miércoles, 8 de abril de 2015
Las Cuatro Edades de los Hombres
Las Cuatro Edades de los Hombres
«Ellos vivían como si fueran dioses, sus corazones estaban libres de todo pesar... cuando morían, era como si se durmieran...
Los fértiles campos les entregaban sus cosechas espontáneamente... mientras ellos, tranquilos, atendían sus trabajos en medio de cosas agradables...»
(Hesíodo: Los trabajos y los días)
En sentido estricto, se considera que el “mito” de las Cuatro Edades del Mundo nació en Grecia hacia el siglo VIII a.C., en los días en que el país había quedado sumido en la desolación tras la invasión de los dorios. Se dice que por entonces el poeta Hesíodo, probablemente influenciado por oscuras leyendas sobre pasados cataclismos y sobre los tiempos más felices que los precedieron, se consagró a componer, en la soledad del campo, Los trabajos y los días —el más enigmático de los dos célebres poemas que se le atribuyen, siendo el otro su famosa Teogonía.
En el primero, refiere Hesíodo cómo, hasta su época, la humanidad había vivido cuatro edades principales: La Edad de Oro, la Edad de Plata, la Edad de Bronce y la Edad de Hierro, con una edad adicional, la de los Héroes, al parecer insertada entre las de Bronce y Hierro únicamente para acomodar a los grandes héroes de la Ilíada.
Dentro de la misma tradición, pero muchos siglos más tarde, el poeta latino Ovidio (43 a.C. – 18 d.C.), en su Metamorfosis, menciona adicionalmente el diluvio que sobrevino al final de la Edad de Hierro y del que se salvan Deucalión y Pirra, quienes dan inicio a una nueva humanidad.
Hasta aquí la versión clásica. En un sentido más amplio, sin embargo, la tradición tendría un origen más remoto, posiblemente oriental: Según los entendidos, se habría desarrollado a partir de la nostalgia de los pueblos primitivos por el retorno a la vida natural, nostalgia que sumada a consideraciones sobre la recurrencia y regularidad de las catástrofes que azotan al mundo, así como a especulaciones inspiradas en ciclos cuaternarios tales como las cuatro estaciones del año, las cuatro fases de la Luna, las cuatro etapas en la vida del hombre, etc., habría finalmente cristalizado en el “mito” de las Cuatro Edades del Hombre recogido por Hesíodo.
En cuanto al lugar de origen en sí, algunos se inclinan por la India, dada la identidad manifiesta entre las cuatro edades de la tradición griega y el ciclo descendente de cuatro yugas de la tradición indostana.
En conexión con esto, sin embargo, quedaría por resolver si éste es también el origen de todos los otros mitos en que la noción de cuatro edades es igualmente prominente, como ocurre en las tradiciones maya e incaica y en muchas otras, e incluso de todos los demás “mitos de retorno”, como, por ejemplo, la creencia universal y antiquísima en la “caída” del hombre: tradición ésta que evoca un descenso y alienación del hombre desde una situación paradisíaca, dorada, hasta una etapa de degradación total de la humanidad —la cual habitualmente termina en un diluvio catastrófico—, cuya versión más conocida y representativa puede leerse en las primeras páginas de la Biblia, desde la “caída” de Adán y Eva y su expulsión del Paraíso hasta los acontecimientos que condujeron al Diluvio Universal.
Es curioso que estas múltiples coincidencias hayan pasado inadvertidas para la mayoría de los eruditos occidentales —para no mencionar al occidental común, el hombre de la calle. Por ello no es extraño que la mera noción de cuatro edades descendentes, o de cualquier número de ellas, le suene a este último incomprensible y absurda; y no por mero desconocimiento, pues es seguro que ha leído los pasajes bíblicos en cuestión, sino porque desde niño se le ha inculcado la idea, precisamente opuesta, de un progreso histórico sostenido de la humanidad… y también porque la iglesia la ha enfrentado y combatido siempre. Por ejemplo, el patriarca alejandrino Orígenes (185 – 254 d.C.), de arraigado gnosticismo y al parecer familiarizado con la idea de que los diluvios y conflagraciones causados por influencias planetarias pueden calcularse por anticipado, escribía en Contra Celso: «Nosotros no referimos el diluvio o el incendio del mundo a los ciclos y períodos planetarios, sino declaramos que su causa es la extendida prevalencia de la maldad y su erradicación por un diluvio o conflagración.» (De hecho, Orígenes suponía que los mundos se suceden en el tiempo como otras tantas escuelas donde se reeduca a los seres decadentes, proceso que se habría iniciado con la “caída” del hombre para dar luego lugar al mundo material.) Y por su parte San Agustín, en el libro 12 de su Ciudad de Dios, refuta en bloque la doctrina de los ciclos basado en la inutilidad de una rueda eterna de creaciones y en lo irrisorio de una muerte interminable del Logos.1
Pero veamos la tradición de las Cuatro Edades en su versión más conocida, la del poeta griego Hesíodo. Según él, en la Edad de Oro, el hombre vivía en un estado ideal de perfección y justicia. Reinaba una eterna primavera, no existían el calor y el frío extremos. Los campos, siempre verdes y floridos, brindaban en forma espontánea dorados cereales todo el año, y de los árboles, perennemente lozanos, colgaban frutos deliciosos y maduros, por lo que los hombres desconocían el trabajo esforzado. No había maldad ni injusticia, no se conocían la envidia y la codicia, los crímenes y los vicios, la guerra y el odio. La vida era una perenne fiesta, y los hombres eran perfectamente felices al amparo de sus dioses, quienes, a cambio de sus bendiciones, recibían veneración y obediencia. Pero el mal logra infiltrarse en este paraíso, y los hombres vuelven las espaldas a los dioses. Desoyen sus preceptos, cesan la alabanza y el sacrificio: la Edad de Oro llega a su fin.
La Edad de Plata, que sigue a la de Oro, refleja, en opinión de algunos autores, la sociedad matriarcal de tiempos remotos en que las mujeres constituían el centro de la sociedad y los hombres laboraban los campos al lado de ellas; señalaría, en cualquier caso, la época en que la humanidad comenzaba a dedicarse especialmente a la agricultura. En el mito griego, es en esta edad cuando comienzan a diferenciarse las estaciones: a la primavera, antes eterna y ahora limitada a breves meses, sucede un sol ardiente que seca y marchita todo a su paso. Luego el calor se disipa, el pasto se torna amarillo y muere, los árboles se deshojan. Cae, finalmente, la nieve y cubre de desolación a la Tierra, mientras vientos helados gimen incesantes sobre los yermos. Ahora los campos no brindan el alimento gratuito. Para sobrevivir, los hombres aprenden el trabajo penoso y para cobijarse de las inclemencias del tiempo deben construir sus propias casas, ya que las grutas, en las que moraban durante la Edad de Oro, se han vuelto inhabitables para ellos. La juventud, antes eterna, termina; la felicidad es de muy pocos, la muerte llega sin anunciarse. Y como la humanidad ha seguido degradándose, Zeus, desde el Olimpo, decide exterminarla. La Tierra se queda silenciosa y vacía.
Pasemos a la siguiente, la Edad de Bronce. Esta correspondería, para los estudiosos, a la de los primeros conquistadores egeos, cuyos últimos representantes fueron los reyes guerreros de Micenas, y marcaría, por tanto, el inicio de las primeras grandes civilizaciones de Grecia, incluidas la cretense y la micénica. En el relato griego, cuando los dioses se aburren por la falta de plegarias o insultos por parte de los hombres, deciden crear una raza nueva, valerosa y fuerte, una raza de bronce, que pueble el mundo y los reverencie. Tendrá por oficio la guerra, por dios principal a Ares (Marte), por mayor aspiración el combate. Son tiempos de guerra, de incesante entrechocar de espadas, de ferocidad en la lucha. Sin embargo, los esperados homenajes de los hombres no se materializan, y los dioses deciden borrar también a esta raza de la memoria del mundo.
Finalmente, la Edad de Hierro correspondería a la época de supremacía de los dorios, la sociedad griega que comienza hacia el siglo XII a.C., quienes ya conocían el hierro y destruyeron la civilización de Micenas. Según Hesíodo, los hombres de esta época fueron los peores que habitaron la Tierra. Imperan ahora la fuerza, la ambición y la violencia desmedidas. Aparece un metal más resistente que todos los demás, el hierro, con el que se forjan las armas y se abre la Tierra para sacar los tesoros escondidos en ella por los dioses: el oro y la plata, más peligrosos aún que el hierro, y origen de toda discordia. La ambición de riquezas y de poder no respeta nada. No existen más el honor, la honestidad, la lealtad: la mentira, la violencia y la astucia son los únicos medios de que se valen los hombres para alcanzar sus fines. La Tierra es dividida y marcada, cada quien quiere su parte, y todos agreden a todos para aumentar sus posesiones. Cruentas guerras cobran millares de vidas, el mundo entero se cubre de sangre. El temor se extiende, ya no hay seguridad para nadie; la angustia impide dormir. La división impera: marido y mujer se traicionan, la mano del hombre se alza contra su hermano, el hijo llega a matar al padre... Desde el Olimpo, Zeus, lleno de ira, decide borrar el sufrimiento eliminando todo cuanto vive y alienta sobre el mundo. Y el diluvio viene a lavar a la Tierra de tanta infamia...
Hasta aquí la descripción de las edades; veamos ahora el problema de las duraciones. En el Timeo, Platón afirma que los siete planetas, transcurrido el lapso en que equilibran sus velocidades respectivas, regresan al punto de partida. Esta revolución constituye el “año perfecto” y, dada la importancia que le atribuyen distintas tradiciones, ha de influir de algún modo en la duración total de un ciclo de cuatro edades. Cicerón, por su parte, aunque admite la dificultad de calcular este vasto período celeste, le asigna una duración de 12,954 años comunes, si bien la cifra precisa sería 12,960 años (180 x 72), como parecen indicarlo ciertos datos concordantes. Y en efecto, este último período, también llamado “gran año” tanto por griegos como por persas, es la mitad exacta del gran ciclo astronómico conocido como precesión de los equinoccios, o Año Zodiacal, cuya duración ha sido calculada tradicionalmente en 25,920 años comunes (360 x 72) y es, como se sabe, aquel en que la proyección del eje polar de la Tierra, respondiendo a los movimientos de rotación y de oscilación o “bamboleo” del planeta a lo largo de su órbita, describe una circunferencia completa a razón de un grado cada 72 años y regresa al punto exacto de partida en relación con las constelaciones del Zodíaco, con lo que el punto equinoccial vernal, uno de los dos momentos del año en que la noche dura igual que el día, vuelve a ser el mismo que al comienzo del período. Otra consecuencia del lento movimiento circular de la proyección del eje de la tierra es que ésta apuntará sucesivamente a una diferente estrella polar en el curso de esos 25,920 años.
Aunque se ha dicho que este período fue descubierto por el astrónomo griego Hiparco en 139 a.C., algunos autores creen que los primeros en calcular su duración en 25,920 años comunes fueron los antiguos egipcios, quienes habrían llegado a esta cifra haciendo coincidir el equinoccio con el mismo signo zodiacal durante 2,l60 años; y otros aún que los primeros en conocerlo fueron los antiguos brahmanes de la India, cuyo conocimiento habría pasado a Irán y Sumeria y luego a Egipto, donde lo recogió el griego Hiparco. Como sea, según la tradición hermética, los egipcios buscaban establecer la duración del Año Divino, el cual quedó fijado en aproximadamente l68 años zodiacales (o “días creadores”, como los llamaban ellos). Esto en sí es en extremo sugestivo, ya que 168 multiplicado por 25,920 da 4'354,560 años comunes, prácticamente la duración del ciclo hindú de cuatro yugas (4'320,000 años comunes), con una diferencia de apenas 34,560 años; pero como la consideración de tan notable coincidencia nos llevaría demasiado lejos, de momento me limitaré a profundizar un tanto en la concepción del Año Divino egipcio.
Se sabe que los antiguos egipcios, como la mayoría de las culturas tradicionales antiguas, concebían un universo construido sobre la base de misteriosas relaciones numéricas en las que los diversos órdenes de magnitud se correspondían, cuantitativa y cualitativamente, unos con otros. Así, consideraban que el Año Divino de 168 años zodiacales estaba constituido por tres “divinos tiempos de labor” de 56 años zodiacales cada uno (168 : 3); cada “divino tiempo de labor” por cuatro “estaciones seminales” de 14 años zodiacales cada uno (56 : 4); cada “estación seminal” por dos “divinas semanas de gestación” —equivalentes al Día y la Noche— de siete años zodiacales cada una (14 : 2); y cada “divina semana de gestación” por siete “días creadores” de 25,920 años comunes cada uno (7 : 7), siendo ésta, como se ha visto, la duración del ciclo de precesión de los equinoccios o Año Zodiacal. Ello establecía una primera analogía, entre el año zodiacal y un “día creador”.
Adicionalmente, dividían el “día creador” de 25,920 años comunes en 12 “horas diferenciales” —equivalentes a 12 meses zodiacales— de 2,160 años comunes (25,920 : 12), es decir, el período en que el equinoccio coincide con el mismo signo del Zodíaco.
Ahora bien, como la ascendencia de cada nuevo signo se supone que va acompañada de acontecimientos catastróficos o de algún otro modo cruciales para la Tierra, esta “hora diferencial” o mes zodiacal de 2,160 años comunes ha recibido especial atención por parte de la tradición hermética. Por ejemplo, se dice que al llegar a su fin la Era de Leo y presentarse la de Cáncer, hace alrededor de 10,000 años, tuvo lugar el hundimiento de la Atlántida. El cambio de Cáncer a Géminis, por su parte, habría sido testigo del paso de un enorme cometa que sacudió a la Tierra. El de Géminis a Tauro, hace unos 6,000 años, habría señalado el comienzo de nuevas civilizaciones y el inicio del culto al toro —y a la cabra— en diversos lugares del mundo —en Egipto al buey Apis, en Babilonia y Asiria a los toros alados—, así como de fiestas ligadas a la primavera y a la procreación. Por su parte, la llegada de Aries, hace unos 4,000 años, habría coincidido con la aparición del culto al cordero pascual, símbolo de la religión judaica. Por último, el paso de Aries a Piscis habría visto la aparición y difusión del cristianismo, cuyo principal símbolo, al menos en sus comienzos, fue, como se sabe, inicialmente el pez.
Como sea, en cuanto “hora diferencial” dentro del “día creador” de 25,920 años comunes, y continuando con la analogía horaria, los egipcios dividían el período de 2,160 años en 60 “minutos” de 36 años comunes cada uno (2,160 : 60), y el “minuto” de 36 años comunes en 36 “tareas específicas” de un año común cada una (36 : 36), con lo cual establecían dos importantes analogías horarias haciendo corresponder, primero, la hora común con el “mes zodiacal”, y luego cada minuto de esa “hora” con un ciclo de 36 años comunes, igual a la mitad de un grado del círculo zodiacal. Por último, dividían la “tarea específica” o año común en siete “aptitudes creadoras” de 52 semanas y fracción cada una (365 : 7) y la “aptitud creadora” en siete “virtudes humanas” de siete días y fracción cada una (52 : 7), lo que relacionaba la semana común con el Año divino de 168 Años Zodiacales y fundamentalmente, aunque recurriendo en este caso a divisiones inexactas y fracciones, con los siete “días creadores” de 25,920 años comunes cada uno.
Pues bien, sea cual fuere la utilidad práctica de estos últimos cálculos, queda claro que los antiguos egipcios, como asimismo los griegos, persas y caldeos, asignaban una importancia particularísima al período de 25,920 años (o a su mitad de 12,960 años), el cual muy verosímilmente representaría la duración de un ciclo completo de cuatro edades. De ser así, ¿cuál sería la duración de cada una?
Según la tradición hermética, la “raza adámica”, a la que pertenecemos, habría evolucionado a través de cuatro edades de 6,480 años de duración cada una y actualmente se encontraría en las postrimerías del ciclo completo. Estas edades, naturalmente equivalentes a otras tantas “estaciones zodiacales” de tres “meses zodiacales” cada una, habrían sido determinadas por cuatro acontecimientos fundamentales: (I) Formación, desde el inicio del Año Zodiacal hasta el pecado o “caída” del hombre; (II) Pecado, desde la expulsión del Jardín del Edén hasta la tribulación, que comenzó con el Diluvio; (III) Tribulación, desde el Diluvio hasta la redención; y IV) Redención, consumada por Cristo. Así, estando el Sol por ingresar en los primeros grados de la constelación de Acuario —tras desplazarse en sentido retrógrado por las de Tauro, Aries y Piscis—, el Año Zodiacal estaría a punto de completar su último período, y la “raza adámica” el de su redención y liberación.
Permítaseme hacer aquí algunas observaciones. Estos períodos o “estaciones” —cuya descripción, a decir verdad, suena un tanto fantasiosa—, que algunas tradiciones redondean sin más en seis mil años, claramente corresponden a un ciclo más general, y por tanto más extenso, que el constituido por las edades descritas por Hesíodo, quien obviamente se refería a períodos más locales y contingentes y a ciclos ya concluidos en su época. Por otro lado, contrastan marcadamente, tanto en magnitud como por sus duraciones iguales, con los cuatro yugas de la tradición hindú, que son de una elaboración increíble y cuyas duraciones, proporcionales a la escala 4 + 3 + 2 + 1 = 10, son nada menos que 1'728,000, 1'296,000, 864,000 y 432,000 años comunes respectivamente, lo que da una duración total de 4’320,000 años para el ciclo completo. Y por lo demás está el hecho, en extremo significativo, de que esta escala es la misma, aunque en sentido inverso, que la Tetraktys pitagórica, expresada como 1 + 2 + 3 + 4 = 10. Permítaseme referirme brevemente a esta última.
Entre los griegos que expusieron la doctrina de los ciclos cósmicos —grandes filósofos como Anaximandro, Empédocles, Heráclito y posteriormente Platón y los estoicos— destaca nítidamente Pitágoras, cuyos intereses intelectuales eran ante todo matemáticos. Se dice que su descubrimiento más trascendente, y que constituiría una suerte de revelación sobre la naturaleza del universo, fue que ciertos intervalos de la escala musical pueden expresarse aritméticamente como relaciones entre los números 1, 2, 3 y 4, los cuales, sumados, dan 10, número “perfecto” en tanto que símbolo del Supremo. Originado, según la leyenda, en los tonos emitidos por un yunque sobre el que golpeaban martillos de diferentes tamaños, tal descubrimiento demostraba la existencia de un orden inherente en la naturaleza del sonido y, más aún, una organización matemática en la formación del universo, en cuya estructura, armoniosa y bella como la música misma, interviene como elemento fundamental el tiempo. Ahora bien, en tiempos de Pitágoras, y también mucho después, los eruditos griegos solían efectuar viajes de estudio a diversos países, principalmente a Egipto y Mesopotamia, y más allá todavía, a la misma India, considerada a lo largo de la historia como meta final de los buscadores de conocimiento. No está claro si Pitágoras emprendió tal viaje; pero si lo hizo, ello tal vez explicaría el origen real de su famosa Tetrakkys, sobre cuya versión hindú trataré en el próximo capítulo.
NOTA
1 Fue así como la iglesia, casi desde sus inicios, vino a oponerse de manera sistemática a la doctrina de las Cuatro Edades, entre otras razones porque afectaba la visión agustiniana de una historia dividida en tres grandes partes o períodos (en que los hombres viven, primero, sin leyes; luego bajo la ley y, por último, en el tiempo de la gracia). Y fue así como con el paso de los siglos, y en medio de una virtual conspiración de silencio, la intemporal doctrina cayó gradualmente en el olvido a medida que cobraba fuerza, en occidente al menos, y en contra de lo que todas las tradiciones antiguas —con contadas excepciones— habían enseñado, el concepto de un tiempo lineal extendiéndose indefinidamente hacia el futuro.
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