domingo, 7 de noviembre de 2010
EL MUNDO QUE YO CREO
Albert Einstein
¡Qué extraña suerte la de nosotros mortales! Estamos aquí por un
breve período, no sabemos con qué propósito, aunque a veces creemos
percibirlo, pero no hace falta reflexionar mucho para saber, en contacto
con la realidad cotidiana, que uno existe para otras personas: en primer
lugar para aquellos de cuyas sonrisas y de cuyo bienestar depende
totalmente nuestra propia felicidad, y luego, para los muchos, para
nosotros desconocidos, a cuyos destinos estamos ligados por lazos de
afinidad.
Me recuerdo a mí mismo cien veces al día, que mi vida interior y mi
vida exterior se apoyan en los trabajos de otros hombres, vivos y
muertos, y que debo esforzarme para dar en la misma medida en que he
recibido y aún sigo recibiendo. Me atrae profundamente la vida frugal y
suelo tener la agobiante certeza de que acaparo una cuantía indebida del
trabajo de mis semejantes. Las diferencias de clase me parecen
injustificadas y, en último término, basadas en la fuerza. Creo también
que es bueno para todos, física y mentalmente, llevar una vida sencilla y
modesta. No creo en absoluto en la libertad humana en el sentido
filosófico.
Todos actuamos no sólo bajo presión externa, sino también en
función de la necesidad interna. La frase de Schopenhauer: “Un hombre
puede hacer lo que quiera, pero no querer lo que quiera”, ha sido para mí,
desde mi juventud, una auténtica inspiración. Ha sido un constante
consuelo en las penalidades de la vida, de la mía, de las de los demás y
un manantial inagotable de tolerancia. El comprender esto mitiga, por
suerte, este sentido de la responsabilidad que fácilmente puede llegar a
ser paralizante, y nos impide tomarnos a nosotros y tomar a los demás
excesivamente en serio; conduce a un enfoque de la vida que, en
concreto, da al humor el puesto que se merece.
Siempre me ha parecido absurdo, desde un punto de vista objetivo,
buscar el significado o el objeto de nuestra propia existencia o de la de
todas las criaturas, y sin embargo, todos tenemos ciertos ideales que
determinan la dirección de nuestros esfuerzos y nuestros juicios. En tal
sentido nunca he perseguido la comodidad y la felicidad como fines en sí
mismos, llamo a este planteamiento ético “el ideal de la pocilga”.
Los ideales que han iluminado mi camino y me han proporcionado
una y otra vez nuevo valor para afrontar la vida alegremente, han sido:
belleza, bondad y verdad. Sin un sentimiento de comunidad con hombres
de mentalidad similar, sin ocuparme del mundo objetivo, sin el eterno
inalcanzable de las tareas del arte y de la ciencia, la vida me habría
parecido vacía. Los objetivos triviales de los esfuerzos humanos
(posesiones, éxito público, lujo) me han parecido despreciables.
Mi profundo sentido de la justicia social y de la responsabilidad
social han contrastado siempre, curiosamente, con mi notoria falta de
necesidad de un contacto directo con otros seres humanos y otras
comunidades humanas. Soy en verdad un “viajero solitario” y jamás he
pertenecido a mi país, a mi casa, a mis amigos, ni siquiera a mi familia
inmediata, con todo mi corazón. Frente a todos estos lazos, jamás he
perdido el sentido de la distancia y una cierta necesidad de estar solo...
sentimientos que crecen con los años.
Uno toma clara conciencia, aunque sin lamentarlo, de los límites del
entendimiento y la armonía con otras personas. No hay duda de que con
esto uno pierde parte de su inocencia y de su tranquilidad; por otra parte,
gana una gran independencia respecto a las opiniones, los hábitos y los
juicios de sus semejantes y evita la tentación de apoyar su equilibrio
interno en tan seguros cimientos.
Mi ideal político es la democracia. Que se respete a cada hombre
como individuo y que no se convierta a ninguno de ellos en ídolo. Tengo
plena conciencia de que para que una sociedad pueda lograr sus
objetivos, es necesario que haya alguien que piensa, dirija y asuma en
términos generales, la responsabilidad. Pero el dirigente no debe
imponerse mediante la fuerza, sino que los hombres deben poder elegir a
su dirigente. Soy de la opinión que un sistema autocrático de coerción
degenera muy pronto. La fuerza atrae siempre a hombres de escasa
moralidad y considero regla invariable el que a los tiranos de talento
sucedan siempre pícaros y truhanes.
Lo que es realmente valioso en el espectáculo de la vida humana no
es, en mi opinión, el estado político, sino el individuo sensible y creador;
sólo eso crea lo noble y lo sublime, mientras que el rebaño en cuanto tal,
se mantiene torpe en el pensamiento y torpe en el sentimiento.
La experiencia más hermosa que tenemos a nuestro alcance es el
misterio. Es la emoción fundamental que está en la cuna del verdadero
arte y de la verdadera ciencia. El que no la conozca y no pueda ya
admirarse, asombrarse ni maravillarse, está como muerto y tiene los ojos
nublados.
Fue la experiencia del misterio (aunque mezclada con el miedo) la
que engendro la religión. La certeza de que existe algo que no podemos
alcanzar, nuestra percepción de la razón más profunda y la belleza más
deslumbradora, a la que nuestras mentes sólo pueden acceder en sus
formas más toscas, son esta certeza y esta emoción las que constituyen la
auténtica religiosidad. En este sentido y sólo en éste, es en el que soy un
hombre profundamente religioso. No puedo imaginar a un dios que
recompense y castigue a sus criaturas o que tenga una voluntad parecida
a la que experimentamos dentro de nosotros mismos, ni puedo ni querría
imaginar que el individuo sobreviva a su muerte física. Yo me doy por
satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con la conciencia
de un vislumbre de la estructura maravillosa del mundo real, junto con el
esfuerzo decidido por abarcar una parte, aunque sea muy pequeña, de la
razón que se manifiesta en la naturaleza.
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