ojo, lleva la firma de Lobsang Rampa. El autor afirma ser un lama que ha alcanzado el último grado de iniciación. También podría ser alguno de los alemanes enviados al Tíbet, en misión especial, por los jefes nazis. Volveremos a insistir largamente sobre las extrañas relacio­nes sostenidas por Hitler y sus secuaces con el Tíbet. Los periódicos ingleses, en el momento de la aparición de El tercer ojo, intentaron descubrir la personalidad que se ocultaba de­trás del nombre de Lobsang Rampa, sin poder llegar a ninguna con­clusión, pues los servicios de información oficiales permanecieron mudos. O bien se trata de un auténtico lama iniciado, obligado a dis­frazar su nombre, puesto que el autor dice ser hijo de uno de los altos dignatarios del antiguo Gobierno de Lhassa, o bien debe de ser uno de los alemanes encargados de las misiones tibetanas entre 1928 y el fin del régimen hitleriano. En este último caso, puede tratarse de descubrimientos reales, de relatos escuchados, o de tesis horbigerianas y nacionalsocialistas a las que da una forma fantástica.

Hay que tener en cuenta, en todo caso, que los especialistas del Tíbet no han podido desmentir categóricamente el conjunto de sus «revelaciones».Describe su descenso, guiado por tres grandes metafísicos lamaístas, a una cripta de Lhassa donde parece ocultarse el verdadero secreto del Tíbet. Según nos comenta Lobsang Rampa:  «Vi tres sarcófagos de piedra negra adornados con grabados e inscripciones curiosas. No estaban cerra­dos. Al lanzar una ojeada a su interior, sentí que se me cortaba la respiración. »—Contempla, hijo mío —me dijo el decano de los sacerdotes—. Vivían como dioses en nuestro país en la época en que aún no había montañas en él. Labraban nuestro suelo cuando los mares bañaban nuestras ori­llas y cuando otras estrellas brillaban en nuestro cielo, Míralos bien, porque sólo los iniciados los han visto. » Obedecí, fascinado y temeroso a la vez. Tres cuer­pos desnudos, recubiertos de oro, yacían estirados ante sus ojos. Todos sus rasgos estaban fielmente reprodu­cidos por el oro. ¡Pero eran enormes! La mujer medía más de tres metros, y el mayor de los hombres, no me­nos de cinco. Tenían la cabeza muy grande, ligeramen­te cónica en la bóveda, mandíbula estrecha, boca pe­queña y labios delgados. La nariz era larga y fina, los ojos rectos y muy hundidos… Examiné la tapa de uno de los sarcófagos. En ella aparecía grabado un mapa de los cielos, con estrellas muy extrañas.». Hay que notar que, en una caverna del Bohistán, al pie del Himalaya, se ha encontrado un mapa del cielo muy diferente de los conocidos hasta hoy. Los astrónomos opinan que se trata de obser­vaciones que pudieron hacerse trece mil años atrás. Este mapa fue publicado por el National Geographical Magazine, en el año 1925. Y Lobsang Rampa vuelve a escribir, después de este descenso a la cripta: «Antiguamente, miles y miles de años atrás, los días eran más cortos y más calurosos. Se forjaron civi­lizaciones grandiosas, y los hombres eran más sabios que en nuestra época. Surgió un planeta del espacio ex­terior y golpeó oblicuamente la Tierra. Se agitaron los vientos, y los mares, empujados por fuerzas gravitatorias diversas, se vertieron sobre la Tierra. El agua cu­brió el mundo, que fue sacudido por los temblores, y el Tíbet dejó de ser un país cálido y una estación marí­tima.».
Bellamy, arqueólogo horbigeriano, encuentra alre­dedor del lago Titicaca huellas de las catástrofes que precedieron a la caída de la luna terciaria: cenizas volcá­nicas, sedimentos dejados por súbitas inundaciones. Es el momento en que el satélite va a estallar formando un anillo y a girar locamente a poquísima distancia de la Tierra, an­tes de caer. Alrededor de Tiahuanaco, las ruinas evocan talleres abandonados de pronto, útiles desparramados. La elevada civilización atlante sufre, durante unos miles de años, el ataque de los elementos, y se desmo­rona. Después, hace de ello ciento cincuenta mil años, se produce el gran cataclismo, cae la Luna, y la Tierra sufre un espantoso bombardeo. Cesa la atracción, el cordón de los océanos elevados cede de golpe, los mares se reti­ran, bajan. Las cumbres, que eran grandes estaciones marítimas, se encuentran aisladas hasta el infinito por los pantanos. El aire se enrarece, se marcha el calor. La Atlántida no muere tragada por las aguas, sino, por el contrario, abandonada por ellas. Las naves son arras­tradas y destruidas; las máquinas se ahogan o estallan; falta el alimento que venía del exterior; la muerte se lleva a millones de seres; los sabios y las ciencias desapare­cen; la organización social se derrumba.
 
Si la civilización atlante llegó a alcanzar el más alto nivel posible de per­fección y técnica, de jerarquía y de unificación, también pudo volatilizarse en un abrir y cerrar de ojos, sin casi dejar rastro. Pensemos lo que podría ser el hundimiento de nuestra civilización dentro de unos centenares de años, o incluso dentro de unos años. Los aparatos emi­sores de energía, al igual que los transmisores, se simpli­fican cada vez más, mientras se multiplican las estacio­nes. Cada uno de nosotros poseerá muy pronto fuentes de energía nuclear, pongo por caso, o vivirá cerca de es­tas fuentes, fábricas o máquinas, hasta el día en que bas­tará que se produzca un accidente en el punto de origen para que todo se volatilice a lo largo de la enorme cade­na de estaciones: hombres, ciudades, naciones. Sólo se salvaría lo que no tuviese ningún contacto con esta ele­vada civilización técnica. Y las ciencias clave, lo mismo que las llaves del poder, desaparecerían de golpe, preci­samente a causa del elevado nivel de la especialización. Son las más grandes civilizaciones las que se hunden en un instante, sin nada que transmitir. Esta visión resulta irritante para el espíritu, pero estamos expuestos a que sea exacta. De la misma manera podemos pensar que las centrales y estaciones de energía psíquica, en que acaso se fundaba la civilización terciana, estallaron de un solo golpe, mientras los desiertos de limo invadían las cumbres ahora enfriadas y en que el aire se ha hecho irrespirable. Más sencillo: la civilización marítima, con sus Superiores, sus naves, sus intercambios, se desvane­ce en el seno del cataclismo.
Los supervivientes sólo pueden descender a las lla­nuras pantanosas que el mar acaba de descubrir, hacia las inmensas turberas, tipo de humedal ácido en el cual se ha acumulado materia orgánica en forma de turba del continente nuevo, apenas li­berado por el reflujo de las aguas tumultuosas, y donde tardará miles de años en aparecer una vegetación utilizable. Ha terminado el reinado de los reyes gigantes; los hombres vuelven al salvajismo y se adentran con sus últimos dioses destronados en las profundas noches sin luna que envolverán el Globo. Los gigantes que, desde hacía millones de años, mora­ban en este mundo, semejantes a los dioses que mucho más tarde poblarán nuestras leyendas, han perdido su civilización. Los hombres sobre los que reinaban se han convertido en brutos. Y esta humanidad caída, de­trás de sus dueños destronados, se dispersa en hordas por los desiertos de fango. Esta caída se supone ocurri­da hace ciento cincuenta mil años, y Horbiger calcula que nuestro planeta estuvo sin satélite durante ciento treinta y ocho mil años. En el transcurso de este enor­me período, renacen las civilizaciones bajo la dirección de los últimos reyes gigantes. Éstas arraigan en las lla­nuras elevadas, entre los grados cuarenta y sesenta de latitud Norte, mientras en las cinco altas cimas del ter­ciario permanecen algunos restos de la antigua edad de oro. Habría habido, pues, dos Atlántidas: la de los An­des, irradiando sobre el mundo, con sus otros cuatro puntos, y la del Atlántico Norte, mucho más modesta, fundada mucho después de la catástrofe por los descen­dientes de los gigantes. Esta tesis de las dos Atlántidas permite agrupar las tradiciones y antiguos relatos. Pla­tón en realidad  habla de la segunda Atlántida.
 
Y he aquí que, hace doce mil años, la Tierra capta su cuarto satélite, nuestra Luna actual. Se produce una nueva catástrofe. Nuestro planeta adquiere su forma actual, hinchada en los trópicos. Los mares del Norte y del Sur afluyen hacia la mitad de la Tierra, y se recomienzan las edades glaciales en el Norte, en las llanuras desnudas por la atracción que ejerce la Luna, que empieza sobre el agua y el aire. La segunda civilización atlante, me­nos importante que la primera, desaparece en una no­che, tragada por las aguas del Norte. Es el Diluvio, del cual nuestra Biblia conserva el recuerdo. Es la Caída que recuerdan los hombres arrojados, al mismo tiempo, del paraíso terrenal de los trópicos. Según los horbigerianos, los relatos del Génesis y del Diluvio son a la vez recuerdos y profecías, ya que se reproducirán los acontecimientos cósmicos. Y el texto del Apocalipsis, que jamás ha sido explicado, sería la traducción fiel de las catástrofes celestes y terrestres observadas por los hombres en el curso de las edades, y conformes con la teoría horbigeriana. Durante este nuevo período de luna alta, los gigan­tes vivos degeneran. Las mitologías están hechas de luchas de gigantes entre sí, y de combates entre hombres y gigantes. Los que habían sido reyes y dioses, aplasta­dos ahora bajo el peso del cielo, agotados, se convierten en monstruos a los que hay que expulsar. Caen tan bajo como alto han subido. Son los ogros de las leyendas. Urano y Saturno, devorando a sus propios hijos, tal como se explica en la leyenda de David y Goliat. Y escribe Victor Hugo:”… horribles gigantes muy estúpidos vencidos por manos llenas de ingenio”. Es la muerte de los dioses. Cuando los hebreos en­tren en la Tierra Prometida, descubrirán el monumen­tal lecho de hierro de un gigante desaparecido, según leemos en el Deuteronomio: «Y he aquí que su lecho era de hierro, de nueve co­dos de largo y cuatro de ancho».
El astro de hielo que alumbra nuestras noches ha sido captado por la Tierra y gira a su alrededor. Ha na­cido nuestra Luna. Después de doce mil años, no he­mos dejado de rendirle un culto vago cargado de re­cuerdos inconscientes, y de prestarle una inquieta atención cuyo sentido no comprendemos muy bien. Cuando la contemplamos, seguimos sintiendo que algo rebulle en el fondo de nuestra memoria, que va más le­jos que nosotros mismos. Los antiguos dibujos chinos nos muestran el dragón lunar amenazando la Tierra. Leemos en Números: «Y allí vimos a los gigantes, a los hijos de Anak, que vienen de los gigan­tes, y a nuestros ojos éramos ante ellos como saltamon­tes —y a sus ojos éramos como saltamontes». Y Job evoca la destrucción de los gigantes y excla­ma: «Los seres muertos están debajo del agua, y los an­tiguos moradores de la Tierra…». Un mundo se ha hundido, ha desaparecido un mundo, los antiguos moradores de la Tierra se han des­vanecido, y nosotros comenzamos nuestra vida de hombres solos, de hombrecillos abandonados, espe­rando las mutaciones, los prodigios y los cataclismos venideros en una nueva noche de los tiempos, bajo este nuevo satélite que nos llega de los espacios donde se perpetúa la lucha entre el hielo y el fuego.
 
Un poco en todas partes, los hombres remedan a ciegas los gestos de las civilizaciones extinguidas y eri­gen, sin saber por qué, monumentos gigantescos, repi­tiendo, en su degeneración, los trabajos de los antiguos señores: son los enormes megalitos de Malekula, en Nueva Guinea,  los menhires célticos, las estatuas de la isla de Pascua. Las poblaciones que hoy llamamos «primitivas» no son más, sin duda, que restos degenerados de imperios de­saparecidos, que repiten, sin comprenderlos y adulte­rándolos, actos regulados antaño por administraciones racionales. En ciertos lugares, en Egipto, en China y mucho más tarde en Grecia, surgen grandes civilizaciones hu­manas, pero que recuerdan a los Superiores desapareci­dos, a los reyes gigantes iniciadores. Después de cuatro mil años de cultura, los egipcios de los tiempos de Heródoto y de Platón siguen afirmando que la grandeza de los Antiguos se debe a que aprendieron su arte y su ciencia directamente de los dioses. Después de múltiples decadencias, nacerá otra civi­lización en Occidente. Una civilización de hombres am­putados de su pasado fabuloso, limitados en el tiempo y el espacio, reducidos a sí mismos y buscadores de con­suelo mítico, desterrados de sus orígenes e ignorantes de la inmensidad del destino de las cosas vivas, atados a los vastos movimientos cósmicos. Una civilización hu­mana, humanista: la civilización judeocristiana. Es mi­núscula. Es residual. Y, sin embargo, este residuo de la gran alma pasada tiene posibilidades ilimitadas de dolor y de comprensión. Esto es lo milagroso. Nos acercamos a otra edad. Van a producirse mutaciones.
El futuro volverá a darse la mano con el pasado más remoto. La Tierra volverá a tener gigantes. Habrá otros diluvios, otros apocalipsis y reinarán otras razas. «Al principio, conservamos un recuerdo relativamente claro de lo que habíamos visto. Seguidamente, esta vida se elevó en vo­lutas de humo y oscureció rápidamente todas las cosas, a excepción de algunas grandes líneas generales. En la ac­tualidad, todo vuelve a nuestro espíritu con mayor clari­dad que nunca».  Y en el Universo, donde todo se refleja en todo, crearemos profundas olas. Tal es la tesis de Horbiger, y tal es el clima espiritual que propaga. Esta tesis constituye un poderoso fenó­meno de magia nacionalsocialista, y enseguida veremos sus efectos sobre los acontecimientos. Según Horbiger, estamos, pues, en el cuarto ciclo. La vida sobre la Tierra conoció tres épocas, durante los tres períodos de lunas bajas, con bruscas mutaciones y apariciones gigantescas. Durante los milenios sin luna aparecieron las razas enanas y sin prestigio y los ani­males que se arrastran, como la serpiente que evoca la Caída. Durante las lunas altas, existieron las razas me­dianas, sin duda los hombres corrientes de principios del terciario, nuestros antepasados. Hay que tener tam­bién en cuenta que las lunas, antes de su caída, giran alrededor de la Tierra, creando condiciones diferentes en aquellas partes de la Tierra que no están debajo de su trayectoria. De suerte que, después de varios ciclos, la Tierra ofrece un espectáculo muy variado; razas en decadencia, razas que se elevan, seres intermedios de­generados y aprendices del porvenir, precursores de las mutaciones próximas y esclavos del ayer, enanos de las antiguas noches y Señores del mañana.
Tenemos que observar en todo ello las rutas del Sol, con un ojo tan implacable como implacable es la ley de los astros. Lo que se produce en el cielo determina lo que se pro­duce en la Tierra, pero existe una reciprocidad. Como el secreto y el orden del Universo residen en el menor grano de arena, el movimiento de los milenios se con­tiene, en cierto modo, en el breve lapso de nuestro paso por la Tierra, y así debemos, en nuestra alma individual corno en el alma colectiva, repetir las caídas y las ascen­siones pasadas y preparar los apocalipsis y las elevacio­nes futuras. Sabemos que toda la historia del Cosmos reside en la lucha entre el hielo y el fuego, y que esta lu­cha tiene vivos reflejos aquí abajo. En el plano humano, en el plano de los espíritus y de los corazones, cuando no se alimenta el fuego, viene el hielo. Lo sabemos por nosotros mismos y por la Humanidad entera, que se ve eternamente obligada a elegir entre el diluvio y la epo­peya. He aquí el fondo del pensamiento horbigeriano y nazi.
Los ingenieros alemanes, cuyos trabajos marcan el origen de los cohetes que lanzaron al cielo los primeros satélites artificiales, sufrieron un retraso en la puesta a punto de las V-2 por culpa de los propios jefes nazis. El general Walter Dornberger dirigía las pruebas de Peenemünde, de donde salieron los ingenios teledirigidos. Aquellas pruebas se interrumpieron para someter los informes del general a los apóstoles de la cosmogonía horbigeriana. Se trataba, ante todo, de saber cómo reaccionaría en los espacios el «hielo eterno», y si la violación de la estratosfera no desencadenaría algún desastre sobre la Tierra. El general Dornberger explica, en sus Memorias, que los trabajos volvieron a interrumpirse otros dos meses, un poco más tarde. El Führer había soñado que las V-2 no funcionarían, o bien que el cielo tomaría venganza. Como este sueño se había producido durante un estado de trance particular, pesó más en la menté de los dirigentes que las opiniones de los técnicos. Detrás de la Alemania científica y organizada, velaba el espíritu de la antigua magia. Y este espíritu no ha muerto. En enero de 1958, el ingeniero sueco Robert Engstroem dirigió una Memoria a la Academia de Ciencias de Nueva York, poniendo en guardia a los Estados Unidos contra los experimentos astronáuticos. «Antes de proceder a tales experimentos, convendría estudiar de una manera nueva la mecánica celeste —declaraba. Y proseguía, en tono horbigeriano—: La explosión de una bomba “H” en la Luna podría provocar un espantoso diluvio sobre la Tierra».
 
En esta singular advertencia, volvemos a encontrar la idea para-científica de los cambios de la gravitación lunar y la idea mística del castigo en un Universo donde todo resuena en todo. Estas ideas, que, por otra parte, no hay que rechazar enteramente si se quieren mantener abiertas todas las puertas del conocimiento, continúan ejerciendo, en su forma innata, una cierta fascinación. Después de una célebre encuesta, el americano Martin Gardner calculaba, en 1953, en más de un millón el número de discípulos de Horbiger en Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos. En Londres, H. S. Bellamy persigue la implantación de una antropología que tiene en cuenta la caída de las tres primeras lunas y la existencia de gigantes en los períodos secundario y terciario. Después de la guerra, pidió autorización a los rusos para realizar una expedición al monte Ararat, donde contaba con descubrir el Arca de la Alianza. La agencia Tass publicó una negativa categórica y los soviets declararon fascista la actitud intelectual de Bellamy y estimaron que tales movimientos para-científicos son aptos para «despertar fuerzas peligrosas». En Francia, M. Denis Saurat, universitario y poeta, se ha erigido en portavoz de Bellamy, y el éxito de la obra de Velikovsky ha demostrado que muchos espíritus permanecen sensibles a una concepción mágica del mundo. Ni que decir tiene que los intelectuales influidos por René Guénon y los discípulos de Gurdjieff se dan la mano con los horbigerianos. Immanuel Velikovsky fue un médico, psicólogo y psicoanalista ruso, autor de varias obras especulativas, entre las que destaca Mundos en colisión publicada en 1950, donde propone que en tiempos históricos la Tierra ha estado a punto de colisionar con otros planetas del sistema solar (Venus y Marte).
Continuará ……………..

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