lunes, 23 de mayo de 2011

ENUMA ILISH LA EPOPEYA DE LA CREACION DE LA TIERRA

7 - LA EPOPEYA DE LA CREACIÓN

En la mayoría de los antiguos sellos cilindricos que se han encontrado, los símbolos de determinados cuerpos celestes, miembros de nuestro sistema solar, aparecen por encima de las figuras de dioses o humanos.


Un sello acadio del tercer milenio a.G, ahora en el Vorderasiatis-che Abteilung del Museo del Estado de Berlín Este (catalogado VA/ 243), se aparta de la forma habitual de representar los cuerpos celestes. No los muestra individualmente, sino como un grupo de once globos que circundan a una estrella grande y con rayos. Evidentemente, es una representación del sistema solar, tal como lo conocían los súmenos: un sistema consistente en doce cuerpos celestes.
(Fig. 99)
Normalmente, nosotros representamos el sistema solar de forma esquemática, como una línea de planetas que se aleja del Sol a distancias crecientes. Pero si representáramos los planetas, no en una línea, sino uno después de otro en un círculo (el más cercano, Mercurio, en primer lugar, después Venus, luego la Tierra, etc.), el resultado se parecería al de la (Todos los dibujos son esquemáticos y no a escala; las órbitas planetarias en los dibujos que siguen son circulares en vez de elípticas para facilitar la representación.)

Si echamos un segundo vistazo a la ampliación del sistema solar representado en el sello cilíndrico VA/243, veremos que los «puntos» que circundan la estrella son, en realidad, globos cuyos tamaños y orden se adecuan al sistema solar representado en la
(Fig. 100)
El Pequeño Mercurio viene seguido por un Venus más grande. La Tierra, con el mismo tamaño de Venus, está acompañada por la Pequeña Luna. A continuación, en el sentido contrario al de las agujas del reloj, Marte se muestra correctamente, algo más pequeño que la Tierra pero más grande que la Luna o Mercurio. (Fig. 101)
La antigua representación nos muestra después un planeta desconocido para nosotros, considerablemente más grande que la Tierra, aunque más pequeño que Júpiter y Saturno, que se ven con toda claridad a continuación. Aún más lejos, otro par se corresponde perfectamente a nuestros Urano y Neptuno. Por último, el pequeño Plutón está también ahí, pero no donde lo situamos nosotros ahora (después de Neptuno), sino entre Saturno y Urano.

Tratando a la Luna como a un cuerpo celeste más, esta representación sumeria da cuenta plena de todos los planetas que conocemos, los sitúa en el orden correcto (con la excepción de Plutón), y los muestra por tamaño.

Sin embargo, esta representación de 4500 años de edad insiste también en que había -o ha habido- otro planeta importante entre Marte y Júpiter. Como mostraremos después, éste es el duodécimo planeta, el planeta de los nefilim.

Si este mapa celeste sumerio se hubiera descubierto y estudiado hace dos siglos, los astrónomos habrían pensado que los sumerios estaban totalmente desinformados, al imaginar, estúpidamente, que había más planetas después de Saturno. Ahora, no obstante, sabemos que Urano, Neptuno y Plutón están realmente ahí. ¿Imaginaron los sumerios las otras discrepancias, o estaban correctamente informados por los nefilim de que la Luna era un miembro del sistema solar por derecho propio, Plutón estaba situado cerca de Saturno y había un Duodécimo Planeta entre Marte y Júpiter?

La teoría largo tiempo sustentada de que la Luna no era más que «una pelota de golf helada» no se descartó hasta después de la conclusión de varias misiones Apolo a la Luna. Hasta aquel momento, las mejores conjeturas consistían en que la Luna era un trozo de materia que se había separado de la Tierra cuando ésta era aún de material fundido y maleable. Si no hubiera sido por el impacto de millones de meteoritos, que dejaron cráteres en la superficie de la Luna, ésta habría sido un trozo de materia sin rostro, sin vida y sin historia que se solidificó y sigue a la Tierra desde siempre.

Sin embargo, las observaciones hechas por satélites no tripulados han comenzado a poner en duda estas creencias tanto tiempo manejadas. Al final, se llegó a la conclusión de que la composición química y mineral de la Luna era suficientemente diferente de la de la Tierra como para poner en duda la teoría de la «separación». Los experimentos realizados en la Luna por los astronautas norteamericanos, y el estudio y análisis del suelo y de las muestras de rocas que trajeron, han determinado, más allá de toda duda, que la Luna, aunque en la actualidad estéril, fue alguna vez un «planeta vivo».

Al igual que la Tierra, tiene diferentes capas, lo que significa que se solidificó desde su propio estadio original de materia fundida. Al igual , que la Tierra, generaba calor, pero mientras que el calor de la Tierra proviene de sus materiales radiactivos, «cocidos» en el interior de la Tierra bajo una tremenda presión, el calor de la Luna proviene, según parece, de capas de materiales radiactivos que se encuentran muy cerca de la superficie. Sin embargo, estos materiales son demasiado pesados para haber ascendido hasta ahí. Entonces, ¿cómo se llegaron a depositar tan cerca de la superficie de la Luna?

El campo gravitatorio lunar parece ser errático, como si inmensos trozos de materias pesadas (como el hierro) no se hubieran hundido de modo uniforme hasta su centro, sino que estuvieran dispersos. Pero, ¿podríamos preguntar a través de qué proceso o fuerza? Existen evidencias que indicarían que las antiguas rocas de la Luna estuvieron magnetizadas. También existen evidencias de que los campos magnéticos se cambiaron o invirtieron. ¿Ocurrió esto a través de algún proceso interno desconocido, o por medio de alguna influencia externa indeterminada?

Los astronautas del Apolo 16 descubrieron que las rocas lunares (llamadas brechas) eran el resultado de la destrucción de la roca sólida y su posterior soldadura gracias a un calor extremo y repentino. ¿Cuándo y cómo se hicieron añicos y se refundieron estas rocas? Otros materiales de la superficie de la Luna son ricos en los poco frecuentes potasio y fósforo radiactivos, materiales que en la Tierra se encuentran a grandes profundidades.

Reuniendo todos estos descubrimientos, los científicos afirman ahora que la Luna y la Tierra, formadas más o menos con los mismos elementos y más o menos por el mismo tiempo, evolucionaron como cuerpos celestes separados. En opinión de los científicos de la Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio de los Estados Unidos (N.A.S.A.), la Luna evolucionó «normalmente» durante sus primeros 500 millones de años. Luego, dijeron (tal como se informó en The New York Times),

El período más catastrófico llegó hace 4.000 millones de años, cuando cuerpos celestes del tamaño de grandes ciudades y pequeños países se estrellaron en la Luna y formaron sus inmensas cuencas y sus altísimas montañas.

Las ingentes cantidades de materiales radiactivos dejados por las colisiones comenzaron a calentar la roca por debajo de la superficie, fundiendo enormes cantidades de ésta y forzando mares de lava a través de las grietas de la superficie.

El Apolo 15 encontró un deslizamiento de rocas en el cráter Tsiolovsky seis veces más grande que cualquier deslizamiento de rocas en la Tierra. El Apolo 16 descubrió que la colisión que creó el Mar de Néctar depositó escombros hasta a 1.600 kilómetros de distancia.

El Apolo 17 alunizó cerca de un acantilado ocho veces más alto que cualquiera de la Tierra, lo que significa que se formó por un terremoto ocho veces más violento que cualquier otro terremoto en la historia de la Tierra.

Las convulsiones que siguieron a este suceso cósmico continuaron durante unos 800 millones de años, de modo que la composición y la superficie de la Luna adoptaron por fin su forma helada hace alrededor de 3.200 millones de años.

Así pues, los sumerios tenían razón al representar a la Luna como un cuerpo celeste por derecho propio. Y, como pronto veremos, también nos dejaron un texto que explica y describe la catástrofe cósmica a la que se refieren los expertos de la NASA.

Al planeta Plutón se le ha denominado «el enigma». Mientras que las órbitas de los demás planetas alrededor del Sol se desvían sólo un poco del círculo perfecto, la desviación («excentricidad») de Plutón es tal que tiene la órbita más extensa y elíptica del sistema solar. Mientras que los demás planetas orbitan al Sol más o menos dentro del mismo plano, la órbita de Plutón tiene una inclinación nada menos que de 17 grados. Debido a estos dos rasgos atípicos de su órbita, Plutón es el único planeta que corta la órbita de otro planeta, Neptuno.

En tamaño, Plutón se encuentra en realidad dentro de la clase «satélite». Su diámetro, 5.800 kilómetros, no es mucho mayor que el de Tritón, un satélite de Neptuno, o Titán, uno de los diez satélites de Saturno. Debido a sus inhabituales características, se ha llegado a sugerir que este «inadaptado» podría haber comenzado su vida celeste como un satélite que, de algún modo, escapó a su dueño y tomó por sí mismo una órbita alrededor del Sol.

Y esto, como vamos a ver, es realmente lo que sucedió, según los textos sumerios.

Y ahora llegamos al clímax de nuestra búsqueda de respuestas a antiquísimos sucesos celestes: la existencia del Duodécimo Planeta.

Por asombroso que parezca, nuestros astrónomos han estado buscando evidencias que indiquen que, ciertamente, existió una vez un planeta entre Marte y Júpiter.

A finales del siglo xviii, antes incluso del descubrimiento de Neptuno, varios astrónomos demostraron que «los planetas estaban situados a determinadas distancias del Sol, según una ley definida». Este planteamiento, que llegó a ser conocido como Ley de Bode, convenció a los astrónomos de que debió de haber un planeta dando vueltas en un lugar donde, hasta entonces, no se sabía que hubiera existido un planeta -es decir, entre las órbitas de Marte y Júpiter.

Animados por estos cálculos matemáticos, los astrónomos se pusieron a explorar los cielos en la zona en la que debería de estar «el planeta perdido». En el primer día del siglo xix, el astrónomo italiano Giuseppe Piazzi descubrió, exactamente en la distancia indicada, un planeta muy pequeño (776 kilómetros de un extremo a otro) al que llamó Ceres. Hacia 1804, el número de asteroides («planetas pequeños») encontrados allí ascendía a cuatro; hasta la fecha, se han contado cerca de 3.000 asteroides en órbita alrededor del Sol, en lo que ahora llamamos el cinturón de asteroides. Sin duda, son los restos de un planeta que se hizo añicos. Los astrónomos rusos le han llamado Faetón («cuadriga»).

Aunque los astrónomos están seguros de la existencia de tal planeta, no son capaces de explicar su desaparición. ¿Acaso estalló él solo? Pero, entonces, los pedazos habrían salido despedidos en todas direcciones y no habrían conformado un simple cinturón. Si fue una colisión lo que destruyó al planeta desaparecido, ¿dónde está el cuerpo celeste responsable de tal colisión? ¿Se hizo añicos también? Pero los restos que siguen dando vueltas alrededor del Sol, si se suman, no son suficientes para formar ni siquiera un planeta, y mucho menos dos. Por otra parte, si los asteroides son los restos de dos planetas, deberían de haber conservado la revolución axial de los dos planetas. Pero todos los asteroides tienen la misma rotación axial, con lo que se indica que todos ellos provienen del mismo cuerpo celeste. Así pues, ¿cómo se hizo pedazos el planeta desaparecido, y qué fue lo que lo destruyó?

Las respuestas a estos misterios se nos han transmitido desde la antigüedad.

Hace cosa de un siglo, cuando se descifraron los textos encontrados en Mesopotamia, se tomó conciencia inesperadamente de que allí, en Mesopotamia, había textos que no sólo eran equiparables a algunas secciones de las Sagradas Escrituras, sino que también las precedían. En 1872, con Die Keilschriften und das alte Testament, Eberhard Schráder dio inicio a una avalancha de libros, artículos, conferencias y debates que se prolongaron durante medio siglo. ¿Hubo algún lazo, en alguna época ancestral, entre Babilonia y la Biblia? Los titulares afirmaban provocativamente: BABEL UND BIBEL.

Entre los textos descubiertos por Henry Layard en las ruinas de la biblioteca de Assurbanipal en Nínive, había uno que hacía un relato de la Creación no muy diferente del Libro del Génesis. Las tablillas rotas, las primeras que consiguió recomponer y publicar George Smith en 1876 (The Chaldean Génesis), demostraban concluyentemente que sí que había existido un texto acadio, escrito en el antiguo dialecto babilonio, que relataba cómo cierta deidad había creado el Cielo y la Tierra, y todo sobre la Tierra, incluido el Hombre.

En la actualidad, hay una vasta bibliografía que compara el texto mesopotámico con la narración bíblica. La deidad babilonia hizo su trabajo, si no en seis «días», sí, al menos, en lo que abarcan seis tablillas; y en paralelo al bíblico séptimo día de descanso de Dios, en el que disfrutó de su obra, la epopeya mesopotámica dedica una séptima tablilla a la exaltación de la deidad babilonia y de sus logros. No en vano, L. W. King tituló su autorizada obra sobre el tema The Seven Tablets of Creation, Las Siete Tablillas de la Creación.

Conocido ahora como «La Epopeya de la Creación», este texto fue conocido en la antigüedad por las palabras con las que comienza, Enuma Elish («Cuando en las alturas»). El relato bíblico de la Creación comienza con la creación del Cielo y la Tierra; el relato mesopotámico es una verdadera cosmogonía, pues trata de los eventos previos y nos lleva hasta el comienzo de los tiempos:
Enuma elish la nabu shamamu
Cuando, en las alturas, el Cielo no había recibido nombre
Shaplitu ammatum shunta la zakrat
Y abajo, el suelo firme [la Tierra] no había sido llamado
Fue entonces, según nos cuenta la epopeya, cuando dos cuerpos celestes primigenios dieron a luz a una serie de «dioses» celestes. A medida que el número de seres celestes aumentaba, hacían más ruido y causaban más conmoción, perturbando al Padre Primigenio. Su fiel mensajero le urgió a que adoptara fuertes medidas disciplinarias con los dioses jóvenes, pero éstos se confabularon contra él y le robaron sus poderes creadores. La Madre Primigenia intentó vengarse. El dios que dirigió la revuelta contra el Padre Primigenio tuvo una nueva idea: invitar a su joven hijo a unirse a la Asamblea de los Dioses y darle la supremacía, para que fuera a combatir así, sin ayuda, al «monstruo» en que se había convertido su madre.

Aceptada la supremacía, el joven dios -Marduk, según la versión babilonia- se enfrentó al monstruo y, tras un feroz combate, la venció y la partió en dos. Con una parte de ella hizo el Cielo, y con la otra la Tierra.

Después, proclamó un orden fijo en los cielos, asignando a cada dios celeste una posición permanente. En la Tierra, creó las montañas, los mares y los ríos, estableció las estaciones y la vegetación, y creó al Hombre. Babilonia y su altísimo templo se construyeron como un duplicado de la Morada Celeste en la Tierra. A dioses y a mortales se les dieron encargos, mandatos y rituales a seguir. Entonces, los dioses proclamaron a Marduk como la deidad suprema, y le concedieron los «cincuenta nombres» -las prerrogativas y el rango numérico de la Enlildad.

A medida que se iban encontrando y traduciendo más tablillas y fragmentos, se fue haciendo evidente que el texto no era una simple obra literaria, sino el relato épico histórico-religioso más sagrado de Babilonia, que se leía como parte de los rituales del Año Nuevo. La versión babilonia pretendía propagar la supremacía de Marduk al convertirle en el héroe del relato de la Creación. Sin embargo, esto no fue siempre así. Existen bastantes evidencias que indican que la versión babilonia de la epopeya fue una falsificación por motivos político-religiosos de una versión sumeria anterior en la que Anu, Enlil y Ninurta eran los héroes.

Sin embargo, a despecho del nombre de los actores de este drama celeste y divino, el relato es, ciertamente, tan antiguo como la civilización sumeria. La mayoría de los expertos lo ven como una obra filosófica -la versión más antigua de la eterna lucha entre el bien y el mal-, o como un cuento alegórico del invierno y el verano en la naturaleza, del amanecer y el ocaso, de la muerte y la resurrección.

Pero, ¿por qué no tomarse literalmente este relato épico, ni más ni menos que como la declaración de hechos cosmológicos tal como los conocían los sumerios, tal como se los habían transmitido los nefilim? Si utilizamos este audaz enfoque, nos encontraremos con que «La Epopeya de la Creación» explica a la perfección los eventos que, probablemente, tuvieron lugar en nuestro sistema solar.

El escenario en el que se despliega el drama celeste de Enuma Elish es el universo primigenio. Los actores celestes son los que crean, así como los que son creados. Primer Acto:
Cuando, en las alturas, el Cielo no había recibido nombre,
y abajo, el suelo firme [la Tierra] no había sido llamado;
nada, salvo el primordial APSU, su Engendrador,
MUMMU y TIAMAT -la que les dio a luz a todos;
sus aguas se entremezclaron.

Ninguna caña se había formado aún, ni tierra pantanosa había aparecido.
Ninguno de los dioses había sido traído al ser aún,
nadie llevaba un nombre, sus destinos eran inciertos;
fue entonces cuando se formaron los dioses en medio de ellos.
Con unos cuantos trazos hechos con el estilo de caña sobre la primera tablilla de arcilla -con nueve cortas líneas-, el antiguo cronista-poeta se las ingenia para sentarnos en el centro de la primera fila, y, de forma audaz y dramática, sube el telón del espectáculo más majestuoso que se haya visto: la Creación de nuestro sistema solar.

En la inmensidad del espacio, los «dioses» -los planetas- estaban aún por aparecer, por ser nombrados, por tener sus «destinos» -sus órbitas- fijados. Sólo existían tres cuerpos: «el primordial AP.SU» («el que existe desde el principio»), MUM.MU («el que nació») y TIAMAT («la doncella de la vida»). Las «aguas» de Apsu y Tiamat se mezclaron, y el texto aclara que no se refiere a las aguas en las que crecen las cañas, sino más bien a las aguas primordiales, los elementos básicos generadores de vida del universo.

Apsu, por tanto, es el Sol, «el que existe desde el principio».

El más cercano a él es Mummu. El relato deja claro más adelante que Mummu era el ayudante de confianza y emisario de Apsu: una buena descripción de Mercurio, el pequeño planeta que gira con rapidez alrededor de su gigante señor. De hecho, ésta era la idea que los antiguos griegos y romanos tenían del dios-planeta Mercurio: el rápido mensajero de los dioses.

Bastante más lejos estaba Tiamat. Ella era el «monstruo» que Marduk despedazaría más tarde, el «planeta desaparecido», Pero en los tiempos primordiales fue la verdadera Virgen Madre de la primera Trinidad Divina. El espacio entre ella y Apsu no estaba vacío; estaba henchido con los elementos primordiales de Apsu y Tiamat. Estas «aguas» «se entremezclaron», y se formaron dos dioses celestes -planetas- en el espacio entre Apsu y Tiamat.
Sus aguas se entremezclaron...
Los dioses se formaron en medio de ellos:
el dios LAHMU y el dios LAHAMU nacieron;
por su nombre se les llamó.
Etimológicamente, los nombres de estos dos planetas provienen de la raíz LH.M («hacer la guerra»). Los antiguos nos legaron la leyenda de que Marte era el Dios de la Guerra y Venus la Diosa tanto del Amor como de la Guerra. LAHMU y LAHAMU eran, de hecho, nombres masculino y femenino respectivamente, con lo que la identidad de los dos dioses de la epopeya y los planetas Marte y Venus se confirman tanto etimológica como mitológicamente. También se confirma astronómicamente, dado que el «planeta desaparecido» Tiamat estaba situado más allá de Marte. Ciertamente, Marte y Venus están situados en el espacio que hay entre el Sol (Apsu) y «Tiamat». Podemos ilustrar esto siguiendo el mapa celeste sumerio. (Fig.102,103)
Fig. 102 - I. En el Principio: Sol, Mercurio, "Tiamat"

Fig. 103 - II. Los Planetas Interiores - los "dioses en el medio" - nacen.

Después, prosiguió el proceso de formación del sistema solar. Lahmu y Lahamu - Marte y Venus - nacieron pero, incluso
Antes de que hubieran crecido en edad
y en estatura hasta el tamaño señalado,
el dios ANSHAR y el dios KISHAR fueron formados,
sobrepasándoles [en tamaño].
Cuando se alargaron los días y se multiplicaron los años,
el dios ANU se convirtió en su hijo -de sus antepasados un rival.
Entonces, el primogénito de Anshar, Anu,
como su igual y a su imagen engendró a NUDIMMUD.
Con una sequedad sólo igualada por la precisión narrativa, el Primer Acto de la epopeya de la Creación ha sido rápidamente representado ante nuestros ojos. Se nos ha informado que Marte y Venus iban a crecer sólo hasta un tamaño limitado; pero, incluso antes de que su formación se completara, otros dos planetas se formaron. Los dos eran planetas majestuosos, como lo evidencian sus nombres -AN.SHAR («príncipe, el primero de los cielos») y KI.SHAR («el primero de las tierras firmes»). Éstos aventajaban en tamaño al primer par, «sobrepasándoles» en estatura. La descripción, los epítetos y la situación de este segundo par los identifica fácilmente como Saturno y Júpiter. (Fig. 104)
Fig. 104 - III. Los SHAR - los planetas gigantes - son creados, junto con su "emisario".

Después, pasó algún tiempo («se multiplicaron los años»), y nació un tercer par de planetas. Primero llegó ANU, más pequeño que Anshar y Kishar («su hijo»), pero mayor que los primeros planetas («de sus antepasados un rival» en tamaño). Después, Anu engendró, a su vez, a un planeta gemelo, «su igual y a su imagen». La versión babilonia nombra al planeta NUDIMMUD, un epíteto de Ea/Enki. Una vez más, las descripciones de tamaño y situación se adecúan al siguiente par de planetas de nuestro sistema solar, Urano y Neptuno.

Pero aún hubo otro planeta que se sumó a estos planetas exteriores, aquel al que llamamos Plutón. «La Epopeya de la Creación» ya se ha referido a Anu como «primogénito de Anshar», dando a entender que aún había otro dios planetario «nacido» de Anshar/ Saturno.

La epopeya alcanza a esta deidad celeste más adelante, cuando relata cómo Anshar envió a su emisario GAGA en varias misiones a otros planetas. En función y en estatura, Gaga tiene el aspecto del emisario de Apsu, Mummu; esto nos recuerda las muchas similitudes que hay entre Mercurio y Plutón. Gaga, por tanto, era Plutón; pero los sumerios, en su mapa celeste, no situaban a Plutón más allá de Neptuno, sino junto a Saturno, del que era su «emisario» o satélite.
(Fig. 105)
Fig. 105 - IV. Se añaden los dos últimos planetas - iguales en su imagen.

Cuando el Primer Acto de «La Epopeya de la Creación» tocaba a su fin, había un sistema solar compuesto por el Sol y nueve planetas:
SOL -Apsu, «aquel que existía desde el principio».
MERCURIO -Mummu, consejero y emisario de Apsu.
VENUS -Lahamu, «dama de las batallas».
MARTE - Lahmu, «deidad de la guerra».
¿? -Tiamat, «doncella que dio la vida».
JÚPITER -Kishar, «el primero de las tierras firmes».
SATURNO -Anshar, «el primero de los cielos».
PLUTÓN -Gaga, consejero y emisario de Anshar.
URANO -Anu, «él de los cielos»
NEPTUNO -Nudimmud (Ea), «creador ingenioso».
¿Dónde estaban la Tierra y la Luna? Todavía tenían que crearse, como producto de una futura colisión cósmica.

Con el final del majestuoso drama del nacimiento de los planetas, los autores de la Creación épica suben el telón para el Segundo Acto, en un drama de confusión celeste. La recién creada familia de planetas estaba lejos aún de ser estable. Los planetas gravitaban entre sí; estaban convergiendo sobre Tiamat, alterando y poniendo en peligro los cuerpos primordiales.
Los hermanos divinos se agruparon;
perturbaban a Tiamat con sus avances y retiradas.
Alteraban el «vientre» de Tiamat
con sus cabriolas en las moradas del cielo.
Apsu no podía rebajar el clamor de ellos;
Tiamat había enmudecido con sus maneras.
Sus actos eran detestables...
Molestas eran sus maneras.
Nos encontramos aquí con referencias obvias a órbitas erráticas. Los nuevos planetas «avanzaban y se retiraban»; se acercaban demasiado entre ellos («se agruparon»); interferían con la órbita de Tiamat; se acercaban demasiado a su «vientre»; sus «maneras» eran molestas. Aunque era Tiamat la que estaba en mayor peligro, Apsu también encontró «detestables» las maneras de los planetas, y anunció su intención de «destruir, destrozar sus maneras». Se reunió con Mummu y consultó con él en secreto. Pero los dioses oyeron por casualidad «todo lo que habían tramado entre ellos», y el complot para destruirles les hizo enmudecer. El único que no perdió su ingenio fue Ea. Pensó en una estratagema para «verter el sueño en Apsu». A los otros dioses celestes les gustó el plan, y Ea «dibujo un mapa preciso del universo», lanzando un hechizo divino sobre las aguas primordiales del sistema solar.

¿En qué consistió este «hechizo» o fuerza ejercida por «Ea» (el planeta Neptuno) -entonces, el planeta más externo- mientras orbi-taba al Sol y circundaba a todos los demás planetas? ¿Acaso su propia órbita alrededor del Sol afectó al magnetismo solar y, con ello, sus emisiones radiactivas? ¿O es que el mismo Neptuno emitió, al ser creado, ingentes radiaciones de energía? Fueran cuales fuesen los efectos, en la epopeya se les comparó con algo así como «verter el sueño» -un efecto calmante- en Apsu (el Sol). Incluso, «Mummu, el Consejero, fue incapaz de moverse».

Como en el relato bíblico de Sansón y Dalila, el héroe, vencido por el sueño, se convirtió en presa fácil y le robaron sus poderes. Ea se movió con rapidez para quitarle a Apsu su papel creador. Apagando, según parece, las ingentes emisiones de materia primordial del Sol, Ea/Neptuno «le arrancó la tiara a Apsu y le quitó el manto de su halo». Apsu fue «vencido». Mummu ya no pudo deambular. Fue «atado y abandonado», un planeta sin vida al lado de su señor.

Al privar al Sol de su creatividad -al detener el proceso de emisión de energía y materia para formar más planetas-, los dioses trajeron una paz temporal en el sistema solar. Más tarde, la victoria se simbolizó cambiando el significado y la situación del Apsu. A partir de entonces, este epíteto se le aplicó a la «Morada de Ea». Cualquier planeta adicional podría venir solamente a través del nuevo Apsu -desde «lo Profundo»- desde los lejanos reinos del espacio que vislumbraba el más lejano de los planetas.

¿Cuánto tiempo pasó antes de que la paz celeste se rompiera de nuevo? La epopeya no lo dice, pero prosigue, casi sin pausas, y sube el telón del Tercer Acto:
En la Cámara de los Hados, el lugar de los Destinos,
un dios fue engendrado, el más capaz y sabio de los dioses;
en el corazón de lo Profundo fue MARDUK creado.
Un nuevo «dios» celeste -un nuevo planeta- se une ahora al reparto. Se formó en lo Profundo, lejos, en el espacio, en una zona donde se le había conferido movimiento orbital -un «destino» de planeta. Fue atraído hasta el sistema solar por el planeta más lejano: «El que lo engendró fue Ea» (Neptuno). El nuevo planeta era digno de contemplar:

Su silueta era encantadora, brillante el gesto de sus ojos;
Nobles eran sus andares, dominantes como los de antaño...
Grandemente se le exaltó por encima de los dioses, rebasándolo todo.
Era el más noble de los dioses, el más alto;
sus miembros eran enormes, era excesivamente alto.
Surgiendo desde el espacio exterior, Marduk era aún un planeta recién nacido, que escupía fuego y emitía radiaciones. «Cuando movía los labios, estallaba el fuego».

A medida que Marduk se acercaba a los demás planetas, «éstos lanzaban sobre él sus impresionantes relámpagos», y él brillaba con fuerza, «vestido con el halo de diez dioses». Su aproximación levantó emisiones eléctricas y de otros tipos de entre los otros miembros del sistema solar. Y una sola palabra aquí nos confirma el proceso de descifrado de la epopeya de la Creación: Diez cuerpos celestes le esperaban -el Sol y sólo nueve planetas.

El relato épico nos lleva ahora a lo largo de la veloz carrera de Marduk. En primer lugar, pasa cerca del planeta que le ha «engendrado», que ha tirado de él hacia el sistema solar, el planeta Ea/Neptuno. A medida que Marduk se acerca a Neptuno, la atracción gravitatoria de éste sobre el recién llegado crece en intensidad. Neptuno tuerce el sendero de Marduk, «haciéndolo bueno para sus objetivos».

Marduk debía de estar todavía en una fase muy dúctil en aquella época. Cuando pasó junto a Ea/Neptuno, el tirón gravitatorio provocó una protuberancia en el costado de Marduk, como si tuviera «una segunda cabeza». No obstante, este fragmento de Marduk no se desgajó de la masa principal durante el tránsito; pero, cuando Marduk llegó a las inmediaciones de Anu/Urano, algunos trozos de materia se desprendieron de él, dando como resultado la formación de cuatro satélites de Marduk. «Anu extrajo y dio forma a los cuatro lados, relegando su poder al líder del grupo». Llamados «vientos», los cuatro fueron lanzados en una rápida órbita alrededor de Marduk, «arremolinándose como un torbellino».

El orden del tránsito -primero por Neptuno, después por Urano-indica que Marduk estaba entrando en el sistema solar no en la dirección orbital del sistema (en sentido contrario a las manecillas del reloj), sino en dirección opuesta, en el sentido de las manecillas del reloj. Siguiendo el nuevo sendero, el recién llegado no tardó en verse atrapado por las inmensas fuerzas gravitatorias y magnéticas del gigante Anshar/Saturno y, luego, de Kishar/Júpiter. Su sendero se curvó aún más hacia dentro, hacia el centro del sistema solar, hacia Tiamat.
(Fig. 106)
La aproximación de Marduk pronto comenzó a alterar a Tiamat y a los planetas interiores (Marte, Venus, Mercurio). «Él produjo corrientes, alteró a Tiamat; los dioses no descansaban, llevados como en una tormenta».

Aunque las líneas de este texto tan antiguo están parcialmente deterioradas en este punto, aún podemos leer que el planeta que se acercaba «diluyó las vitales de aquellos... pellizcó sus ojos». La misma Tiamat «iba de un lado a otro muy turbada» -su órbita, evidentemente, se alteró.

La atracción gravitatoria del gran planeta que se acercaba no tardó en despojar de trozos a Tiamat. De mitad de ella emergieron once «monstruos», un tropel «rugiente y furioso» de satélites que «se separaron» de su cuerpo y «marcharon junto a Tiamat». Preparándose para afrontar el embate de Marduk, Tiamat «los coronó con halos», dándoles el aspecto de «dioses» (planetas).

De especial importancia para la epopeya y la cosmogonía mesopotámica fue el principal satélite de Tiamat, que recibió el nombre de KINGU, «el primogénito entre los dioses que formaron la asamblea de ella».
Ella elevó a Kingu,
en medio de ellos lo hizo grande...
El alto mando en la batalla
confió a su mano.
Sujeto a las conflictivas fuerzas gravitatorias, este gran satélite de Tiamat comenzó a moverse hacia Marduk. El que se le concediera a Kingu una Tablilla de Destinos -un sendero planetario propio- es lo que más disgustó a los planetas exteriores. ¿Quién le había concedido a Tiamat el derecho de dar a luz nuevos planetas?, preguntó Ea. El le llevó el problema a Anshar, el gigante Saturno.
Todo lo que Tiamat había conspirado, a él se lo repitió:
«...ella ha creado una Asamblea y ha montado en cólera...
les ha dado armas incomparables, ha dado a luz monstruos-dioses...
además once de esta clase ha dado a luz;
de entre los dioses que formaban su Asamblea,
ella ha elevado a Kingu, su primogénito, le ha hecho jefe...
le ha dado una tablilla de destinos, se la ha sujetado al pecho».
Volviéndose a Ea, Anshar le preguntó si podría ir a matar a Kingu. La respuesta se ha perdido debido a una rotura en las tablillas; pero parece ser que Ea no satisfizo a Anshar, pues lo siguiente que tenemos del relato nos muestra a Anshar dirigiéndose a Anu (Urano) para averiguar si él aceptaría «ir y enfrentarse a Tiamat». Pero Anu «fue incapaz de enfrentarla y se volvió».

En los agitados cielos, crece la confrontación; un dios después de otro se apartan a un lado. ¿Acaso nadie va a darle batalla a la furiosa Tiamat?

Marduk, después de pasar Neptuno y Urano, se acerca ahora a Anshar (Saturno) y sus amplios anillos. Esto le da a Anshar una idea: «Aquel que es potente será nuestro Vengador; aquel que es agudo en la batalla: ¡Marduk, el héroe!» Al ponerse al alcance de los anillos de Saturno («él besó los labios de Anshar»), Marduk responde:
«¡Si yo, realmente, como vuestro Vengador
he de vencer a Tiamat, he de salvar vuestras vidas,
convoca una Asamblea para proclamar mi Destino supremo!»
La condición era atrevida pero simple: Marduk y su «destino» -su órbita alrededor del Sol- debían tener la supremacía entre todos los dioses celestes. Fue entonces cuando Gaga, el satélite de Anshar/ Saturno -y futuro Plutón-, se desvió de su curso:
Anshar abrió la boca,
a Gaga, su Consejero, una palabra dirigió...
«Ponte en camino, Gaga,
toma tu puesto ante los dioses,
y lo que yo te cuente
repíteselo a ellos».
Acercándose a los otros dioses/planetas, Gaga les instó a «fijar su veredicto para Marduk». La decisión fue la que se preveía: lo único que ansiaban los dioses era que alguien diera la cara por ellos. «¡Marduk es rey!», gritaban, y le instaron a que no perdiera más tiempo: «¡Ve y acaba con la vida de Tiamat!»

El telón se levanta ahora para el Cuarto Acto, la batalla celeste.

Los dioses habían decretado el «destino» de Marduk; la combinación de fuerzas gravitatorias había determinado que el sendero orbital de Marduk no tuviera más que una salida: hacia la «batalla», una colisión con Tiamat.

Como corresponde a un guerrero, Marduk se preparó con diversas armas. Llenó su cuerpo con una «llama ardiente»; «construyó un arco... al que sujetó una flecha... frente a sí puso al rayo»; y «después hizo una red con la que envolver a Tiamat». Todo esto no eran más que nombres comunes para lo que sólo podían ser fenómenos celestes -las descargas eléctricas que se darían los planetas mientras convergían o el tirón gravitatorio (una «red») de uno sobre otro.

Pero las principales armas de Marduk eran sus satélites, los cuatro «vientos» con los que Urano le proveyó cuando Marduk pasó junto a él: Viento Sur, Viento Norte, Viento Este, Viento Oeste. Al pasar junto a los gigantes, Saturno y Júpiter, y sujeto a sus tremendas fuerzas gravitatorias, Marduk «sacó» tres satélites más -Viento del Mal, Torbellino y Viento Incomparable.

Utilizando sus satélites como una «cuadriga tormenta», «lanzó los vientos que había hecho nacer, los siete». Los adversarios estaban dispuestos para la batalla.
El Señor salió, siguió su curso;
Hacia la furiosa Tiamat dirigió su rostro...
El Señor se acercó para explorar el lado interno de Tiamat-
los planes de Kingu, su consorte, apreciar.
Pero a medida que los planetas se iban acercando entre sí, el curso de Marduk se hizo errático:
Mientras observaba, su curso se vio afectado,
su dirección se distrajo, sus actos eran confusos.
Incluso los satélites de Marduk comenzaron a virar fuera de curso:
Cuando los dioses, sus ayudantes,
que marchaban a su lado,
vieron al valiente Kingu, su visión se hizo borrosa.
¿Acaso los combatientes no iban a encontrarse después de todo?

Pero la suerte estaba echada, los cursos llevaban inevitablemente a la colisión. «Tiamat lanzó un rugido»... «el Señor levantó la desbordante tormenta, su poderosa arma». Cuando Marduk estuvo más cerca, la «furia» de Tiamat creció; «las raíces de sus piernas se sacudían adelante y atrás». Ella empezó a lanzar «hechizos» contra Marduk -el mismo tipo de ondas celestes que Ea había usado antes contra Apsu y Mummu. Pero Marduk siguió acercándose.
Tiamat y Marduk, los más sabios de los dioses,
avanzaban uno contra otro;
prosiguieron el singular combate,
se aproximaron para la batalla.
El relato nos lleva ahora a la descripción de la batalla celeste, en los momentos previos a la creación del Cielo y la Tierra.
El Señor extendió su red para atraparla;
el Viento del Mal, el de más atrás, se lo soltó en el rostro.
Cuando ella abrió la boca, Tiamat, para devorarlo-
él le clavó el Viento del Mal para que no cerrara los labios.
Los feroces Vientos de tormenta cargaron entonces su vientre;
su cuerpo se dilató; la boca se le abrió aún más.
A través de ella le disparó él una flecha, le desgarró el vientre;
le cortó las tripas, le desgarró la matriz.
Teniéndola así sojuzgada, su aliento vital él extinguió.
Aquí, por tanto, (Fig. 107) está la teoría más original para explicar los enigmas celestes con los que aún nos enfrentamos. Un sistema solar inestable, compuesto por el Sol y nueve planetas, fue invadido por un gran planeta del espacio exterior, Ea primer lugar, se encontró con Neptuno; al pasar junto a Urano, el gigante Saturno y Júpiter, su curso se desvió en gran medida en dirección hacia el centro del sistema solar, al tiempo que sacaba siete satélites. Y entró en un curso inalterable de colisión con Tiamat, el siguiente planeta en línea.

Pero los dos planetas no chocaron entre sí, un hecho de cardinal importancia astronómica: fueron los satélites de Marduk los que chocaron con Tiamat, y no el mismo Marduk. Ellos «dilataron» el cuerpo de Tiamat, haciéndole una amplia hendidura. A través de estas fisuras en Tiamat, Marduk disparó una «flecha», un «rayo divino», una inmensa descarga eléctrica que saltó como una chispa desde el energéticamente cargado Marduk, el planeta que estaba «lleno de brillantez». Haciéndose camino hasta las tripas de Tiamat, este rayo «extinguió su aliento vital» -neutralizó las fuerzas y campos eléctricos y magnéticos de Tiamat y los «extinguió».

El primer encuentro entre Marduk y Tiamat dejó a ésta resquebrajada y sin vida; pero su destino final estaba aún por determinar en futuros encuentros entre los dos. Kingu, líder de los satélites de Tiamat, se enfrentaría por separado. Pero el destino de los otros diez satélites más pequeños de Tiamat se determinó en aquel momento.
Después de matar a Tiamat, la líder,
su grupo fue destruido, su hueste hecha pedazos.
Los dioses, los auxiliares que marchaban al lado de ella,
temblando de miedo,
dieron la espalda para salvar y preservar sus vidas.
¿Acaso podemos identificar a esta hueste «destruida... rota» que temblaba y «daba la espalda» -es decir, invertía sus direcciones?

Quizás así podamos ofrecer una explicación a otro misterio más de nuestro sistema solar: el fenómeno de los cometas. Pequeños globos de materia, los cometas vienen a ser los «miembros rebeldes» del sistema solar, pues no parecen obedecer a ninguna de las normas de circulación. Las órbitas de los planetas alrededor del Sol son (con la excepción de Plutón) casi circulares; las órbitas de los cometas están estiradas, y, en la mayoría de los casos, lo están mucho -hasta el punto de que algunos de ellos desaparecen de nuestra vista durante cientos o miles de años. Los planetas (con la excepción de Plutón) orbitan al Sol en el mismo plano general; las órbitas de los cometas se sitúan en muchos planos diferentes. Y lo más significativo es que, mientras que todos los planetas que conocemos circundan al Sol en la misma dirección (contraria a las manecillas del reloj), muchos cometas se mueven en sentido inverso.

Los astrónomos no pueden decirnos cuál fue la fuerza o cuál fue el suceso que creó a los cometas y los arrojó a sus inusuales órbitas.

Nuestra respuesta: Marduk. Barriendo en sentido inverso, en su propio plano orbital, despedazó, destruyó la hueste de Tiamat hasta convertirla en pequeños cometas, afectándoles con su campo gravitatorio, con la llamada red:
Al echarles la red, se encontraron atrapados...
A todo el grupo de demonios que había marchado junto a ella
les puso grilletes, sus manos ató...
Estrechamente rodeados, no podían escapar.
Después de acabar la batalla, Marduk le quitó a Kingu la Tablilla de los Destinos (la órbita independiente de Kingu) y se la puso en su propio pecho: su curso se había desviado hasta convertirse en una órbita solar permanente. De cuando en cuando, Marduk estaba obligado a volver al escenario de la batalla celeste.

Después de «vencer» a Tiamat, Marduk navegó por los cielos, en el espacio exterior, alrededor del Sol, para volver a pasar por los planetas exteriores: Ea/Neptuno, «cuyo deseo realizó Marduk», Anshar/Saturno, «cuyo triunfo estableció Marduk». Después, su nuevo sendero orbital devolvió a Marduk al escenario de su triunfo, «para afianzar su presa sobre los dioses vencidos», Tiamat y Kingu.

Cuando el telón está a punto de levantarse para el Quinto Acto es el momento en el cual el relato bíblico del Génesis se une al relato mesopotámico de «La Epopeya de la Creación» -aunque, hasta ahora, no se había tomado conciencia de ello; pues es justo en este punto donde comienza realmente el relato de la Creación de la Tierra y el Cielo.

Al completar su primera órbita alrededor del Sol, Marduk «volvió entonces a Tiamat, a la que había sometido».
El Señor se detuvo a ver su cuerpo sin vida.
Dividir al monstruo él, entonces, ingeniosamente planeó.
Después, como un mejillón, la desgarró en dos partes.
El mismo Marduk golpeó esta vez al derrotado planeta, partiendo en dos a Tiamat, separándole el «cráneo» o parte superior. Después, otro de los satélites de Marduk, el llamado Viento Norte, se estrelló contra la mitad separada. El fuerte golpe se llevó a esta parte destinada a convertirse en la Tierra- hasta una órbita donde ningún planeta había orbitado antes:
El Señor puso su pie sobre la parte posterior de Tiamat;
con su arma le separó el cráneo;
cercenó los canales de su sangre;
e hizo que el Viento Norte lo llevara
a lugares que habían sido desconocidos.
¡La Tierra había sido creada!

La parte inferior tuvo otra suerte: en la segunda órbita, Marduk golpeó convirtiéndola en pedazos (Fig. 108):
La [otra] mitad la levantó como pantalla para los cielos:
encerrándolos juntos, como vigías los estacionó...
Dobló la cola de Tiamat para formar la Gran Banda como un brazalete.

Los trozos de esta mitad rota fueron repujados hasta convertirlos en un «brazalete» en los cielos, actuando como una pantalla entre los planetas interiores y los exteriores. Se extendieron en una «gran banda». Se había creado el cinturón de asteroides.

Astrónomos y físicos reconocen la existencia de grandes diferencias entre los planetas interiores o «terrestres» (Mercurio, Venus, la Tierra y su Luna, y Marte) y los planetas exteriores (Júpiter, etc.), dos grupos separados por un cinturón de asteroides. También encontramos en la epopeya sumeria el antiquísimo reconocimiento de estos fenómenos.

Pero, además, se nos ofrece por primera vez una explicación cosmogónica-científica coherente de los acontecimientos celestes que llevaron a la desaparición del «planeta perdido» y a la resultante creación del cinturón de asteroides (además de los cometas) y de la Tierra. Después de que Marduk partiera a Tiamat en dos con sus satélites y sus descargas eléctricas, otro satélite le empujó la mitad superior a una nueva órbita, dando origen así a la Tierra; después, Marduk, en su segunda órbita, hizo pedazos la parte inferior y la esparció en una gran banda celeste.

Todos los enigmas que se han mencionado tienen respuesta en «La Epopeya de la Creación», descifrada de este modo. Además, también disponemos de respuesta a la pregunta de por qué los continentes de la Tierra se concentran en uno de sus lados mientras, en el lado opuesto, queda una enorme cavidad (el lecho del Océano Pacífico). Las referencias constantes a las «aguas» de Tiamat son también esclarecedoras. A ella se le llamó el Monstruo del Agua, y esto explicaría por qué la Tierra, como parte de Tiamat, fue dotada también con esta agua. De hecho, algunos estudiosos modernos denominan a la Tierra «Planeta Océano», pues es el único de los planetas conocidos del sistema solar que ha sido bendecido con estas aguas dadoras de vida.

Por novedosas que puedan parecer estas teorías cosmológicas, fueron hechos aceptados por los profetas y sabios cuyas palabras pueblan el Antiguo Testamento. El profeta Isaías recordó «los días de antaño» cuando el poder del Señor «partió a la Altiva, hizo dar vueltas al monstruo del agua, secó las agua de Tehom-Raba»-Llamando al Señor Yahveh «mi rey de antaño», el salmista interpretó en unos cuantos versos la cosmogonía de la epopeya de la Creación. «Por tu poder, las aguas tú dispersaste; al líder de los monstruos del agua quebraste».

Tiamat ha sido desgarrada: su mitad despedazada es el Cielo -el Cinturón de Asteroides; la otra mitad, la Tierra, es empujada a una nueva órbita por el «Viento Norte», uno de los satélites de Marduk. El principal satélite de Tiamat, Kingu, se convierte en la Luna de la Tierra; el resto de satélites componen ahora los cometas.

Y Job rememoraba al Señor celestial cuando hirió a «los esbirros de la Altiva»; y, con una sofisticación agronómica impresionante, ensalzó al Señor, que:
El dosel repujado extendió en el lugar de Tehom,
la Tierra suspendió en el vacío...
Su poder detuvo las aguas,
su energía partió a la Altiva;
su Viento extendió el Brazalete Repujado;
su mano extinguió al sinuoso dragón.
Los expertos bíblicos reconocen ahora que el hebreo Tehom («profundidad del agua») proviene de Tiamat, que Tehom-Raba significa «gran Tiamat», y que la comprensión bíblica de los acontecimientos primitivos se basa en las épicas cosmológicas sumerias. Habría que aclarar también que, por encima de todos estos paralelos, se encuentran los primeros versículos del Libro del Génesis, donde se dice que el Viento del Señor se cernía sobre las aguas de Tehom, y que el relámpago del Señor (Marduk en la versión babilonia) iluminó la oscuridad del espacio al golpear y quebrar a Tiamat, creando a la Tierra y a Rakia (literalmente, «el brazalete repujado»). Esta banda celeste (hasta ahora traducida como «firmamento») recibe el nombre de «el Cielo».

El Libro del Génesis (1:8) afirma explícitamente que es a este «brazalete repujado» a lo que el Señor llamó «cielo» (shamaim). Los textos acadios también denominan a esta zona celeste «el brazalete repujado» (rakkis), y dicen que Marduk extendió la parte inferior de Tiamat hasta que junto los extremos, uniéndolos para formar un gran círculo permanente. Las fuentes sumerias no dejan lugar a dudas cuando hablan del «cielo», en concreto, como algo diferente del concepto general de cielos y espacio. Para ellos, el «cielo» era el cinturó-n de asteroides.

La Tierra y el cinturón de asteroides son «el Cielo y la Tierra» que aparecen tanto en las referencias bíblicas como mesopotámicas, creados cuando Tiamat fue desmembrada por el Señor celeste.

Tras el empujón que le dio a la Tierra el Viento Norte de Marduk para llevarla a su nueva posición celeste, la Tierra obtuvo su propia órbita alrededor del Sol (dando como resultado las estaciones) y recibió su rotación axial (dándonos el día y la noche). Los textos mesopotámicos afirman que una de las tareas de Marduk después de crear la Tierra fue que «asignó [a la Tierra] los días del Sol y estableció los recintos del día y la noche». El concepto bíblico es idéntico:
 dijo Dios:

«Haya Luces en el Cielo repujado,
para dividir entre el Día y la Noche;
y que sean señales celestes
para las Estaciones, para los Días y para los Años».
En la actualidad, los expertos creen que, tras convertirse en un planeta, la Tierra era una esfera ardiente de volcanes en erupción que llenaban la atmósfera de brumas y nubes. Cuando la temperatura descendió, los vapores se convirtieron en agua, separando la faz de la Tierra en tierra seca y océanos.

La quinta tablilla del Enuma Elish, desgraciadamente mutilada, proporciona exactamente la misma información científica. Al describir los chorros de lava como la «saliva» de Tiamat, la epopeya de la Creación sitúa correctamente este fenómeno antes de la formación de la atmósfera, de los océanos de la Tierra y de los continentes. Después de que «las aguas de las nubes se reunieron», se formaron los océanos, y los «fundamentos» de la Tierra -los continentes- se elevaron.

Cuando tuvo lugar «la realización del frío» -la bajada de temperaturas-, aparecieron la lluvia y la niebla. Mientras tanto, la «saliva» seguía manando, «haciendo capas», conformando la topografía de la Tierra.

Una vez más, el paralelismo bíblico es evidente:
Y dijo Dios:

«Que se reúnan las aguas bajo los cielos,
en un lugar, y que aparezca la tierra seca».
Y así fue.

La Tierra, con océanos, continentes y atmósfera, estaba preparada ahora para la formación de montañas, ríos, manantiales y valles. Atribuyendo la totalidad de la Creación al Señor Marduk, el Enuma Elish prosigue la narración:
Poniendo la cabeza de Tiamat [la Tierra] en posición,
él elevó las montañas encima.
Abrió manantiales, y torrentes para sacar el agua.
De los ojos de ella dejó salir el Tigris y el Eufrates.
Con sus ubres formó las altas montañas,
perforó manantiales para pozos, para sacar agua.
En perfecto acuerdo con los descubrimientos actuales, tanto el Libro del Génesis como el Enuma Elish, y otros textos mesopotámicos, sitúan el comienzo de la vida en las aguas, seguido por «criaturas vivientes que bullan» y «aves que vuelen».

No antes de esto aparecieron en la Tierra «criaturas vivientes de cada especie: ganado, cosas reptantes y bestias», culminando con la aparición del Hombre, el último acto de la creación.

Como parte del nuevo orden celeste sobre la Tierra, Marduk «hizo aparecer al divino Luna... nombrándolo para señalar la noche y definir los días cada mes».

¿Quién era este dios celeste? El texto le llama SHESH.KI («dios celeste que protege a la Tierra»). En la epopeya, no existe mención previa de un planeta con este nombre; no obstante, éste dios está «dentro de su (de ella) presión celeste [campo gravitatorio]». ¿Y a quién se refiere ese «su»: a Tiamat o Tierra?

Los papeles de, y las referencias a, Tiamat y la Tierra parecen ser intercambiables. La Tierra es Tiamat reencarnada. De la Luna se dice que es el «protector» de la Tierra; que es exactamente el papel que le asignó Tiamat a Kingu, su satélite jefe. La epopeya de la Creación excluye concretamente a Kingu de la «hueste» de Tiamat que fue destruida y diseminada, poniéndolos en movimiento inverso alrededor del Sol como cometas. Tras completar su primera órbita y volver al escenario de la batalla, Marduk decretó la suerte de Kingu:
Y a Kingu, que había sido el principal entre ellos,
lo hizo encoger;
como al dios DUG.GA.E lo consideró.
Le quitó la Tablilla de los Destinos,
que no era legítimamente suya.
Marduk, por tanto, no destruyó a Kingu. Lo castigó quitándole su órbita independiente, órbita que Tiamat le había concedido cuando creció en tamaño. A pesar de ser encogido, empequeñecido, Kingu siguió siendo un «dios» -un miembro planetario del sistema solar. Sin una órbita, no podía hacer otra cosa que volver a ser satélite. Y nos atrevemos a sugerir que Kingu se fue en compañía de la parte superior de Tiamat cuando éste fue arrojada a su nueva órbita (como el nuevo planeta Tierra). Así pues, creemos que la Luna es Kingu, el antiguo satélite de Tiamat.

Convertido en un duggae celeste, Kingu fue despojado de sus elementos «vitales» -atmósfera, aguas, materiales radiactivos; encogió en tamaño y se convirtió en «una masa de arcilla sin vida». Estos términos sumerios describen a la perfección a la Luna, a su historia, recientemente descubierta, y a la suerte que recayó sobre este satélite que comenzó siendo KIN.GU («gran emisario») y terminó siendo DUG.GA.E («olla de plomo»).

L. W. King (The Seven Tablets of Creation) informó de la existencia de tres fragmentos de una tablilla astronómica-mitológica que ofrecían otra versión de la batalla de Marduk con Tiamat, y en los que había algunos versos que trataban del modo en que Marduk despachó a Kingu. «Kingu, su esposo, con un arma no de guerra cortólas Tablillas del Destino del Kingu cogió en sus manos». En una revisión y traducción posterior del texto, hecha por B. Landesberger (en 1923, en el Archiv für Keilschriftforschung), se demostró que los nombres Kingu/Ensu/Luna eran intercambiables.

Estos textos no sólo confirman nuestra conclusión de que el principal satélite de Tiamat se convirtió en la Luna; también explican los descubrimientos de la NASA referentes a una inmensa colisión en la que «cuerpos celestes del tamaño de grandes ciudades se estrellaron en la Luna». Tanto los descubrimientos de la NASA como el texto descubierto por L. W. King describen a la Luna como «el planeta que quedó desolado».

Se han encontrado también sellos cilindricos que representan la batalla celeste, que muestran a Marduk luchando con una feroz deidad femenina. En una de tales representaciones se ve a Marduk disparando su relámpago a Tiamat, con Kingu, claramente identificado como la Luna, intentando proteger a Tiamat, su creadora.
(Fig. 109)
Esta evidencia gráfica de que la Luna y Kingu eran el mismo satélite se reforzó más tarde con el hecho etimológico de que el nombre del dios SIN, asociado en épocas tardías con la Luna, provenía de SU.EN («señor de la tierra desolada»).

Habiendo dispuesto de Tiamat y de Kingu, Marduk, una vez más, «cruzó los cielos e inspeccionó las regiones». Esta vez, su atención se centró en «la morada de Nudimmud» (Neptuno), para determinar un «destino» final a Gaga, el antiguo satélite de Anshar/Saturno que fue convertido en «emisario» para los demás planetas.

La epopeya nos informa que, como uno de sus últimos actos en los cielos, Marduk asignó a este dios celeste «a un lugar oculto», a una órbita desconocida hasta entonces que daba a «lo profundo» (el espacio exterior), y le confió «la consejería de la Profundidad de las Aguas». En la línea de su nueva posición, el planeta se renombró como US.MI («aquel que muestra el camino»), el planeta más exterior, nuestro Plutón.

Según la epopeya de la Creación, Marduk alardeó en cierto instante diciendo: «Los caminos de los dioses celestes voy a alterar ingeniosamente... en dos grupos se dividirán».

Y, ciertamente, lo hizo. Eliminó de los cielos a la primera pareja-en-la-Creación del Sol, Tiamat. Trajo a la existencia a la Tierra, llevándola a una nueva órbita, más cercana al Sol. Repujó un «brazalete» en los cielos -el cinturón de asteroides que separa al grupo de los planetas interiores del grupo de los planetas exteriores. Convirtió a la mayoría de los satélites de Tiamat en cometas, y a su satélite principal, Kingu, lo puso en órbita alrededor de la Tierra para convertirse en la Luna. Y cambió de lugar un satélite de Saturno, Gaga, para convertirlo en el planeta Plutón, confiriéndole algo de sus propias características orbitales (como la de su plano orbital diferente).

Los enigmas de nuestro sistema solar -las cavidades oceánicas de la Tierra, la devastación de la Luna, las órbitas inversas de los cometas, los misteriosos fenómenos de Plutón- son perfectamente explicables a través de la epopeya de la Creación mesopotámica, si la desciframos del modo en que lo hemos hecho aquí.

Así pues, habiendo «elaborado las posiciones» de los planetas, Marduk tomó para sí la «Posición Nibiru», y «cruzó los cielos e inspeccionó» el nuevo sistema solar. Ahora se componía de doce cuerpos celestes, con doce Grandes Dioses como homólogos.
(Fig. 110)



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