martes, 13 de agosto de 2019

EL HOMBRE NUEVO



EL HOMBRE NUEVO

Louis Claude de Saint-Martin

1

La verdad no pide nada mejor que hacer una alianza con el hombre; pero quiere que sea solamente con el hombre y sin ninguna mezcla de nada que no sea permanente y eterno, como ella.
Quiere que este hombre se lave y se regenere perpetuamente y por completo en la piscina de fuego y en la sed de la unidad; quiere que haga beber todos los días sus pecados a la tierra, es decir, que le haga beber toda su materia, puesto que ésta es su verdadero pecado; quiere que tenga en todo momento su cuerpo preparado para la muerte y los dolores y su alma dispuesta para la actividad de todas las virtudes, su espíritu listo para captar todas las luces y hacer que fructifiquen, para gloria de la fuente de donde proceden. Quiere que él se mire en todo su ser como un ejército siempre en pie de guerra y preparado para marchar en cuanto se le dé la orden; quiere que haya una resolución y una constancia que no se alteren con nada y que, como al avanzar en su carrera no puede encontrar más que sufrimientos, pues el mal se le va a ofrecer en todos sus pasos, esta perspectiva no detenga su marcha y tampoco fije su vista únicamente en la meta que le espera al final de la carrera.
Si lo encuentra en estas condiciones, éstas son las promesas que le hace y los favores que le reserva. Como, apenas se abre ante ella el interior del hombre, se ve embargada por un arrebato de alegría, no sólo como la madre más cariñosa con un hijo al que no ve desde hace mucho tiempo, sino como el genio más excelso a la vista de la producción más sublime que, en principio, le parece nueva, extraña a su espíritu y, por así decirlo, borrada de su memoria; pero que le hace unir el amor más vivo a esta profunda admiración, cuando este sublime genio llega a reconocer que esta sublime producción es su obra.
En cuanto la verdad ve que nace así el deseo y la voluntad en el corazón del hombre, se precipita con todos los ardores de su vida divina y de su amor. Es frecuente que sólo le pida que se prive de lo que es nulo y, por este sacrificio negativo, va a colmarlo de realidades. La más importante de estas realidades es que empieza a darle los signos de advertencia y prevención, para que no se encuentre en el caso de tener miedo, como Caín, y decir: los que me reconozcan me matarán. A continuación, imprime en él signos de terror, para que su presencia resulte terrible y haga huir a sus enemigos; finalmente, lo adorna con signos de gloria, para que pueda hacer que brille la majestad de su maestro y reciba por todas partes las honorables recompensas que se merece un fiel servidor.
Así es como tratará a los que hayan confiado en la naturaleza de su ser; a los que no hayan dejado que se apague la mínima chispa; a los que se hayan visto como si fuesen una idea fundamental o un texto del que toda nuestra vida no debería ser más que el desarrollo y el comentario, de tal forma que todos nuestros momentos deberían servir para explicarlo y dejarlo más claro y no para oscurecerlo, borrarlo y hacer que se olvide, como sucede casi generalmente con nuestra desgraciada posteridad.
Para cooperar en nuestra curación, la verdad tiene un medicamento real, que notamos físicamente en nosotros cuando considera oportuno administrárnoslo. Este medicamento está compuesto de dos ingredientes, dependiendo de nuestra enfermedad, que es una complicación del bien y del mal que conservamos del que no supo evadirse del deseo de conocer esta ciencia fatal. Este medicamento es amargo; pero es precisamente su amargura lo que nos cura, porque esta parte amarga, que es la justicia, se une a lo que está viciado en nuestro ser para devolverle la rectificación. Entonces, lo que hay en nosotros de regular y de vivo se une, a su vez, a lo que hay de dulce en el medicamento y se nos devuelve la salud.
Mientras no se produce en nosotros esta operación médica, de nada sirve que pensemos que estamos sanos y en buen estado. Ni siquiera estamos en condiciones de utilizar alimentos sanos y puros, porque nuestras facultades no están abiertas para recibirlos. No basta para nuestro restablecimiento con que nos abstengamos de alimentos malsanos y corruptos, es necesario también que utilicemos este medicamento amargo que los ministros espirituales de la sabiduría hacen que pase a nosotros, para producir una sensación dolorosa que podríamos llamar fiebre de la penitencia; pero que termina con la dulce sensación de la vida y de la regeneración.
Los que estén en el camino de la regeneración reciben y sienten este medicamento cada vez que el enemigo los tienta o viene a viciar algo dentro de su ser. Los demás no lo reciben ni lo sienten, porque están en una situación continua de malestar y enfermedad que no deja que se les acerque el medicamento.
Pero este medicamento es tan necesario para nuestro restablecimiento que los que no lo han recibido no pueden comer con provecho para ellos el pan de vida, y no se convierten en el oro puro. Finalmente, debe presionar y trabajaren nuestra alma sin descanso, sin interrupción, lo mismo que el tiempo trabaja continuamente sobre todos los cuerpos de la naturaleza, para llevarlos a la pureza, a la sencillez y a la actividad viva de sus principios constitutivos. De esta manera, se abre en nosotros una fuente viva, que se nutre y se mantiene por la vida misma, y con ella llegamos a tener una naturaleza de alegrías que no pasan y que establecen en nosotros para siempre el reino eterno de lo que es.
Es fácil darse cuenta de que este medicamento no debe confundirse con las tribulaciones terrestres, con los males del cuerpo, con las injusticias que podemos recibir de nuestros semejantes y que tienen a nuestra alma angustiada. Todas estas cosas están o bien para castigo del alma o para su prueba; pero no le dan más que una sabiduría temporal. Además, solamente podemos recibir la vida divina mediante preparaciones de su mismo orden, y el medicamento de que hablamos es esta preparación exclusiva. ¡Dichoso el que persevere hasta el fin, en desearlo y ponerlo a beneficio de los demás todas las veces que tenga la felicidad de sentirlo! Notará con esto que el hombre puede tener cosas tan grandes que decir que no necesita ya ser él quien las diga y que debe esperar que le hagan decirlas o escribirlas.
Pues el rocío que Dios hace que baje al hombre está compuesto de acciones completamente vivas, completamente formadas, completamente terminadas, como tantos guerreros armados de pies a cabeza o como tantos médicos poderosos que tienen en su mano la ambrosía o como tantos ángeles celestiales que irradian por dentro y por fuera santas y puras luces de vida. Y el hombre, destinado a ser el objeto y recipiente de tantos beneficios, advierte por su inteligencia, en medio de este rocío sagrado, la mano suprema del Dios resplandeciente de gloria que quiere tomarlo al término de esta incomparable munificencia, pues es cierto que la palabra divina no puede venir a nosotros sin crear a la vez todo un mundo.

Dios mío, yo sé muy bien que eres la vida y que yo no soy digno de que te acerques a mí, que no soy más que vergüenza, miseria e iniquidad. Sé muy bien que tienes la palabra viva, pero las espesas tinieblas de mi materia impiden que hagas que se oigan en los oídos de mi alma Haz. sin embargo, que descienda a mí una gran abundancia de esta palabra, para que su peso pueda contrarrestar la masa de la nada en la que se absorbe todo mi ser y que, el día de tu juicio universal este peso y esta abundancia de tu palabra puedan sacarme del abismo y hacer que me remonte hasta tu santa morada Pon en las diversas regiones y facultades que me componen numerosos obreros hábiles y vigilantes que desatoren los canales de todas sus inmundicias y rompan hasta la roca viva que se opone a la circulación de las aguas Entonces entrará en mí la vida de tus fuentes puras y activas y llenará mis ríos hasta los bordes, entonces crearás un mundo de espíritus en mi pensamiento, un mundo de virtudes en mi corazón y un mundo de poder en mi obra, y es el todopoderoso, el santificador universal, el que mantendrá por sí mismo todos estos mundos en mí y quien los alimentara continuamente con sus propias bendiciones.

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