El discurso inaugural de George Washington
George Washington fue el primer Presidente de los Estados Unidos, gracias sobre todo a su papel destacado en la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos. Es considerado por los norteamericanos como el “padre de la Patria”, gran símbolo y el icono norteamericano por excelencia. Este es su discurso inaugural pronunciado en el Senado, en una sesión conjunta de las dos Cámaras, en Nueva York, el 30 de abril de 1789.
Compañeros ciudadanos del Senado y la Cámara de Representantes:
Entre las vicisitudes de la vida, ningún acontecimiento podría haberme llenado más de preocupación que la notificación enviada por mandato vuestro y recibida el día 14 de este mes. Por una parte, fui convocado con veneración y amor por mi país, de un retiro que yo había elegido, en una decisión inexorable y con la mayor satisfacción, como asilo de mi vejez. Este retiro era para mí cada vez más necesario y más grato debido a mis costumbres y a los frecuentes quebrantos de salud que ocasiona el paso del tiempo. Por otra parte, la magnitud y la dificultad de la responsabilidad para la cual mi país me ha llamado, serían suficientes para hacer vacilar incluso al ciudadano más sabio y experimentado. Esto no podría más que abrumar con desaliento a alguien que, al haber heredado dones menores de la naturaleza y carecer de práctica en las tareas de la administración civil, debería ser especialmente consciente de sus propias limitaciones. En este conflicto de emociones, lo único que me atrevo a afirmar es que ha sido mi fiel tarea cumplir con mi deber de apreciar en su justa medida cada una de las circunstancias que guardan relación con esta labor que se me asigna. Todo lo que me atrevo a esperar es que si, al ejecutar esta tarea me viera demasiado influido por gratos recuerdos de sucesos anteriores o por la sensibilidad excesiva respecto de esta prueba trascendental de la confianza que depositan en mí mis conciudadanos; en consecuencia no tuviera en cuenta mi incapacidad para cumplir los pesados y desconocidos deberes que tengo ante mí, ni mi escasa inclinación a ello, mi equivocación sería paliada por los motivos que me inducen a error y sus consecuencias serían juzgadas por mi país con benevolencia por proceder de quien proceden.
Siendo tales los sentimientos con que, en obediencia al llamamiento público, acepto este puesto, sería particularmente inadecuado omitir en este mi primer acto oficial mis fervientes súplicas al Todopoderoso que reina sobre el universo, que preside los consejos de las naciones, y cuya providencial ayuda puede subsanar todos los defectos humanos, para que su bendición pueda consagrar a las libertades y la felicidad del pueblo de Estados Unidos un gobierno instituido por éste para estos propósitos esenciales y para que permita que todos los instrumentos empleados en su administración cumplan con éxito las funciones asignadas al cargo. Al ofrecer este homenaje al Gran Creador de todo el bien privado y público, estoy seguro de que se están expresando vuestros sentimientos al igual que los míos y los de mis conciudadanos. Ningún pueblo puede estar más obligado que el de Estados Unidos a reconocer y adorar su mano invisible, la cual conduce los asuntos de los hombres. Cada paso con el que éstos han avanzado hacia una nación independiente parece haber sido distinguido por la señal de una intervención de la Providencia. Y en la importante revolución reciente del sistema de gobierno unido, las deliberaciones tranquilas y el consentimiento voluntario de tan diversas comunidades que condujeron a este acontecimiento, no se pueden comparar con los medios por los que se han establecido la mayoría de los Estados sin ningún beneficio de gratitud piadosa y sin la modesta expectativa de futuras bendiciones aparentemente presagiadas por el pasado. Estas reflexiones, que derivan de la crisis actual, han arraigado tanto en mi pensamiento que no las puedo omitir. Confío en que vosotros estéis de acuerdo conmigo en que no hay circunstancias más prometedoras para el comienzo de un estado nuevo y libre.
Según el artículo establecido por el Departamento Ejecutivo, es el deber del presidente “someter a vuestra consideración las medidas que estime necesarias y oportunas”. Las circunstancias bajo las cuales nos reunimos me eximirán de tratar este asunto de un modo que comporte algo más que remitir a la Gran Carta Constitucional, la cual define vuestras competencias y designa los temas a los que deberéis dedicar vuestra atención. Sería más coherente en estas circunstancias mucho más acorde con los sentimientos que me mueven, en lugar de recomendar medidas particulares, ofrecer el tributo que merecen el talento, la rectitud y el patriotismo de las personas que han concebido y aprobado dicha Carta. En cumplimiento de estos honrosos deberes, sostengo la firme promesa de que, por una parte, no habrá prejuicios ni compromisos locales, ni opiniones divididas ni intereses partidistas que desvíen la mirada global y equitativa que debe velar por este gran grupo de comunidades e intereses. y por otra, que nuestra política nacional estará fundada sobre los principios puros e inmutables de la moralidad civil. La preeminencia de una nación libre se demostrará mediante todas las cualidades que merezcan el aprecio de sus ciudadanos y el respeto del resto del mundo. Haré hincapié en esta búsqueda con todo el orgullo que me inspira el amor por mi país, puesto que no hay una verdad más fundada que aquella que reza que en la economía y en el curso de la naturaleza existe una unión indisoluble entre la virtud y la felicidad, entre la obligación y la oportunidad, entre las máximas auténticas y honradas de una política magnánima y la sólida recompensa de la felicidad y la prosperidad públicas. No deberíamos estar menos convencidos de que una nación que no observa las leyes eternas del orden y el derecho que el Cielo ha establecido, no puede esperar la sonrisa benévola del propio Cielo. Puede considerarse con fundamento que mantener encendido el fuego sagrado de la libertad y velar por el destino del modelo republicano de gobierno sea, quizá, algo profunda y definitivamente marcado en el experimento confiado al pueblo americano.
Además de los objetivos normales que se os han presentado, por la clase de objeciones que se han instado contra el sistema o por el grado de inquietudes que han dado luz a las mismas, quedará a vuestro juicio decidir hasta qué punto se hace oportuno en este momento el ejercicio de la facultad discrecional consagrada en el artículo quinto de la Constitución. En vez de hacer recomendaciones particulares sobre este asunto, en el que no podría guiarme por luces derivadas de las circunstancias oficiales, pongo de nuevo mi entera confianza en vuestros criterios para la búsqueda del bien general. Porque estoy seguro de que mientras vosotros evitéis cuidadosamente cualquier alteración que pueda suponer un riesgo para las ventajas de un gobierno unido y eficaz, o que tenga que depender de las futuras enseñanzas de la experiencia, la veneración de los derechos fundamentales de los hombres libres y la consideración de la armonía pública serán suficientes para influir en vuestras deliberaciones sobre cómo lo primero puede ser fortalecido de manera irrefutable y lo segundo puede ser promovido de manera segura y ventajosa.
Debo añadir a las observaciones anteriores una dirigida a la Cámara de Representantes. Se refiere a mí mismo, y, por lo tanto, seré lo más breve posible. Cuando tuve el honor de ser llamado por primera vez a servir a mi país, entonces en vísperas de una ardua lucha por sus libertades, la forma en que opté por el cumplimiento de mi deber exigía la renuncia a cualquier compensación monetaria. Desde la toma de esta decisión, mi parecer no ha cambiado, y, por lo tanto, me veo en la obligación de pediros que no me incluyáis en los honorarios personales que debe contemplar una disposición permanente para el departamento ejecutivo. De acuerdo con esto, durante mi mandato, el presupuesto se limitará a los gastos reales que se puedan necesitar para el bien público.
Una vez expresados los sentimientos propios de la ocasión que nos ha reunido, me despido de vosotros no sin antes aludir de nuevo al Padre de todos los hombres para pedirle humildemente que, puesto que Él decidió favorecer al pueblo estadounidense con la oportunidad de deliberar con total completa serenidad, y la de tomar disposiciones para decidir con una unanimidad sin precedentes una forma de gobierno para la seguridad de su unión y el fomento de la felicidad de sus hombres, su bendición divina se manifieste en los amplios puntos de vista, las deliberaciones comedidas y las sabias medidas de las cuales debe depender el éxito de este gobierno.
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