jueves, 4 de marzo de 2010
EL VALOR DEL PERDON
EL VALOR DEL PERDÓN
por Francisco-Manuel Nácher
Produjo mayor conmoción entre los terroristas, y en toda España y,
por supuesto, fue más hermoso y más constructivo, el ejemplar e
inesperado “los perdono de corazón” de aquella niña (Irene Villa) y su
madre, víctimas ambas de un atentado que las dejó sin piernas, que el
primitivo, salvaje y consabido “ni olvido ni perdono” de tantos otros. Y es
que el perdón es una energía misteriosa de la naturaleza que fortalece a la
víctima y debilita al verdugo.
¿Por qué? Porque, los que se encuentran en el ínfimo nivel evolutivo
que les permite matar semejantes sin sentir ningún remordimiento, no
parecen entender otro idioma que el de la violencia y, por tanto, la
represión, la persecución, la cárcel y, para ellos, la tortura y hasta la pena
de muerte y, sobre todo, el odio profundo y permanente, aparecen como
elementos justificadores de su conducta. Para algunos, sin embargo, ese
sistema es el único apropiado para acabar con el terrorismo. Pero la
realidad, con su tozudez característica, nos demuestra continuamente que
no es así: Llevamos más de treinta años en esa creencia y con ese sistema y
no hemos avanzado prácticamente nada.
¿A qué se debe tal duración? El sistema utilizado con los terroristas
por quienes los adoctrinan es tan simple como efectivo: Se les educa en la
creencia de que el resto de la sociedad los oprime, los margina, los
desprecia y es injusta con ellos, lo cual hace nacer en su alma el odio
contra esa sociedad agresiva y explotadora. Ese odio necesita, una vez
afianzado, manifestarse en un acto contra “la sociedad enemiga”, con el fin
de “restablecer el equilibrio” roto por ella. Si la reacción a su acto, por
parte de la sociedad, es de odio, es el “ni olvido ni perdono”, ello no hace
sino alimentar la postura inicial y dar la razón a quienes la inculcaron,
dando pie a nuevo odio y a su expresión, mediante otro acto criminal, para
volver a nivelar la situación. Pero, si la respuesta que el terrorista recibe es
“yo te perdono de corazón”, todo discurre de modo muy distinto: Queda
sorpresivamente en deuda con su víctima de modo irremediable,
desequilibrado pero sin excusa para actuar, y eso lo llena de perplejidad, lo
corroe por dentro, le hace sentirse incómodo consigo mismo y lo obliga a
pensar y a tratar de descubrir qué extraño mecanismo ha entrado en juego
en su víctima para que reaccione de un modo tan, para él, ilógico e
inesperado. Eso hará que el poso de divinidad que todo hombre, de un
modo irrenunciable, lleva en su interior, se empiece a despertar en el
principio de un túnel, más o menos largo, a cuyo final está la luz. Ya
algunos terroristas la han visto. Y acabarán haciéndolo todos. No hay otro
camino. La violencia sólo ha engendrado siempre violencia y siempre la
seguirá engendrando. Y el único antídoto contra ella es el amor.
La primera y única religión dada a todos los hombres en general, sin
distinción de razas, y que ha establecido el amor a los semejantes como
norma de vida y, consecuentemente, el perdón incondicional de las
ofensas, es la cristiana. Las demás, se dieron para pueblos determinados,
siempre “elegidos”, es decir, “distintos” y, por tanto, “superiores a los
otros”, y que se llamaron, por ello, “religiones de raza”. Y todas ellas,
desde los tiempos bíblicos, instituyeron, como medio para restablecer el
equilibrio jurídico y social alterado por el delito, la tan conocida Ley del
Talión, es decir, el “ojo por ojo y diente por diente”, o sea, en lenguaje
coloquial, “deseo hacerte, y si puedo te lo haré, lo mismo que tú me has
hecho porque, hasta entonces, no me sentiré tranquilo”. Lo cual
institucionalizó la venganza en esos pueblos.
No resulta, pues, raro que las dos culturas más próximas
históricamente a la nuestra, la musulmana y la hebrea, ambas con la Ley
del Talión como norma ética de conducta en sus Escrituras respectivas y,
por tanto, reacias a perdonar, lleven ya cincuenta años demostrando la
ineficacia del sistema, a costa de innumerables vidas e incesantes
crueldades, violencias e injusticias, cuyo fin no se vislumbra y, en cambio,
los países europeos, que han protagonizado y sufrido una guerra terrible
entre ellos, gracias al poso cristiano de su cultura, hayan sabido y podido
perdonarse, y comenzar de nuevo a caminar juntos, casi apenas alcanzada
la paz, quedándose tan sólo atrás, significativamente, los que no supieron
perdonar.
Y resulta igualmente comprensible que Hollywood, cuyo origen y
cuyos protagonistas económicos y artísticos han sido y son en su mayoría
hebreos, aún siendo todos ellos grandes y admirables hombres en todos los
sentidos, no hayan podido evitar el poso de “Ley del Talión” de su cultura
milenaria, y lo hayan incorporado, como cosa natural, a sus películas que,
desgraciadamente, están consiguiendo que los europeos empecemos a
encontrar obvio que la reacción normal frente a la ofensa, de cualquier
tipo, sea la de la venganza cuando, según nuestra propia cultura cristiana,
lo lógico sería perdonar, tender la mano al enemigo y tratar de unir
nuestros esfuerzos para progresar juntos los dos.
El terrorismo nos está poniendo continuamente en el brete de tener
que reaccionar de uno u otro modo y, desgraciadamente, y en gran parte
debido a la influencia permanente y obsesiva del cine yanqui - hasta los
mismos norteamericanos, a pesar de sus ascendencia mayoritariamente
europea y, por tanto, cristiana, ya han empezado a creer que el “american
way of life” es el de las películas, es decir, el del odio y la venganza - se
está logrando que muchos españoles reaccionen también erróneamente.
No estoy diciendo que no haya que hacer todo lo posible por evitar
los asesinatos y que no haya que perseguir y condenar y encarcelar, por
insociables, a los asesinos. No. Lo que estoy diciendo es que debería bastar
con su odio y que no hace falta el nuestro. Nuestro papel es muy distinto,
si no queremos situarnos a su mismo nivel y perder así toda nuestra fuerza
moral. Hay que tender la mano, perdonar, dialogar, tratar de comprender,
disculpar… O seguir odiando y muriendo y encarcelando. Ya dijo un sabio
muy sabio que “la mejor venganza consiste, precisamente, en no
vengarse”.
Hay, pues, que saber, precisamente, olvidar y perdonar. Porque, si no
se olvida, se recuerda y, si se recuerda, se odia y, si se odia, no se
perdona y, si no se perdona, se pierde la paz y, si se pierde la paz, se hace
imposible la felicidad y, si no se puede ser feliz, ¿qué sentido tiene la
vida?
¿Que es difícil? ¡Claro! El fundador de la religión cristiana, en la
que, queramos o no, hemos bebido y seguimos bebiendo la mayor parte de
los españoles, incluso sin saberlo o sin quererlo, ya nos advirtió que “el
sendero es angosto y empinado”. Pero es el único seguro. Porque el otro,
el aparentemente más fácil y llano y transitable, es, en realidad, terrible y
está sembrado de cadáveres y de odios y de desdichas. Por eso estableció
el perdón de las ofensas como característica distintiva de su religión. Y nos
dio su ejemplo. Y aquel perdón que pidió para sus asesinos, en la cruz, fue
lo que hizo posible que su religión durase milenios. ¿Qué hubiera ocurrido
si, en aquel momento supremo, hubiese maldecido a sus verdugos? ¿Dónde
estaría ahora la religión cristiana? ¿Cuánto habría durado?
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