domingo, 29 de mayo de 2022

LOS INICIADOS DEL SOL




LOS INICIADOS DEL SOL

 Como hemos venido publicando, no solo los Templarios fueron benefactores del culto al Sol, sino que también lo era María Magdalena, y muchos precristianos que seguían el culto a Isis, que también no fue ajeno a los Templarios iniciados. Algunos se preguntarán porque hablamos de esto aquí... la respuesta es clara: Como poder entender a los templarios, sino abordamos cuestiones de Fe que la Orden mantenía secreta, como el culto al Sol, la influencia de Egipto y su religión en la Orden o el culto a Mitra entre otros. Es como querer entender el verdadero mensaje de Jesus, mientras al mismo tiempo creer que Maria Magdalena era una prostituta. Aquí no abordamos la historia oficial, para eso hay cientos de paginas y libros de historia, aquí abordamos la versión de los hechos que no están claros, los que necesitan estudio y debate, aunque a muchos esto le genere picazón. Hay muchas cosas que aquí no podemos contarles, pero si podemos darle el empujón inicial para que sean buscadores y guiarlos por donde buscar. Como dice un viejo refrán, la puerta se abre tanto de un lado como del otro, para entrar y salir es la misma.- "Solo existen dos días en el año en los que nada puede ser hecho. Uno se llama Ayer y el otro Mañana. Por lo tanto Hoy es el día Ideal para Amar, Crecer y principalmente Vivir" Dalai Lama. y mi favorita que tiene que ver con esta pagina: "Todas las religiones tienen una base común. Solo se diferencian en la manera de presentar sus dogmas y principios". Krumm Heller 

LOS INICIADOS DEL SOL 



Parte 2 AKENATÓN: «ALEGRÍA DEL SOL» La creencia de los mundos griego y romano, que veían en Egipto la cuna de la ciencia hermética, ha persistido hasta nuestros días. Aún hoy, sólo las palabras obelisco y pirámide evocan para nosotros los más impenetrables misterios. No es de extrañar, por lo tanto, que rosacrucianos y francmasones se rodeen de símbolos y de jeroglíficos que evocan la tierra de los faraones. Sin embargo, aparte el hecho de que aquella comarca bendecida por los dioses se hubiese encontrado en las avanzadillas de la historia de la Humanidad, ¿cuál es el atractivo de aquella civilización desaparecida, en la era de la conquista del espacio? Muy sencillamente, el desconocimiento en que estamos de su origen. Desde luego, podríamos interrogar a doctos egiptólogos, pero, tranqui- licémonos. Sobre el origen de aquella extraordinaria civilización, no saben más que el común de los mortales... A ver quién establece una cronología seria para las cuatro primeras dinastías faraónicas, es decir, el período arcaico del Imperio Antiguo. ¡Aviado estaría! Del mismo modo, miles de turistas ya pueden «ametrallar» con gran refuerzo de películas fotográficas la inmemorial meseta de Gizeh. ¿Quién creería por esto que las pirámides y la Esfinge iban a revelar su anti- guo secreto? Hablemos en serio y fijémonos mejor en la única realidad que con- taba verdaderamente en aquel tiempo: la religión y los mitos que la rodeaban. Esta realidad nos enseña que Egipto es incontestablemente la patria del culto solar. Es él, el Sol, quien se levanta al Este con el nombre de Horus y que se pone al Oeste con el de Atón, de Tum o bien de Aw. Tomamos contacto aquí, en el marco del antiguo Egipto, con «la mi- sión civilizadora» de todo un pueblo. Cada pueblo, en efecto, recibe tradicionalmente una «misión histó- rica»: los «guías espirituales», Hermes Trismegisto en este caso, son sus luces visibles. Es, sin duda, Hermes, el «tres veces grande», quien se hizo cargo de la «misión» de Egipto, por citar una expresión grata al esoterista Saint-Yves d'Alveydre. Quién nos explicará de otro modo el nacimiento en Egipto del concepto infinitamente más sutil de «Sol invisible», de «Sol negro», con- siderado como el «Sol nocturno» en su carrera elíptica inaccesible a nuestras investigaciones, el modelo de las evoluciones misteriosas de la materia entre la muerte y el retorno a la vida... El prototipo de la al- quimia y del moderno psicoanálisis. Claude de Saint-Martin, justamente apodado el «Filósofo descono- cido», fue el primer pensador cristiano que intentó, en el ~iglo xvni, reponer al hombre en el camino de la tradición. Enseñó la vinculación del cristianismo con la Atlántida, a través de Egipto, el druidismo y el mosaísmo primitivo del Libro de Enoch. Esta filiación ha sido sostenida recientemente por el llorado Paul Le Cour, fundador de la revista de arqueología tradicional Atlantis. El culto del Sol habría llegado así a los egipcios por el canal de la Atlán- tida. Este culto, olvidado por los descendientes de los primeros farao- nes, habría sido repuesto al gusto del día por el iniciado que es obje- to de nuestro estudio: Akenatón. Entre los egipcios —escribe Paul Le Cour— existía la creencia en un Dios supremo y en un segundo dios, el Sol creador. Una estela del museo de Berlín llama al Sol «hijo de Dios». En la puerta del templo de Medinet-Abu, se lee: «Es él, el Sol, quien ha hecho todo lo que es, y nada ha sido hecho sin él jamás.» San Juan dirá lo mismo catorce siglos más tarde hablando de Cristo. Recordemos al lector que Akenatón vivió catorce siglos antes de Jesucristo. En el mismo texto, Paul Le Cour desarrollaba su tesis en profun- didad. Partiendo de aquí, el autor de La Era del Acuario * precisaba su pensamiento y sacaba una conclusión que sería difícil no suscribir: El primer foco de la religión solar fue verosímilmente la Atlán- tida o una comarca situada hacia el 50° de latitud Norte (¿el Hiperbóreo?). Allí fue creada la primera esfera celeste, soportada, por lo demás, por Atlas y creado el Zodíaco, que constituye en cierto modo el reloj de la religión solar cuyas fiestas anuales señala, así como las transformaciones a través de los siglos. En efecto, de la Atlántida, la religión solar pasó a México, al Perú, a Egipto, a Caldea. Reunidos por una común tradición, la de los atlantes, que han sido denominados «el pueblo del Sol», egipcios, mexicanos y babilonios edificaron templos en cuyo frontón se veía el disco solar acompañado de dos alas... La religión hiperbórea era solar, como lo fue la de los druidas; el culto de Dionisos era solar y lo fue igualmente el de Mitra. Abordamos, en este punto preciso del razonamiento, el verdadero fenómeno que representa Akenatón en la historia de nuestra Humani- dad: el de un verdadero enlace entre la tradición atlante e hiperbórea (o gran tradición) y nuestra época actual: la civilización judeocristiana. Y haremos nuestra esta conclusión del gran autor místico Merezhkovski: La Atlántida, he aquí lo que está en el fondo de la vertiginosa, de la espantosa antigüedad egipcia. Atlantes y reyes-pontífices El mito del continente perdido, de la Atlántida, se vincula a la teoría de los ciclos de la Humanidad, grata a Platón y proseguida después por toda la tradición esotérica hasta nuestros días. Los sacerdotes del antiguo Egipto habían conservado, y sus libros sagrados dan fe de ello, el recuerdo de un vasto continente que se habría extendido en medio del océano Atlántico, en un espacio delimitado al Oeste por las islas Azores y al Este por la rotura geológica del estrecho de Gibraltar. El Critias de Platón nos describe extensamente una ciudad del con- tinente sumergido: Poseidonis, ciudad de gigantescas puertas de oro, edificada en graderío, con sus enormes templos y su sistema de go- bierno dirigido por reyes-sacerdotes, poseedores de las leyes dictadas por los dioses, en primera fila de los cuales se sitúa Poseidón o Neptuno, rey de los mares, armado de su tridente. También según Platón, la isla de Poseidonis, último fragmento de la Atlántida, quedó sumergida nueve mil años antes de la época del sabio Solón. El geógrafo griego Estrabón, así como Proclo, confirman las afirma- ciones de Platón. ¿Cómo hubiera podido Solón tener conocimiento de la tradición atlántida? Sólo una respuesta parece coherente. Los sacer- dotes egipcios, que pretendían tener la información de los propios at- lantes, la transmitieron a los viajeros griegos que a menudo visitaban su país. Los sacerdotes egipcios de Sais, ¿podían conocer una tradición que se remontaba a la fecha admitida para la inmersión y la desaparición de aquel continente fabuloso? Los datos de las ciencias naturales, de la Prehistoria y de la Antropología concuerdan todos con esa fecha... Queda por demostrar que efectivamente existía un pueblo egipcio en el IX milenio antes de nuestra era. Ahora bien, los estudios recientes parecen probarlo sobradamente. Si una civilización antigua y cerrada existía ya nueve mil años antes de Jesucristo, nada se opondría a que hubiera desempeñado un papel de receptáculo y luego de vehículo a la civilización atlántida. Descubri- mos sus huellas en el monumento más antiguo de Egipto: la Esfinge de Gizeh. ¿La gran Esfinge contemporánea de la Atlántida? ¿Por qué no? Re- cuérdese su desarenamiento efectuado por Tutmés IV. Fue objeto de una constatación asombrosa; los miembros del coloso habían sido res- taurados desde las primeras dinastías... En la época de aquel faraón que reinó treinta y cuatro siglos antes de nuestra era, la Esfinge tenía, LO MENOS MIL CIEN años de edad. Pero, ¿qué representa exactamente ese gigante, mitad hombre, mitad animal? La idea según la cual reproduciría los rasgos de un faraón no se apoya en ningún documento. Por contra, su nombre mismo parece establecer por sí solo una relación sorprendente con el continente de- saparecido de la Atlántida. Veámoslo. La estela de Tutmés I (tercer rey de la XVIII dinastía, la que nos interesa) nos enseña el nombre que daban entonces al coloso de piedra: «Ruty» (línea 2082 del «texto de las pirámides»)... Ahora bien, según la leyenda, que siempre contiene un fondo de verdad, las dos últimas islas de gran importancia de la Atlántida, antes de su desapa- rición total, se llamaban «Ruta» y «Daitia». La coincidencia es cuando menos inquietante. Lo que refuerza aún la hipótesis según la cual las primeras dinastías faraónicas serían las de los REYES ATLANTES, es la presencia de las mastabas (o tumbas) de los soberanos en cuestión, situadas todas en las proximidades de la gran Esfinge de Gizeh... Las primeras dinastías egipcias Aquellos monarcas de la primera dinastía eran inhumados en Peker, a dos kilómetros aproximadamente del templo de Osiris, situado en Abidos. Y aquí abordamos un segundo punto de contacto con la tra- dición atlántida. Es en Abidos, efectivamente, donde se ha encontrado la estela de I-Cher-Nofret, alto funcionario del rey Sesostris III (1887- 1849 a. de J. C.) que nos relata una iniciación a los misterios... La misma iniciación de la cual Heródoto se limitaba a declarar: «Los sacerdotes de Osiris, unidos por una vieja tradición, no podían decir nada de la muerte de su Dios...» Ahora bien, en esa estela, se hace mención del ini- ciado Thot, que no es otro que Hermes Trismegisto, el que «ha abierto al dios la vía que conduce a su tumba, en Peker» y que ha organizado la «gran salida», «poniendo en movimiento la nave»... De ahí a concluir que los primeros egipcios, o cuando menos sus «iniciadores», escaparon en embarcaciones a la catástrofe que vio el hundimiento del continente desaparecido, no hay más que un paso. La última parte de la descripción de los misterios, ¿acaso no finaliza con la declaración siguiente: «Le he hecho entrar en la nave... He en- sanchado de gozo el corazón de los habitantes de Oriente (los vivos) y he suscitado el entusiasmo en los habitantes de Occidente (los muer- tos)... La embarcación ha abordado Abidos y conducido a Osiris, el primero de los habitantes de Occidente, señor de Abidos, a su palacio.» Subrayemos que Occidente es representado como la morada de los muertos. En efecto, para los egipcios, Punt, la tierra de los grandes antepasados, situada por ellos en los límites de Libia (que se extendía hasta el Marruecos actual) era objeto de un culto postumo. Cuando recordemos que los egipcios sólo vivían para el más allá, comprendere' mos mejor que procuraban así acercarse a su país de origen: la Atlán- tida sumergida, con toda verosimilitud. ¿Cabe, en este estadio, poner en duda la existencia de la Atlántida, afirmada en la Antigüedad por Homero, Solón, Heródoto, Platón, Estra- bón, Diodoro? No lo creemos, pues los antiguos situaban precisamente el continente desaparecido «al otro extremo de Libia, allá donde el Sol se pone...». Así se explica, naturalmente, la consanguinidad de las familias rei- nantes, medio seguro de conservar la pureza de la sangre atlante según la prescripción dictada por el gran Hermes. El origen atlántida de los antiguos egipcios halla una confirmación suplementaria en la costumbre considerablemente antigua del ocre rojo con el que eran embadurnados los cadáveres. El primer ejemplo que conocemos de esa práctica nos lo da el hombre de Cro-Magnon, de raza blanca, que vivió hace casi cuarenta mil años. Este hombre, sacado a la luz en Eyzies, Francia, que medía más de 1,90 metros, se bañaba efec- tivamente en el ocre rojo. Cuando sepamos que los atlantes eran apo- dados la «raza roja», y reputados por su talla gigantesca, podremos pre- guntarnos si el hombre de Cro-Magnon no sería de la raza de los atlantes. No es inverosímil creerlo si pensamos que: El recuerdo abrumador de aquella ascendencia era tan poderosa- mente apreciado en tierra nilótica que para conservar sus particu- laridades físicas y morales fueron instituidas, desde la aurora de los tiempos, dos de las más extraordinarias leyes de la tradición faraónica: 1. — El soberano se desposa con su hermana; 2. — El rey, los grandes sacerdotes y todos los puros DESCENDIENTES VARONES de la raza original se untan el cuerpo con ocre rojo... Las costumbres irán debilitándose... Hacia las últimas dinastías, únicamente el faraón y el Hierofante se embadurnarán con pintura roja. Madame Szumlanska sitúa la decadencia de aquella raza dirigente de Egipto en los alrededores de la XVIII dinastía, o sea, en la época que nos interesa, la del faraón Akenatón. Fue bajo aquella dinastía cuando Egipto tuvo su «canto del cisne»: «Un esplendor inaudito se extendió sobre la tierra de Egipto con la XVIII dinastía. Horus, el dios originario del país de Punt, vio reflorecer su maravillosa leyenda.» Los primeros egipcios, antepasados de los supervivientes de la Atlántida, habrían llegado al valle del Nilo, a través del África del Norte, procedentes de las islas Canarias. Ahora bien, en 1882-1886, el sabio Verneau publicó su Informe sobre una misión científica en el archipié- lago canario en el cual proporcionaba una documentación considerable sobre los hombres de Cro-Magnon, al término de una investigación de cinco años. La idea principal de Verneau se fundaba en un parentesco atlante con los guanches, antepasados de los habitantes de las Canarias. No olvidemos que la Atlántida, al desaparecer, debía dejar emerger las crestas de sus cordilleras de las que el pico Teide podría ser uno de los vestigios. El sabio francés notó en las momias que pudo examinar una enorme capacidad craneana (1.790 cm3 de promedio), una estatura elevada (2,10 m) y, sobre todo, una deformación poscoronal específicamente cromagnoide «que no es debida a una deformación ritual como en los semitas, sino siempre en un punto preciso y que se encuentra entre los pueblos donde no existe ese rito, principalmente entre los egipcios». Nos resta, al final de este capítulo, describir la innovación monoteís- ta simbolizada por el culto SOLAR que hace su aparición con el Homo sapiens de Cro-Magnon y su rito del ocre rojo para continuar en el Egipto faraónico y culminar en un ideal más sutil y más puro de la misma religión solar: la sustitución del propio Sol por el DISCO. La cosmogonía sagrada de los egipcios. El «Libro de los muertos» La cosmogonía de los egipcios está enteramente contenida en el fa- moso Libro de los muertos, destinado a los cenáculos iniciáticos del an- tiguo Egipto, por considerar los egipcios la muerte como una especie de iniciación (del latín initium: «renacer a la vida»). Entre las visiones que el libro describe, el de la barca solar es la más frecuente. Esta visión central donde reencontramos las dos lumi- narias (la barca, que simboliza la Luna creciente, lleva el disco solar: Ra) formaba el núcleo de toda la cosmogonía sagrada. Para los egipcios, la Luna, considerada desde un punto de vista espiritual, no era en absoluto inferior al Sol, pero su unión simboliza la involución o, por emplear el lenguaje de la Biblia, la etapa original de la «caída». En el plano espiritual, pues, este fenómeno de involución agrava la caída inicial del género humano cuyas consecuencias están representadas respectivamente por el SEXO y la MUERTE, pues el SER ORIGINAL era, según la tradición, BISEXUADO e INMORTAL. Este concepto del ANDROGINADO primordial se encuentra de nuevo en el famoso diálogo de Platón El Banquete. Para el divino maestro, iniciado en los misterios egipcios y ardiente defensor de la tesis «at- lante», existía una raza original «cuya esencia está ahora extinguida», raza de individuos que llevaban en sí mismos los dos principios, mas- culino y femenino, y por ende andróginos. Los seres de esta especie «eran de una fuerza y de una audacia extraordinarias y abrigaban en su corazón proyectos orgullosos hasta atacar incluso a los dioses». Esta tentación de escalar los cielos no es nueva; es el mito de Prometeo, el de los Gigantes y de los Titanes. En la Biblia misma, ¿acaso no es evo- cada la «promesa de tornarse semejante a los dioses»? (Génesis, III) Pero lo más extraño que hay en el texto de Platón, directamente de- rivado de los Misterios de Egipto, es el hecho de que los dioses, para de- fenderse, no fulminan a los seres andróginos como fulminaron a los Titanes, sino que paralizan su acción y su potencia separándolos en dos. En lo sucesivo, el Hombre y la Mujer nacerán de la separación de los sexos o de los principios, el MASCULINO y el FEMENINO. Lo mismo sucede con la Luna y el Sol, ambos por referencia a nues- tra Tierra. La tradición esotérica, como hemos visto, enseña que esos dos astros estaban unidos en el origen y formaban cuerpo y que luego se separaron... Encontramos de nuevo a esta pareja inicial Sol-Luna reunida en el dios Osiris cuyas vinculaciones, tanto lunares como sola- res, han sido repetidas veces subrayadas por los egiptólogos. La resu- rrección de Osiris, petrificado en la muerte, ceñido en sus vendas de momia (alusión al mundo mismo, sometido a la implacable «ley de la naturaleza»), significaba el restablecimiento de la unidad en el retorno a la integridad original. La muerte, ese misterio en el sentido oculto del término, es vencida mágicamente gracias al verdadero «pasaporte» para el más allá que constituye el Libro de los muertos egipcio. El viaje del alma está des- crito con detalle por analogía con el viaje diurno de la barca de Ra, la barca solar, por la bóveda del cielo. El ejemplo del «dios-fracaso» Osiris seguía presente en todas las memorias: simbolizaba la «caída». Frente a aquel pueblo amoral, soñador e indolente de los egipcios, el gran Hermes blandía el ejemplo de la disciplina y del equilibrio cósmico: la élite egipcia que él logró formar creía en la existencia de un «alma del mundo» cuyas «luces» visibles eran el Sol, la Luna y los planetas. Esa «religión del Cosmos» abrió al egipcio medio visiones insospechadas. Se lanzó con alegría en aquella «preparación a la muer- te» que su selección le proponía. La moral se convertía en un lazo vi- viente entre el hombre y el Universo por intercesión de los dioses cósmiscos. Los dioses cósmicos: Horus-Osiris, Amón-Ra. Horas, por ser el heredero de su padre Osiris, puede ser considerado como el heredero del mundo divino tomado en su conjunto. Aparece como el sucesor de todos los demás dioses. Así, ante el envejecimiento de la Humanidad, los iniciados se veían llamados a hacerse cargo del «gobierno cósmico». Horas, en esta óptica, aparecía como la divinidad humana por exce- lencia. Su leyenda misma es significativa. Al principio, Horas es considerado como el «vengador de su padre», Osiris, muerto por Seth. Pero por muy aborrecido que sea, Seth no deja de ser necesario al equilibrio cósmico, pues el mal ha de existir para que el bien pueda triunfar. Volvemos a encontrar aquí la idea de un ser divino que se sacrifica deliberadamente por la salvación de la Hu- manidad {un Christos), Osiris, en este caso. El objeto de semejante sacrificio era conducir al hombre hacia la liberación de sus instintos superiores por la destrucción de su naturaleza inferior. Es lo que nos enseñan, a través de una terminología que a veces se nos antoja em- brollada, las religiones que precedieron al cristianismo y cuyos «salva- dores» con Adonis, Orfeo, Dionisos, Baldur, Mitra... Completamente diferente del de Horas, pues, aparece el papel de Osiris y cabe preguntarse, ¿por qué el OSIRIANISMO no se fusionó con el cristianismo naciente? Hay que ver en la intransigencia de los pri- meros Padres de la Iglesia y en su deseo de hacer «accesible» el cris- tianismo a las masas, rechazando los elementos esotéricos, una causa del fracaso de esa fusión. Sólo que la élite egipcia había de tomar una decisión preñada de consecuencias para la Humanidad: las tradi- ciones esotéricas del osirianismo debían ser preservadas a toda costa. Así nacieron, cuando la desaparición de Egipto en tanto que civilización, la GNOSIS y el MANIQUE1SMO, la ALQUIMIA y luego el movimiento TEMPLARIO, que había de hacer nacer la FRANCMASONERÍA. La élite egipcia había adivinado en el Decálogo de Moisés y el «optimismo beato» del cristianismo la trampa fatal: afirmar que todo se arreglará «automáticamente» y como por la fuerza de las cosas es adormecer al mundo (9). Esta puntualización era necesaria para comprender la importancia de otro dios cósmico y sobre todo la de la cofradía secreta que lo ro- deaba: la FRATERNIDAD DE HELIÓPOLIS que se había consagrado al dios-Sol Ra, de donde procedió su importancia política y religiosa en el seno del Egipto antiguo. El dios Ra, a quien encontramos ya en la barca solar, era considerado como el «primero de los faraones». Simbolizaba al Sol pasando por las «cuatro casas del mundo», y representado como el vencedor de la serpiente. Nos encontramos aquí en presencia de todos los mitos ori- ginarios de las diversas religiones que sucedieron a la primera cos- mogonía egipcia. El dios Ra debía, bajo la XII dinastía, encontrar una segunda juventud: su asimilación al dios de Tebas, Amón, que hubo de hacer nacer la dualidad Amón-Ra. Observaremos, de la misma manera, que el gran sacerdote de Helió- polis(lO) llevaba una piel de leopardo adornada de estrellas, pues era el «jefe supremo de los secretos del cielo» y el «grande de visión». La ciudad de Heliópolis, en el delta del Nilo, era uno de los tres centros de misterios más importantes con el de Hermópolis (la ciudad de Her- rnes), y el de Abidos, de origen atlántida. La importancia de Heliópolis es atestiguada hasta en el cristianis- mo, puesto que, según el Nuevo Testamento, fue en Heliópolis donde la Sagrada Familia habría descansado cuando la «huida a Egipto». El clero de aquella ciudad sagrada colocaba un «puente mágico» so- bre el abismo de la muerte según unos procedimientos que hoy están irremediablemente perdidos. Lo poco que sabemos de ello no nos per- mite adelantar hipótesis aventuradas... Es probable, sin embargo, que ciertas cofradías ocultas posean precisiones al respecto. Añadiremos solamente que fueron egiptólogos alemanes los que se ocuparon de las excavaciones de Heliópolis. Más significativo aún, en cuanto a su esencia solar, es el gran dios Amón-Ra cuya adoración estaba centrada en torno de Tebas en el gi- gantesco conjunto monumental: Luxor-Karnak. Aquí ya no se trata de misterios. La religión únicamente es admitida y, desgraciadamente (como casi siempre es el caso), querrá desbordar sobre unos sectores en los que no tiene nada que hacer: la dirección administrativa, y luego política, del país. Será un hecho consumado bajo la XXI dinastía. ¡Al- gunos siglos más de Historia y Egipto se derrumbará!

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