jueves, 9 de abril de 2020

La Civilizacion primordial


Cosmos-Naturaleza-Hombre – Jóvenes Construyendo

La Civilizacion primordial

«Frente al país de los celtas y en el océano que lo circunda hay, hacia el Norte, una isla que no es menor que Sicilia. Sus habitantes se llaman los hiperbóreos, pues viven más allá de donde soplan los vientos del Norte. En la isla hay una magnífica arboleda dedicada al dios del Sol, y un extraño templo de forma circular.»
(Manifiesto de Hecateo, debido a Diodoro)

Al emprender el presente estudio sobre las edades y ciclos cósmicos, partí del renovado interés de la moderna astrofísica por el comportamiento del tiempo, tema que abarca incontables disciplinas (principalmente la metafísica, pero también la filosofía, la religión, la arqueología, la astronomía, la geología, y muchas otras) y un misterio cuya solución, aun cuando sólo fuera parcial, podría ayudarnos a desentrañar la casi totalidad de los grandes enigmas que intrigan a la ciencia desde que ésta empezó a interesarse de nuevo por ellos.
Al respecto, un enigma que no pertenece al terreno de la astrofísica, pero que para mí es tan importante como los anteriores, es el hecho de que las antiguas civilizaciones estuvieran perfectamente al tanto de que el tiempo se desarrolla en forma circular. Lo cual nos plantea el primer y más importante problema relacionado con el tema: a saber, ¿cómo fueron capaces estas civilizaciones de conocer además, por ejemplo, la relatividad espacio-temporal o la expansión actual del Universo, siendo así que la creencia general, sobre todo en los países “avanzados”, es que los antiguos eran gente ignorante y supersticiosa, y ello pese a que muchos otros datos históricos y científicos contenidos en antiguos tratados y escrituras religiosas han sido ampliamente corroborados por la propia ciencia?
Ya en la introducción he sugerido que las numerosas correspondencias y analogías entre tradiciones muy diversas, así como la universalidad de ciertos conocimientos esotéricos, pueden explicarse sólo si se admite un origen común a todos ellos; y en el capítulo precedente he reseñado ampliamente las incontables coincidencias existentes en materia de edades y ciclos entre diferentes tradiciones, elementos todos ellos cuyo estudio, junto con el de ciertas formas arquetípicas universales, podría ayudarnos a rastrear tal origen.
Así, pues, con miras a este propósito, iniciaremos el estudio por el esquema de siete eras o “Mundos”, tierras que se manifiestan en forma sucesiva o cronológica pero que presentan una connotación que es a la vez, y principalmente, espacial. Lo cual se aprecia fácilmente en las correspondencias existentes, por ejemplo, con los siete dvipas o “continentes” (literalmente, “islas”) de la tradición hindú, regiones que se manifiestan consecutivamente sin que por ello dejen de existir las otras seis, las cuales permanecen, por decirlo así, en estado latente. (Una interesante analogía puede ayudarnos a aclarar este punto: dentro del ciclo de renovación celular del organismo humano, que en conjunto se desarrolla a lo largo de siete años, no todas las células nacen al comienzo de ese ciclo ni mueren al cabo de él sino que, principalmente debido a sus diversas duraciones, algunas lo hacen mientras otras esperan su turno para aparecer.)
También he señalado otra connotación muy importante: ésta con la estrella Polar, sugerida por la tradición islámica, que hace referencia a siete Qutbs o “Polos” que habrían regido siete cielos sucesivos. Es obvio que con ella se relaciona la tradición citada por el historiador Beroso —a quien me he referido en el capítulo anterior— según la cual, varias generaciones antes del diluvio —que sería el mesopotámico, hacia el 4000 a.C. —, surgieron del mar siete seres de gran sabiduría, «animales dotados de razón», el primero de los cuales fue Oannes, el Noé babilónico, instructor del pueblo. El precedente más antiguo de esta tradición, que en realidad es 2,000 ó 4,000 años anterior, serían unos sellos cilíndricos asirios de entre 1000 y 800 a.C., posiblemente asociados a la constelación de la Osa Menor; con lo que parece que vamos llegando a alguna parte, pues estos mismos sabios se encuentran en Egipto: son los siete sabios de la diosa Mehurt, o Hetep-sekhus, que salieron del agua y, como halcones, subieron al cielo para presidir el saber y las letras junto a Toth, que cuenta las estrellas y mide y numera la Tierra. Ahora bien, Toth, o Hermes, es el «salvador de los conocimientos existentes hasta antes del cataclismo»; a veces se le identifica con Enoch, a quien se equipara a su vez con Tenoch, fundador de Tenochtitlán, deificado por su pueblo; y por otro lado, ambos, Enoch y Tenoch, se supone que fueron progenitores o pobladores de la Tierra, a semejanza de Brahma, Abraham, los distintos Manus, etc. En fin, se dice que los siete sabios egipcios representan a la Osa Mayor. Y por lo demás, se considera muy probable que las siete estrellas mencionadas al comienzo del Apocalipsis de San Juan (I, 16 y 20) representen igualmente a dicha constelación.
Me referiré ahora al “sapta-rksha” de la tradición hindú, término sánscrito que significa “siete osos”, aunque “rksha” significa también “estrella”, “luz”, y “sapta-rksha” podría traducirse entonces como “la morada de los siete rishis o sabios”, las siete “luces” por las cuales se transmitió al ciclo actual la sabiduría de los ciclos precedentes. Pues bien, el hecho de que dicho término ya no se aplicara luego a la Osa Mayor sino a las Pléyades, también siete, consideradas como divinidades por diversos pueblos —como por ejemplo los incas—, indica, según Guénon, que en determinada época la tradición fue transferida de una constelación polar a una zodiacal; y aquí se tiene otra clave que nos va acercando a la solución del problema. Pero en cualquier caso, está bastante claro que lo que se designa como los siete “Polos” o “Tierras” sucesivos son las siete estrellas de la Osa Mayor, a las que en determinada época la proyección del eje polar terrestre habría apuntado sucesivamente a medida que el período de precesión de los equinoccios progresaba en su curso circular, y con lo cual determinadas regiones de la Tierra, o dvipas, se habrían visto particularmente favorecidas. Un ejemplo nos ayudará a comprender mejor esto último: hace unos 13,000 años, la posición del Polo Norte celeste era ocupada por Vega, y lo mismo ocurrirá dentro de 13,000 años; en este momento dicha posición la ocupa Polaris, si bien en la actualidad, debido a la mayor inclinación del eje terrestre, el recorrido atraviesa las estrellas de la Osa Menor.
Continuando con nuestro derrotero, que idealmente ha de llevarnos hasta el origen último de la doctrina, me ocuparé ahora del otro gran esquema: el ciclo cuaternario, sensiblemente más frecuente y cuya índole es eminentemente temporal, aunque también presente correspondencias espaciales, fundamentalmente con los cuatro puntos cardinales. Omnipresente en nuestro estudio, la principal de sus características es su duración variable. Y es que se trata de un ciclo que aparece en todos los órdenes de existencia, desde la manifestación universal total hasta la de cualquier pueblo o civilización histórica, cada cual con su propia cronología y su propio punto de partida.
Uno de los ejemplos más conocidos entre estas últimas aplicaciones particulares es el famoso sueño interpretado por el profeta Daniel (2, 1 y ss), que él refiere a cuatro civilizaciones a las que identifica con las tradicionales edades de Oro, Plata, Bronce y Hierro (en realidad son cinco, pero la última es irrelevante). Sin embargo, sería posible encontrar muchos otros ejemplos por el estilo, en todos los cuales se tratará de ciclos de naturaleza descendente, en los que cada etapa es esencialmente peor que la anterior, si bien sólo la tradición hindú, la única que ha recibido intacto el conocimiento primordial desde el centro original, ha conservado el de la proporción en que decrecen las duraciones respectivas, sea cualquiera la duración total del ciclo en cuestión.
Este hecho conlleva una conclusión adicional: a saber, si la duración del último período de la serie cuaternaria es, por definición, igual a una décima parte de la duración total, es obvio que dicho período puede subdividirse en otras cuatro edades que sigan la misma proporción (y, de hecho, no sólo el último período, sino cualquiera de los cuatro). Por ejemplo, si el Kali-yuga tiene realmente una duración efectiva de 5,184 años comunes, o un décimo de 51,840 años comunes, es posible suponer que a su vez consista, siempre siguiendo las correspondientes proporciones, en cuatro períodos cuyas duraciones respectivas serán aproximadamente 2,074, 1,555, 1,037 y 518 años. En otras palabras hablamos de verdaderos ciclos dentro de ciclos, por lo que cabe referirse, digamos, al kali-yuga del actual Kali-yuga, es decir, la etapa más sombría de la actual Edad Sombría. Naturalmente, esta es una hipótesis que debe demostrarse, y en los próximos capítulos dedicaré mi mayor esfuerzo a ello. Mientras tanto, haré frente a la objeción que usualmente se presenta con respecto a la doctrina en su conjunto: a saber, si no se tratará de simples especulaciones “numerológicas”, pues, ¿no eran los antiguos tan ignorantes que apenas poseían algunos conocimientos técnicos rudimentarios?
Sin referirme todavía a la posibilidad de que en épocas remotas hayan desaparecido civilizaciones enteras sin dejar rastro alguno, trataré, en lo que sigue, de refutar dicha objeción: simplemente, demostraré que las antiguas culturas poseían, entre otros conocimientos científicos muy avanzados, uno muy preciso de la cronología y el cómputo del calendario, tal vez nacido del gusto por la observación grandiosa de los astros en el caso de las civilizaciones egipcia y babilónica, y, en particular entre los hindúes y los mayas, por la exacta medición de enormes transcursos de tiempo. Más aún, veremos que los antiguos poseían conocimientos tan avanzados en matemáticas y astronomía que sólo recientemente, tras largos milenios de oscuridad, han podido ser igualados o superados… y ello no siempre.
Tal es el caso, por ejemplo, de la India, que estaba tan adelantada en sus conocimientos de astronomía que llegó a convertirse en la meta de los buscadores de sabiduría. Un antiquísimo jyotisha, el Brahma-gupta, trata, entre otros, temas como el movimiento de los planetas alrededor del Sol, la oblicuidad de la eclíptica, la forma esférica de la Tierra, la luz reflejada de la Luna, la revolución de la Tierra en torno a su eje, la presencia de estrellas en la Vía Láctea, la ley de gravedad... todo lo cual no vería la luz en Europa sino a partir de Copérnico y Newton.
A su vez, el Surya-siddhanta nos informa que la Tierra, un globo que se desplaza por el espacio, tiene un diámetro cuya longitud equivale a 12,617 kilómetros actuales, un valor muy cercano al calculado en nuestros días.
Ahora bien, pese a la existencia de avanzadísimas concepciones sobre la dislocación espacio–temporal y sobre la actual expansión del Universo, los datos referentes al período de precesión de los equinoccios parecen haber sido disfrazados por medio de un peculiar lenguaje simbólico, aun cuando una cuidadosa inspección de ciertos textos —por ejemplo, el Bhagavata Purana 5, 21:4— nos permita discernir su duración en forma aproximada. Pero sea como fuere, ya he dicho que fue probablemente en la India donde Hiparco obtuvo su conocimiento de este fenómeno, del mismo modo que Aristarco de Samos recibió uno mucho menos sofisticado pero que escandalizó a sus contemporáneos, aunque fuera compartido por otros filósofos como Zenón de Elea, Anaxágoras y Demócrito: el de la esfericidad de la Tierra y su desplazamiento junto con los demás planetas alrededor del Sol.
En cuanto a Demócrito, lo más probable es que el origen de su famosa teoría atomística haya que buscarlo también en la India, en el “sistema filosófico” Vaisheshika del legendario sabio Kanada.
Pero mucho antes de que los mismos griegos surgieran a la historia, parece ser que en el antiguo Egipto se conocía todo esto, o poco menos. Un manuscrito de un tal Abdul Hassan Ma’sudi, conservado en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, informa por ejemplo que «Surid, rey de Egipto antes del gran diluvio, hizo construir las pirámides y mandó a sus sacerdotes depositar en ellas los conocimientos de la ciencia y la sabiduría», y que «en la mayor se consignaran los datos relativos a las esferas y sus posiciones y ciclos, a fin de perpetuarlos».
En conexión con esto, es un hecho comprobado que la pirámide de Kéops contenía tanto el conocimiento del valor de pi —dado por la suma de sus cuatro lados dividida por el doble de su altura— como el del número áureo, 1.618 —obtenido mediante la división de la superficie de su base por la superficie lateral y la de ésta por la superficie total— además de muchos otros datos, como la distancia media al Sol, etc.
Además, en Egipto se predecían los eclipses y se desarrolló un calendario agrícola tan avanzado que anunciaba el momento exacto de las inundaciones del Nilo. Todo esto convirtió a este país, como a la India, en meta de los buscadores de conocimiento. Según Diógenes Laercio, fue allí donde los filósofos griegos Thales y Demócrito aprendieron geometría y astronomía, y por su parte Porfirio, en su Vida de Pitágoras, insiste en el origen egipcio de las ideas de Thales de Mileto y, por tanto, de Pitágoras. En cuanto a éste, parece ser que su famoso teorema era de uso común en Egipto ya en el 2500 a.C.
Sin embargo, fue con seguridad en Babilonia, según investigaciones recientes, donde dicho teorema se conoció no sólo en su utilización práctica sino además en su formulación teórica por lo menos desde el 2000 a.C., y cabe aún la posibilidad de que este conocimiento se remonte a los antiguos sumerios, lo que de hecho lo situaría en épocas prehistóricas. Como sea, se dice que los babilonios inventaron el círculo dividido en 360 grados, aunque este “invento” parece haberse hecho en muchas partes y en épocas distintas. Lo que sí es seguro es que, al igual que los egipcios, los babilonios establecieron un calendario agrícola exacto que predecía no sólo las inundaciones sino también los eclipses, todo lo cual hizo de Babilonia, como de Egipto y la India, un gran centro irradiador de cultura.
Por lo que se refiere a la China, un solo ejemplo bastará para mostrar el grado de adelanto que alcanzó desde muy antiguo en el campo de la astronomía: Un manuscrito arcaico describe, en el peculiar estilo poético chino, un encuentro “inarmónico” entre el Sol y la Luna en Fang, una parte del cielo de la China que correspondería a cuatro estrellas de la constelación de Escorpión. ¡Pues bien, cálculos efectuados por astrónomos contemporáneos han revelado que este eclipse ocurrió el 22 de octubre del año 2137 a.C., o sea hace más de 4,000 años!
Pasemos a este lado del mundo, donde es posible ver restos de imponentes pirámides cuyos constructores, los antiguos mayas, desarrollaron un calendario tan preciso que establecía el año de 365.2422 días, mucho más exacto que el juliano de 365.2500 días e incluso que el gregoriano de 365.2425 días, en uso hasta hoy. Los mayas desarrollaron asimismo un sistema de numeración basado en la posición de los valores, sistema cuyo empleo no se haría general en Europa sino a partir del siglo XIV, y que implicaba la concepción y el uso del cero.
En cuanto a los toltecas y aztecas, grandes constructores de pirámides, y los misteriosos teotihuacanos y olmecas, muy anteriores a aquellos, ya he señalado que parecen haber sido los primeros en desarrollar una astronomía avanzadísima y un calendario preciso; probablemente tan preciso como el de los incas, que era a la vez astronómico y agrícola y tan sofisticado, que incorporaba los ciclos biológicos de algunas plantas y animales. Por lo demás, huelga decir que todas estas culturas determinaron con gran precisión las fechas de los equinoccios y solsticios; lo hacían, por ejemplo, en el sur del Perú, el conjunto preincaico de las misteriosas “líneas de Nazca”, considerado el calendario astronómico más grande del mundo, y el monolito incaico conocido como Intihuatana (“la piedra que ata al Sol”), un reloj o instrumento astronómico que se conserva en el punto más alto de la ciudadela de Machu Picchu, cerca del Cusco.
Otros testigos del gran adelanto alcanzado en todo el mundo desde épocas remotas pueden verse aún en las ruinas de antiguas ciudades cuya existencia era legendaria o desconocida, como por ejemplo Mohenho-Daro y Harappa en la India, tan avanzadas que sus calles tenían canalizaciones y sus casas cuartos de baño, y un hecho significativo: sus habitantes parecen no haber empleado armas ofensivas de ninguna clase. Aquí también se hallaron misteriosas inscripciones grabadas que aún pueden verse en Mesopotamia y, por su parte, en esta región fue desenterrada, en un profundo estrato sumerio correspondiente al 3000 a.C. o antes, una figurilla de Shiva meditando en posición yóguica, idéntica a otra encontrada en las ruinas de la ciudadela de Mohenho-daro, obviamente indicando que fue fabricada antes de esa fecha. Estos hallazgos no sólo sugieren que ya en épocas muy remotas había vínculos entre ambas civilizaciones, sino como sostienen algunos, yendo aun más lejos, que la civilización sumeria provenía de aquella ciudad-estado, la cual, de hecho, sería mucho más antigua de lo que se acepta oficialmente.
Existen, incluso, vestigios de una extensísima civilización que habría abarcado todo el Norte de Europa, desde Irlanda y Britania hasta los países escandinavos, y que se remontaría al 9000 a.C. Es probablemente de ella de donde descendieron los constructores de los grandiosos observatorios de piedra de Stonehenge en Inglaterra y de Carnac en Francia, así como del gigantesco círculo zodiacal de Glastonbury, en Inglaterra, de 30 millas de circunferencia, el cual dataría del 3000 a.C. Análisis modernos han demostrado que tales constructores, además de poseer conocimientos astronómicos avanzadísimos, eran grandes geómetras que conocían, por ejemplo, que un triángulo cuyos lados sean proporcionales a 3, 4 y 5 contendrá siempre un ángulo recto, propiedad cuyo descubrimiento se atribuye a Pitágoras (formulador del famoso teorema) pero que, en justicia, habría que atribuir a ellos; asimismo, se sabe que, mediante un método que no por ser simple deja de ser avanzadísimo, eran capaces de trazar inmensos círculos casi perfectos.
De la existencia de éstos y otros enigmáticos vestigios, algunos autores han inferido que algunas de las culturas históricas posteriores, como la sumeria y la egipcia en el Viejo Mundo, y la maya y la azteca en el Nuevo, estaban en sus respectivas épocas de florecimiento, y tras la desaparición de alguna civilización tecnológica de la que ya nada se conoce, descendiendo y no subiendo la escalera de la civilización en el mundo. Noción que se ha visto reforzada por el descubrimiento de ciertos documentos —incluyendo el célebre mapa de Piri-Reis, que muestra características de hace 12,000 – 13,000 años, con la costa de la Antártida libre de hielo, y ríos y montañas en la tierra de la Reina Maud, así como el nivel del océano más bajo que en la actualidad; el mapa de Zenón, que muestra a Groenlandia libre de hielo, tal como lo estaba hace 14,000 años; el de Hadji Hamed, en el que se ve el puente de tierra de la Era glacial entre Alaska y Siberia; el de Finaens, que muestra el mar de Ross tal como era hace 6,000 años, etc.— así como por las referencias a remotos cataclismos que al extinguir pueblos enteros, incluso civilizaciones, habrían causado un retroceso en la cultura hasta diversos grados de barbarie. Tal sería el caso, por ejemplo, del Diluvio bíblico, que habría que situar entre el 8000 y el 10000 a.C., y el de la destrucción de Sodoma y Gomorra, que se supone ocurrió alrededor del 3000 a.C., para no mencionar sino dos de los ejemplos más conocidos y capaces de crear condiciones como las descritas. Luego se habría producido un lento y penoso progreso material de la humanidad hacia la actual civilización, la cual ya no recuerda nada de aquélla, y cuyo ocaso e inminente desaparición predicen a su vez muchos estudiosos actualmente.
¿Dónde podía hallarse el origen común de todas estas misteriosas culturas? A riesgo de decepcionar a los miles de partidarios de la Atlántida, señalaré de inmediato que no pudo ser en esa famosa isla-continente. Pues aunque se han esgrimido un cúmulo de pruebas en favor de su existencia, principalmente en los varios miles de libros escritos acerca del tema a través de los años, una cuidadosa consideración de la información existente, en particular del marco temporal involucrado, demuestra que la Atlántida fue a lo sumo un centro secundario que irradió, como muchos otros centros irradiadores de cultura del mundo en diferentes épocas, en un momento en que el actual Manvantara estaba ya muy avanzado, es decir, cuando la tradición primordial, de carácter polar y centrada por tanto en la Osa Mayor, había cambiado ya a zodiacal, orientada a las Pléyades — hecho que cobra especial relevancia si recordamos que las Pléyades eran hijas de Atlas y que fueron llamadas, a causa de ello, las “Atlántidas”.
Por otro lado, no cabe duda alguna de que la civilización atlante existió. Tal vez la mejor prueba de ello la proporcionen los incontables nombres que han perdurado a un lado y al otro del Atlántico y que se derivarían de una misma fuente, como por ejemplo Aztlán, isla mítica que los aztecas reclamaban como su patria de origen (y, curiosamente, Atl es el nombre dado al agua tanto en el antiguo México como en los países semíticos) y muchísimos otros.
Otra prueba la constituiría lo que se ha dado en llamar la gran paradoja del antiguo Egipto, que parece haber pasado, ya a partir del Imperio Antiguo, de una simple unión de clanes protohistóricos a una civilización refinadísima capaz de construir inmensas pirámides —inmenso logro que favorece la hipótesis de que procediera de otra parte del mundo, que no sería otra que la Atlántida.
Sin embargo, es precisamente a raíz del catastrófico hundimiento de las isla-continente que se habría producido el diluvio bíblico, lo cual, al situar ambos acontecimientos en la misma época, haría de aquélla un lugar aun más improbable como origen cultural común de la humanidad actual, tanto más cuanto que, según ciertos datos tradicionales, su duración no habría excedido un “gran año”, entendido como la mitad de un período precesional.
Así, pues, para hallar el centro supremo deberemos olvidarnos de los centros secundarios y relativamente recientes y remontarnos al comienzo mismo del presente Manvantara, a la época regida por el Manu Vaivasvata de la tradición hindú, padre de la humanidad actual, a la que el avatara Matsya, el pez, prefiguración del Oannes babilonio, habría salvado del gran diluvio «que cubrió los tres mundos». Tal época sería anterior a la del diluvio bíblico en al menos 40,000 años y se remontaría por tanto a los tiempos de la Tula Hiperbórea, situada en el Polo Norte, allí donde, en palabras de Homero, están «las revoluciones del Sol», hogar del Apolo céltico o hiperbóreo; un lugar de delicias evocado por numerosas tradiciones, incluso por la china, donde la estrella polar, y en general la Osa Mayor, “la cigüeña”, tienen un papel importantísimo; pero principalmente por todas las de origen indoeuropeo, y que sería el antecedente más remoto del Jardín del Edén de la tradición judeocristiana.
Que el Jardín del Edén tuvo como más remoto antecedente a la Tula Hiperbórea lo prueba a su vez el hecho de que todavía en el Medioevo europeo se representara como un jardín paradisíaco ubicado en la cima de una montaña inaccesible rodeada por el mar —imagen de la Tierra que es antiquísima y que a través de la historia se encuentra por todas partes del mundo, incluso en los mapas de Mercator, donde el océano está dibujado como un torrente que, a través de cuatro embocaduras, se precipita en el Golfo Polar nórdico para ser absorbido por las entrañas de la Tierra y en el que el propio Polo, el centro supremo, está figurado por un negro peñasco que se eleva hasta una altura prodigiosa.
Ahora bien, el hecho de que en muchos casos este centro haya sido representado por una caverna, una isla, una ciudadela, un palacio, un templo o una pirámide, indica tan sólo que posteriormente se quiso recordar, por medio de imágenes secundarias, el centro primordial por excelencia: me refiero al monte Meru de los hindúes, descrito por el Surya-siddhanta como una pequeña montaña situada en el Polo Norte, y un prototipo que ha perdurado principalmente en las montañas sagradas del Asia Central —consideradas por muchos como la cuna de la humanidad— con nombres como Sumer, Sumber o Sumur, claramente idénticos a la palabra sánscrita Sumeru. Mencionaré, de paso, que si el paraíso bíblico se considera tradicionalmente situado en esa región es porque se trata de una tradición posterior y secundaria con relación a la hiperbórea, aparte de que las referencias al paraíso por parte del Génesis son esencialmente simbólicas y, por cierto, supeditadas al ámbito de la región en la que el libro fue recopilado. Por otro lado, el hecho de que todas estas representaciones hayan dado origen, entre los diferentes pueblos, a bellísimas y evocadoras leyendas no revela sino la intención de mantener vivo, a través de los siglos, el recuerdo de dicho centro supremo.
Tal es el caso, entre los celtas, de la mítica isla de Avalon de las leyendas del rey Arturo, imagen emblemática del rey perfecto cuyos caballeros, en número de doce, tenían reservados doce sitios —representación usual de las doce constelaciones— alrededor de una mesa redonda cuyo centro, en tanto que símbolo del centro supremo, estaba reservado para ser ocupado por el Santo Grial, a su vez símbolo del conocimiento perfecto o, más bien, del lugar donde éste se guarda intacto a través de las vicisitudes por las que atraviesa un ciclo completo de humanidad, tal como ocurre, por ejemplo, con el soma entre los hindúes y con el elíxir de los dioses entre los griegos.
Por lo demás, es evidente que sólo en uno de los dos Polos pudieron darse las condiciones ideales como para hacer posible una “eterna primavera”, la estación que preside durante toda la Edad de Oro.1 Y en efecto, en Bhagavata Purana 5, 20:30 se describe el Sol desplazándose durante todo el año, y no sólo durante una parte de él como en la actualidad, en trayectoria circular por encima del horizonte y alrededor del Monte Meru, imagen arquetípica del centro original. Éste, a su vez, se sitúa en medio del Bhu-mandala, que es una antiquísima representación esquemática de la Tierra (y probablemente del sistema solar, la galaxia y el universo entero) conformada por seis anillos concéntricos separados por mares, los cuales, al rodear dicho centro, constituyen en conjunto los siete dvipas, “islas” o continentes, de la tradición hindú. Todo lo cual nos remontaría, en definitiva, a una época en la que el plano de la eclíptica, el ecuador y el horizonte de la Tierra parecen haber coincidido en forma aproximada, hace tal vez alrededor de 50,000 años, cuando la órbita de nuestro planeta era más circular y su eje no estaba tan inclinado como hoy.1
Naturalmente, soy consciente de que esta hipótesis suscita más dificultades de las que resuelve, dificultades de las que no es la menor el hecho de que en la época así fijada la región polar septentrional se hallara con toda probabilidad cubierta por una espesa capa de hielo, situación que no concuerda con las condiciones que deben reinar en un “paraíso”; aun así, de acuerdo con René Guénon, ciertos datos tradicionales indican que la inclinación del eje terrestre no ha existido siempre, sino que sería consecuencia de lo que se conoce como “caída del hombre”;2 esta circunstancia, si bien es sumamente improbable que se haya dado en la época en cuestión, resolvería sin más el problema.
Aun otra posible solución consistiría en hacer retroceder la época hiperbórea a hace más de 100,000 años, es decir, dos veces la duración conjunta de dos períodos precesionales (2 x 51,840 años), y ello en virtud de las analogías existentes con el Día y la Noche de Brahma, que parecen darse para ciclos de todos los órdenes y que serían por tanto perfectamente aplicables al caso. Aun así, la ciencia nos priva de esta posibilidad, pues parece ser que por entonces ya había comenzado la última glaciación, la de Wurm (hace 130,000 años), lo cual nos obligaría a remontarnos a la anterior, la de Riss —la cual se habría extendido entre 230,000 y 180,000 años atrás— y al prolongado período interglacial que le sucedió, de unos 50,000 años (entre el 180,000 y el 130,000 a.C.): aquí sí parecen encajar los hechos, pues esta época, en la que habrían prevalecido condiciones muy favorables (tal vez la inclinación del eje terrestre sería nula, y su oscilación mínima), corresponde aproximadamente a la de la aparición del hombre de Neanderthal y, en otro orden de cosas, al solsticio de invierno y, sobre todo, al Norte dentro de la correspondencia analógica con las cuatro estaciones del año, así como al Apolo hiperbóreo, a la raza blanca y, entre los elementos, al agua.
Por cierto que en este caso la “caída” no sería la de Adán y Eva sino la del propio Lucifer, como lo testimonia el famoso pasaje bíblico de Isaías.3 Todo ello en contraposición a la época que podemos llamar “adámica”, la cual correspondería a la aparición del hombre de Cromagnon y, en el orden analógico respectivo, al equinoccio de otoño y al Oeste, así como a la raza roja y al elemento tierra; en todo lo cual entran consideraciones incluso lingüísticas, pues la palabra Adam se relaciona con ambos significados, “tierra” y “rojo”. Sin embargo, abordar cuestiones tan diversas requeriría de un estudio muy profundo; para empezar, con este particular enfoque nos estaríamos saliendo de los límites temporales del actual Manvantara, que he fijado en 51,840 años comunes, y de la esfera del hombre moderno, que no considero “pariente” del Neanderthal sino del Cromagnon; y no hay que perder de vista que algunos científicos sitúan hace unos 40,000 ó 50,000 años, y probablemente en Asia Central, la aparición de las primeras tribus organizadas, lo que coincide incluso con la exégesis bíblica ya mencionada.
Pues bien, he de reconocer que es en extremo difícil resolver estas cuestiones en forma definitiva, como lo es asimismo asegurar que mi cálculo de la duración total del Manvantara sea exacto. No olvidemos que, según Guénon, tal duración sería no de 51,840 años (o 12,960 x 4) sino más bien de 64,800 años (12,960 x 5), y yo no puedo, ni mucho menos, competir con él en cuanto a conocimiento de estos temas, como tampoco pretender establecer con certeza absoluta el punto de partida de la tradición hiperbórea en la fecha que he señalado, algo que él, que yo sepa, tampoco intentó siquiera, como tampoco intentó nunca seguir en retrospectiva, punto por punto, su derrotero hasta una fecha cualquiera. En cuanto a predecir acontecimientos futuros en una forma específica, es algo a lo que siempre mostró aversión, para no mencionar el hecho de fijarles alguna fecha. Lo que quiero decir, en suma, es que nada asegura que mis cálculos no estén en todo o en parte errados, y si los he efectuado —y, para tal caso, si he emprendido este trabajo en su conjunto— es porque sentí que era el momento oportuno para ello, incluso contraviniendo ciertos preceptos de las doctrinas esotéricas que no alientan en absoluto este tipo de especulaciones. Pero en cualquier caso, será la recapitulación que haga en los próximos capítulos la que se encargará de establecer en qué medida son válidos los datos y cifras que he considerado sobre todo a partir del capítulo 3, tanto en mi determinación de la duración del actual Manvantara en su conjunto como en la de sus fechas de inicio y de término.


NOTAS

1 A fin de simplificar, no he considerado la posibilidad de que el centro primordial estuviera en el Polo Sur. Sin embargo, constituye una opción tan válida como el Polo Norte e incluso, por razones tanto astronómicas como histórico-geográficas, una más factible: para empezar, astronómicamente no existe diferencia alguna entre “arriba” y “abajo”; se sabe que el polo magnético se ha invertido varias veces en el pasado, e incluso se habla de un vuelco del eje terrestre coincidente, entre paréntesis, con la “caída” del hombre. Por otro lado, se sabe que la Antártida fue un lugar paradisíaco, y su forma, aun hoy que está casi totalmente cubierta por el hielo, es prácticamente idéntica a la de Asgard, la morada de los dioses escandinavos. Pero todo esto plantea nuevas y obvias dificultades que no es posible abordar aquí.

2 RENE GUENON: Formas tradicionales y ciclos cósmicos, op. cit., p. 30.

3 Isaías 14: 12-15: “¿Cómo caíste del cielo, ¡Oh Lucero!, hijo de la mañana? [...] ¿Tú que decías en tu corazón [...]: Me sentaré sobre el monte del Testimonio, al lado del Septentrión?”

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