jueves, 16 de abril de 2020

Los Incas.


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LOS INCAS.

Pizarro, convino que Perú tenía que ser el lugar correcto. Desde la base de Panamá, dos expediciones recorrieron la costa del Pacífico en dirección sur y trajeron suficientes objetos de oro como para convencerles de que valdría la pena centrar los esfuerzos en Perú. Tras obtener el permiso real y conseguir los títulos de capitán general y gobernador (de una provincia que aún no había sido conquistada), Pizarro zarpó hacia Perú en 1530 a la cabeza de dos centenares de hombres. Con un pequeño ejército esperaba conquistar un inmenso país protegido por miles de guerreros ferozmente leales a su señor el Inca, que consideraban la personificación de un dios. El plan consistía en repetir la eficaz estrategia que empleara Cortés: Atraer al soberano, apresarlo, obtener el oro como rescate y después, dejarlo en libertad para que fuera un títere de los españoles.

Los incas como terminarían llamando a este pueblo, estaban enzarzados en una guerra civil cuando desembarcaron los conquistadores, lo cual representó una ventaja adicional. Tras la muerte del Inca, su primogénito nacido de una «esposa secundaria», estaba cuestionando la legitimidad sucesoria de un hijo nacido de la esposa principal del Inca. Cuando la noticia del avance de las tropas españolas llegó a oídos del aspirante, llamado Atahualpa, éste tomó la determinación de dejar que los conquistadores penetraran tierra adentro alejándose así de sus barcos y refuerzos, mientras él terminaba de hacerse con el control de la capital, Cuzco. Cuando los españoles llegaron a la principal ciudad de los Andes, le enviaron emisarios con regalos y una oferta de conversaciones de paz. Proponían que los dos líderes se encontraran en la plaza de la ciudad, desarmados y sin escolta militar, como muestra de buena voluntad. Atahualpa accedió pero, cuando llegó a la plaza los conquistadores atacaron a su escolta y lo prendieron.

Luego, pidieron un rescate por su liberación: Que una gran sala se llenara de oro hasta la altura de un hombre con la mano extendida hacia el techo. Atahualpa creyó entender lo que significaba llenar la sala con objetos de oro, y accedió. Por orden suya, todo tipo de utensilios de oro se sacó de templos y palacios -copas, ánforas, bandejas, jarras de todas las formas y tamaños-, ornamentos entre los que había imitaciones de animales y plantas, y placas con las que se forraban los muros de edificios públicos. Durante semanas, acumularon aquellos tesoros para llenar la sala. Pero, entonces, los españoles dijeron que el trato consistía en llenar la sala con oro sólido, no con objetos huecos; y, durante un mes, los orfebres incas se dedicaron a fundir todos los objetos artísticos y convertirlos en lingotes.

Y dado que la historia insiste en repetirse, el destino de Atahualpa fue exactamente el mismo que el de Moctezuma. Pizarro pretendía liberarlo para que gobernase como un rey títere, pero sus ardorosos tenientes y los representantes de la Iglesia, en simulacro de juicio, lo sentenciaron a muerte por el crimen de idolatría y el asesinato de su hermanastro, rival en el trono.

Según una de las crónicas de la época, el rescate obtenido por la liberación del Inca fue el equivalente a 1.326.539 pesos de oro alrededor de 5.670 kilos, tesoro que se repartieron rápidamente Pizarro y sus hombres después de dejar la requerida quinta parte para el rey. Lo que cada hombre recibió iba más allá de sus sueños más fantásticos, nada comparado con lo que estaba por llegar.

Cuando los conquistadores entraron en la capital, Cuzco, vieron templos y palacios cubiertos literalmente de oro y llenos de este metal. En el palacio real había tres cámaras llenas de objetos de oro y cinco con objetos de plata y una montaña de 100.000 lingotes de oro con un peso de 2,265 kilos cada uno, una reserva de tan precioso metal que estaba a la espera de ser convertida en objetos artísticos. El trono, también de oro, equipado con un taburete de oro diseñado para convertirse en litera sobre la cual pudiera reclinarse el rey, pesaba 25.000 pesos (alrededor de 113 kilos); incluso las varas para transportarlo estaban recubiertas de oro.

Por todas partes había capillas y cámaras funerarias en honor a los antepasados llenas de estatuillas e imágenes de pájaros, peces y animales pequeños, espigas, pectorales. En el gran templo que los españoles llamaron “el Templo del Sol”, las paredes estaban cubiertas con pesadas placas de oro, tenía un jardín artificial en donde todo, árboles, arbustos, flores, pájaros y una fuente estaban hechos de oro. En el patio había un campo de maíz con tallos de plata y espigas de oro que cubría una superficie de 91 por 182 metros 16.562 m2 de maíz de oro.

En Perú, los conquistadores españoles vieron cómo en corto tiempo sus fáciles victorias iniciales dieron paso a encarnizadas rebeliones de los incas y la riqueza inicial dio paso al azote de la inflación. Para los incas, igual que para los aztecas, el oro era un don propiedad de los dioses, no medio para el intercambio. Nunca lo utilizaron como una mercancía, como dinero. Para los españoles, el oro era un medio para adquirir todo lo que deseaban. Atiborrados de oro, pero desprovistos de cualquier lujo e incluso de necesidades cotidianas, los españoles no tardaron en pagar sesenta pesos de oro por una botella de vino, 100 por una capa o 10.000 por un caballo.

EL DORADO. En Europa, la afluencia de oro, plata y piedras preciosas disparó la fiebre del oro y las especulaciones acerca de El Dorado. A despecho de las grandes cantidades de tesoros que llegaban, persistía la convicción de que El Dorado aún no había sido encontrado y que con algo de paciencia, de suerte y leyendo bien las pistas de los indígenas y sus enigmáticos mapas, alguien podría hallarlo. Exploradores alemanes estaban seguros de que la ciudad dorada se encontraría en las cabeceras del río Orinoco, en Venezuela, o quizás en Colombia.

Otros llegaron a la conclusión de que el río que había que seguir era otro, incluso el Amazonas, en Brasil. Quizás el más romántico de todos ellos, habida cuenta de sus orígenes y del patrocinio real con el que contó, fuera SIR WALTER RALEIGH, que zarpó desde Plymouth en 1595 para encontrar la legendaria Manoa, y poner bajo la corona de la reina Isabel su dorada gloria. En su imaginación, veía Manoa como

¡Imperial El Dorado, con tejados de oro!

Sombras a las cuales

-a pesar de todos los choques del cambio, todo asalto del caprichoso azar-

Ios hombres se aferraron con anhelante esperanza que no moriría.

Como otros antes y después que él, Raleigh aún veía El Dorado, su rey, la ciudad, el país, como un sueño todavía no realizado, «una anhelante esperanza que no moriría». En esto, todos y cada uno de los que fueron en busca de El Dorado serían el eslabón de una cadena que había comenzado antes de los faraones y continúa en nuestros días con los anillos de boda y los tesoros nacionales.

Sin embargo, fueron aquellos soñadores, aquellos aventureros, los que en su avaricia de oro le revelaron al hombre occidental los pueblos y las civilizaciones desconocidas de las Américas, reestableciendo así, sin pretenderlo, los lazos que habían existido en tiempos ya olvidados.

Que la búsqueda El Dorado se continuara aun después del descubrimiento de tan increíbles cantidades de oro y plata en México y Perú, por no citar otros lugares en donde el expolio fue menor e incluso se intensificara se puede atribuir principalmente a la convicción de que la fuente de todas aquellas riquezas aún no se había encontrado.

Los conquistadores interrogaron de forma intensiva a los nativos sobre el origen de aquellos tesoros amasados y siguieron cada una de sus pistas incansablemente. Pero no tardaron en comprender que no iban a encontrarlo en el Caribe y en el Yucatán; de hecho, los mayas les habían dicho que ellos habían conseguido la mayor parte de su oro comerciando con sus vecinos del sur y del oeste y explicaron que habían aprendido el arte de la orfebrería de antiguos pobladores que los expertos identifican en la actualidad con los toltecas, quienes lo habian de los dioses, (respuesta de los mayas). En las lenguas de la zona, el oro recibía el nombre de TEOCUITLATL, que significa literalmente «excreción de los dioses» su transpiración y sus lágrimas.

En la capital azteca, los conquistadores supieron que el oro se consideraba el metal de los dioses, de ahí que robarlo fuera un delito gravísimo. Los aztecas también señalaron a los toltecas como sus maestros en el arte de la orfebrería que la habían aprendido del gran dios Quetzalcóatl.

Cortés en sus informes al rey de España, decía que le había preguntado una y otra vez a Moctezuma sobre el origen del oro y que Moctezuma le respondía que éste provenía de tres provincias de su reino, una en la costa del Pacífico, otra en la costa del golfo y otra tierra adentro, en el sudoeste, donde estaban las minas. Cortés envió a sus hombres a investigar los tres lugares indicados. En los tres casos, encontraron que los indígenas estaban obteniendo el oro de los lechos de los ríos o recogiendo las pepitas en la superficie, depositadas por aluviones creados por las lluvias. En la provincia donde estaban las minas, su actividad parecía ser algo del pasado puesto que los indígenas que encontraron los españoles no trabajaban en ellas, No había minas en activo escribió Cortés en su informe. Las pepitas se encontraban en la superficie; la principal fuente era la arena de los lechos de los ríos. El oro se guardaba en forma de polvo en pequeños tubos de caña o se fundía en pequeñas ollas y se convertía en barras. Así preparado, el oro se enviaba a la capital, se devolvía a los dioses, a quienes siempre había pertenecido. Aunque la mayor parte de los expertos en minería y metalurgia aceptan las conclusiones de Cortés, que los aztecas se dedicaban exclusivamente a la minería de ribera, la recogida de pepitas y polvo de oro en las orillas y lechos de los ríos y no a una verdadera minería en la que se cavan pozos y túneles en las laderas de las montañas, el asunto está lejos de haber quedado resuelto. Tanto los conquistadores como los ingenieros de minas que les siguieron en siglos posteriores hablaban insistentemente de minas prehistóricas de oro que se habían encontrado en diversos emplazamientos de México.

Pero, dado que parece inconcebible que unos antiguos pobladores de México como los toltecas cuya historia se remonta unos cuantos siglos antes de Cristo, pudieran haber tenido tecnología minera más desarrollada que la de los aztecas posteriores a ellos y por tanto supuestamente más avanzados; los investigadores han desechado la idea de las pretendidas «minas prehistóricas», explicándolas como viejos pozos excavados y posteriormente abandonados por los conquistadores españoles.

Expresando el punto de vista común a principios del siglo XX, ALEXANDER DEL MAR (A HISTORY OF THE PRECIOUS METALS) decía que, «con respecto a la minería prehistórica, hay que convenir que la falta de conocimientos de los aztecas acerca del hierro y, por tanto, de la minería subterránea… es algo que, prácticamente, queda fuera de toda duda. Cierto es que algunos prospectores modernos han encontrado en México viejos pozos y restos de obras mineras que parecían confirmar la idea de una minería prehistórica».

Aunque estos informes llegaron a abrirse paso hasta las publicaciones oficiales, Del Mar creía que lo descubierto no era más que «antiguas obras desmoronadas por la actividad volcánica, o bien con depósitos de lava o alquitrán, algo que podría llegar a verse como evidencias de unas gran antigüedad». Y terminaba diciendo: «Esta conclusión tiene todas las garantías.»

Sin embargo, esto no es lo que los aztecas habían dicho. No sólo atribuían a sus predecesores toltecas el oficio, sino también el conocimiento del lugar oculto del oro y la habilidad para sacarlo de las montañas. En un manuscrito azteca conservado en el Códice Matritense de la Real Academia Vol. VIII, según la traducción de MIGUEL LEÓN PORTILLA “AZTEC THOUGHT AND CULTURE”, se lee: «Los toltecas eran un pueblo hábil; todos sus trabajos parecen buenos, exactos, bien hechos y admirables… Pintando, esculpiendo, tallando piedras preciosas, trabajando con plumas o haciendo cerámica, hilando o tejiendo, los toltecas se mostraban hábiles en todo lo que hacían. Ellos descubrieron la turquesa, la piedra preciosa verde; conocían la turquesa y sus minas. Encontraban sus minas y encontraban las montañas en donde se ocultaba la plata y el oro, el cobre, el estaño y el metal de la luna.»

La mayoría de los historiadores coinciden en que los toltecas llegaron a las tierras altas del centro de México en los siglos anteriores a la era cristiana, al menos, mil años antes, quizás mil quinientos, de que los aztecas aparecieran en escena. Conocían la minería auténtica del oro y otros metales, las piedras preciosas como la turqueza, enseñados sus secretos mineros por Quetzalcóatl, el dios Serpiente Emplumada, mientras quienes los sigueros, los aztecas no hacían más que recoger pepitas de oro de las orillas de los ríos.

El misterio de la gran acumulación de oro de los aztecas de México por una parte y su limitada capacidad para obtenerlo por otra, se repitió en el caso de los incas del Perú donde los nativos obtenían el oro a partir de las pepitas que depositaban los ríos en las orillas. Pero la producción anual de oro a través de este sistema no da cuenta de los inmensos tesoros que se encontraron en manos de los incas. La inmensidad de estas riquezas se hace obvia por las anotaciones que se guardaron en Sevilla, puerto de entrada oficial de las riquezas del Nuevo Mundo.

En los Archivos de Indias todavía disponibles se registró la llegada de 134.000 pesos de oro en los años 1521 a 1525. En los cinco siguientes ¡los del botín de México! se registraron 1.038.000 pesos. De 1531 a 1535 cuando los embarques de Perú comenzaron a sobrepasar a los de México, la cantidad se incrementó hasta llegar a 1.650.000 pesos. Entre 1536 y 1540 cuando Perú se había convertido en la fuente principal, los registros anotaron 3.937.000 pesos y en la década de 1550, las recepciones totalizaron casi 11.000.000 de pesos.

Uno de los principales cronistas de entonces, PEDRO DE CIEZA DE LEÓN (Crónicas de Perú), comenta que, en los años que siguieron a la conquista, los españoles «extrajeron» del imperio inca unas 15.000 arrobas de oro al año ¡el equivalente a más de 170 toneladas y 50.000 de plata; es decir 567 toneladas de plata al año! Aunque Pedro de Cieza no menciona durante cuántos años se estuvieron «extrayendo» estas fabulosas riquezas, las cifras dan una idea de la cantidad de metales preciosos que los españoles fueron capaces de llevarse del país de los incas.

Las crónicas cuentan que, después de conseguir el gran rescate pedido por el señor de los incas, después del saqueo de Cuzco y del templo sagrado de Pachacamac en la costa, los españoles se hicieron expertos en la «extracción» de oro de las provincias en cantidades igualmente ingentes. En todo el imperio inca, los palacios y los templos estaban ricamente decorados con oro. También obtuvieron oro de los objetos de los enterramientos, y supieron de la costumbre inca de sellar las residencias de los nobles y los soberanos fallecidos, dejando allí sus cuerpos momificados junto con todos los objetos preciosos que habían poseído en vida.

Los conquistadores sospecharon acertadamente, que los indígenas se habían llevado algunos tesoros a lugares ocultos; unos fueron escondidos en cuevas, otros enterrados y otros más arrojados a los lagos. También estaban las huacas, lugares apartados de culto o de uso divino, en donde se amontonaba el oro y se guardaba a la disposición de sus verdaderos propietarios, los dioses.

Los relatos de descubrimientos de tesoros, logrados frecuentemente después de torturar a los indígenas para que revelaran los lugares ocultos, llenan las crónicas de los cincuenta años que siguieron a la conquista, llegando incluso hasta los siglos XVII y XVIII. Así, GONZALO PIZARRO encontró el tesoro escondido de un señor inca que había reinado un siglo antes, y un tal García Gutiérrez de Toledo descubrió una serie de montículos que cubrían unos tesoros sagrados de los cuales se extrajeron alrededor de un millón de pesos de oro entre 1566 y 1592. En fecha tan tardía como 1602, Escobar Corchuelo se apropió en la huaca La Tosca de gran cantidad de objetos valorados en 60.000 pesos. Y cuando se desvió el curso del río Moche, se encontró un tesoro valorado en unos 600.000 pesos; también había allí, según informan los cronistas, «un gran ídolo de oro».

Hace un siglo y medio, y por tanto mucho más cerca de los acontecimientos de lo que podemos estar hoy, dos exploradores (M. A. RIBERO Y J. J. VON TSCHUDI, PERUVIAN ANTIQUITIES) describían la situación así: «En la segunda mitad del siglo XVI, en el corto lapso de 25 años, los españoles exportaron desde Perú a la madre patria más de cuatrocientos millones de ducados de oro y plata, y bien se puede decir que las nueve décimas partes de todo esto no era más que el botín tomado por los conquistadores; en este cálculo, dejamos de lado las inmensas cantidades de metales preciosos enterrados por los nativos para ocultarlos de la avaricia de los invasores, así como la famosa cadena de oro que el inca Huayna Capac ordenó se hiciera con motivo del nacimiento de su primogénito, Inti Cusi Huallapa Huáscar, y que dicen que fue arrojada al lago Urcos.» que se dice que medía 213 metros y tan gruesa como la muñeca de un hombre.

«Tampoco se incluyen aquí las once mil llamas cargadas de vasijas preciosas llenas de oro en polvo, con las que el desgraciado Atahualpa intentó comprar su vida y libertad, y que los arrieros sepultaron en el Puna tan pronto supieron del castigo al que su adorado monarca había sido traicioneramente condenado.»

Pero estas ingentes cantidades de oro venían como resultado del saqueo de las riquezas acumuladas y no de una producción sostenida como queda claro no sólo por las crónicas, sino también por los números. En unas cuantas décadas, después de agotar las fuentes de tesoros visibles y ocultas, la recaudación de oro en Sevilla disminuyó hasta las 6.000-7.000 libras de oro/año. Sólo entonces los españoles comenzaron a utilizar sus herramientas de hierro y se pusieron a reclutar nativos para que trabajaran en las minas. Aquel trabajo era tan duro que para cuando finalizaba el siglo, el país estaba casi despoblado y la Corte de España se vio obligada a imponer restricciones en la explotación de los trabajadores nativos. Se descubrieron y explotaron grandes filones de plata, en Potosí pero la cantidad de oro obtenida nunca pudo competir con los ingentes tesoros acumulados antes de la llegada de los españoles ni explicar su origen.

Buscando una respuesta al enigma, Ribero y Von Tschudi escribieron: «El oro, aunque era el metal más estimado por los peruanos, lo poseían en una cantidad mayor que cualquier otro metal. Si se compara su abundancia en tiempo de los incas con la cantidad que, en el lapso de cuatro siglos, pudieron extraer los españoles de las minas y los ríos americanos, se hace evidente que los indígenas disponían de unos conocimientos acerca de las vetas de este metal precioso que ni los conquistadores ni sus descendientes llegaron nunca a descubrir.»

(También predecían que «llegará el día en que Perú retirará de su seno el velo que cubre ahora riquezas más fabulosas que aquéllas que se ofrecen en la actualidad en California». Y cuando la fiebre del oro de finales del siglo XIX dominó Europa, muchos expertos en minería llegaron a creer que el famoso «filón madre», la fuente última de todo el oro de la Tierra, se encontraría en Perú.)

Al igual que en México, la idea generalmente aceptada acerca de las Tierras de los Andes era (en palabras de DEL MAR) que «los metales preciosos que los peruanos obtuvieron antes de la conquista española estaban compuestos en su mayor parte de oro obtenido a través del lavado de las arenas de los ríos. No se encontraron pozos nativos, aunque hicieron unas cuantas excavaciones en las laderas de las colinas, en afloramientos de oro y plata». Esto es cierto en lo que se refiere a los incas de los Andes (y a los aztecas de México); pero en tierras andinas, al igual que en México, la cuestión de la minería prehistórica -la extracción del metal a partir de rocas ricas en vetas-no ha quedado demostrada.

La posibilidad de que, mucho tiempo antes que los incas, alguien tuviera acceso a las vetas de oro (en lugares que los incas no desvelaran o, incluso, ni siquiera conocieran), sigue siendo una explicación plausible de los tesoros acumulados.

De hecho, según uno de los mejores estudios contemporáneos sobre el tema (S. K. LOTHROP, INCA TREASURE AS DEPICTED BY SPANISH HISTORIANS), «las minas modernas se ubican en lugares de actividad aborigen. Se informa con frecuencia de antiguos pozos, y se descubren también herramientas primitivas, incluso los cadáveres de mineros enterrados».

Pero la acumulación de oro por parte de los nativos de América, a despecho de su forma de obtención, presenta aún otra cuestión básica:

¿Para qué?

Tanto los cronistas como los expertos contemporáneos, después de siglos de estudio, coinciden en que aquellas gentes no daban un uso práctico al oro, excepto el del adorno de los templos de los dioses y de aquellos que gobernaban al pueblo en nombre de los dioses. Los aztecas derramaron literalmente su oro a los pies de los españoles, creyendo que representaban a la deidad que regresaba.

Y los incas, que al principio también vieron en la llegada de los españoles el cumplimiento de la promesa de retorno de su deidad desde más allá de los mares, nunca llegaron a comprender por qué los españoles habían llegado tan lejos y se habían comportado tan mal por un metal al cual el hombre no daba uso. Todos los expertos coinciden en que ni incas ni aztecas utilizaban el oro con propósitos monetarios, ni le daban un valor comercial. Sin embargo, a las naciones sometidas les hacían pagar un tributo en oro. ¿Por qué?

En las ruinas de la cultura preincaica de CHIMÚ en la costa de Perú, el gran explorador del siglo XIX ALEXANDER VON HUMBOLDT (ingeniero de minas de profesión) descubrió gran cantidad de oro enterrado junto con los muertos en las tumbas. Aquello le hizo preguntarse por qué enterraban con oro a sus muertos, si éste no se estimaba por su valor práctico.

¿Se creía que, de algún modo, lo iban a necesitar en la otra vida, o que al reunirse con sus antepasados podrían utilizar el oro del mismo modo en que ellos lo habían hecho una vez?

¿Quién había introducido tales costumbres y creencias, y cuándo?

¿Quién había hecho que se valorara tanto el oro, y quizá fuera a buscarlo a sus fuentes?

La única respuesta que les dieron a los españoles fue «los dioses».

De las lágrimas de los dioses se había formado el oro, decían los incas.

Y así, señalando a los dioses, repetían sin saberlo la afirmación del Señor de la Biblia a través del profeta Ageo: La plata es mía y el oro es mío, Así dice el Señor de los Ejércitos. Creemos que en esta afirmación se encuentra la clave que desvela los misterios, los enigmas y los secretos de dioses, hombres y civilizaciones de la antigua América.


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