lunes, 16 de noviembre de 2015
El Vínculo Secreto entre Egipto y América
El Vínculo Secreto entre Egipto y América
Publicado por Fedex Despierta
En marzo de 1519, el conquistador Hernán Cortés desembarcó en México con solo 508 soldados. Los aztecas, bajo su rey Moctezuma, tenían decenas de miles de guerreros. Pero, en poco más de dos años los españoles los derrotaron y destruyeron su imperio.
Los indios fueron esclavizados, se construyeron iglesias cristianas donde antes había templos aztecas, el nombre de la capital, Tenochtitlán, se cambió por el de ciudad de México, y el país pasó a llamarse Nueva España. ¿Por qué triunfaron los españoles con tal facilidad? Porque los aztecas los tomaron por descendientes del dios Quetzalcóatl, al que se conoce por el extraño nombre de «la serpiente emplumada».
Se supone que este mismo dios, en otras partes de América del Sur, recibía el nombre de Viracocha, Votan, Kukulcán o Kon-Tiki. De todos modos afirma la leyenda que Quetzalcóatl era un hombre blanco, alto y barbudo, y que llegó de alguna parte del sur, poco después de una gran catástrofe que había oscurecido el sol durante mucho tiempo. Se dice que Quetzalcóatl trajo el sol de nuevo y también trajo las artes de la civilización. ¿Estuvo la llegada de Quetzalcóatl relacionada con el oscurecimiento del sol? ¿Es posible que estuviera huyendo de la catástrofe que lo causó?. Después de un intento de matarle a traición, el «dios» regresó al mar, tras prometer que algún día volvería. Dio la casualidad de que Cortés había desembarcado cerca del lugar donde se esperaba a Quetzalcóatl y ésta es la razón por la cual Moctezuma, que era supersticioso, permitió que Cortés le hiciera prisionero.
Colin Henry Wilson (nacido el 26 de junio de 1931 en Leicester), es un escritor del Reino Unido, así como un destacado filósofo. Los principales temas de su obra son la criminalidad y el misticismo. Nacido y educado en Leicester, Reino Unido, dejó los estudios a los 16 años. Cuando tenía 24 años, publicó The Outsider (1956), que examina el papel del proscrito social en varias obras literarias y figuras culturales, donde examina a Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Ernest Hemingway, Hermann Hesse, Fyodor Dostoyevsky, William James, T. E. Lawrence, Vaslav Nijinsky y Vincent Van Gogh, y donde Wilson discute su percepción de la alienación social en su obra.
El libro fue un éxito de ventas y ayudó a popularizar el existencialismo en Gran Bretaña. Sin embargo, el elogio de la crítica fue breve. Colin Wilson también ha escrito obras sobre temas metafísicos y ocultistas. En 1971 publicó The Occult: A History, realizando una exégesis de Aleister Crowley, G. I. Gurdjieff, Helena Petrovna Blavatsky, la cábala, la magia primitiva, Franz Anton Mesmer, Gregor Rasputin, Daniel Dunglas Home y Paracelso, entre otros. También escribió una biografía especialmente objetiva de Crowley: Aleister Crowley: The Nature of the Beast, así como biografías de Gurdjieff, C. G. Jung, Wilhem Reich, Rudolf Steiner, y P. D. Ouspensky. Originalmente Colin Wilson se concentró en el desarrollo de lo que llamaba la “Facultad X”, que incrementaba la percepción y proporcionaba habilidades como la telepatía o la percepción energética. En sus obras posteriores sugiere la posibilidad de la existencia de vida tras la muerte y de los espíritus, que personalmente analiza como miembro del “Ghost Club”. En 1996 escribió “From Atlantis to the Sphinx”, que en español se publicó con el título “El Mensaje Oculto De La Esfinge”, en el que me he basado para escribir éste y otros artículos.
Una de las razones por las cuales los españoles no tuvieron reparo en matar aztecas era que les horrorizaba la tradición de sacrificios humanos que éstos tenían. El sacerdote azteca practicaba cuidadosamente una incisión en las costillas con un cuchillo de sílex, mientras varios hombres sujetaban los brazos y las piernas de la víctima sobre al altar, y luego introducía su mano y arrancaba el corazón todavía palpitante. Cuando la víctima era un bebé, como ocurría en muchos casos, no hacía falta sujetarla. A menudo tales víctimas se sacrificaban por docenas e incluso, cuando se trataba de prisioneros, por cientos o miles. Lógicamente, los españoles lo consideraban una costumbre atroz y bárbara. Lo que no sabían era que databa de miles de años y que su finalidad era impedir que los dioses provocaran el fin del mundo mediante alguna catástrofe violenta, como habían hecho en un pasado remoto. Casi dos siglos más tarde, en 1697, cuando un viajero italiano llamado Giovanni Careri visitó México, encontró un país explotado por codiciosos mercaderes españoles y sacerdotes fanáticos e ignorantes que se afanaban en destruir las señales de la antigua civilización. Dice un cronista: «Encontramos gran número de libros, pero como no contenían nada más que supersticiones y falsedades del diablo, los quemamos». Giovanni Francesco Gemelli Careri fue un aventurero y viajero italiano del siglo XVII, recordado por ser uno de los primeros europeos que completó una vuelta al mundo sin usar medios propios, pagando su pasaje en diferentes medios de transporte. En sus viajes se inspiró Jules Verne para su novela La vuelta al mundo en ochenta días (1872). Algunos sospecharon que espiaba para el Vaticano en sus viajes.
Gemelli Careri nació en Taurianova en 1651, y murió en Nápoles en 1725. Obtuvo el doctorado en Derecho en la Universidad de los Jesuitas de Nápoles y después de terminar sus estudios entró en la Judicatura por poco tiempo. En 1685 se tomó un tiempo para viajar por Europa (Francia, España, Hungría y Alemania) y en ese viaje fue herido durante el asedio de la ciudad de Buda. En 1687 regresó a Nápoles y volvió a entrar en la Judicatura. También comenzó a trabajar en sus primeros dos libros: Relazione delle Campagne d’Ungheria (1689), con Matteo Egizio de coautor, y en Viaggi in Europa(1693). En esa época Gemelli sufrió varias frustraciones en el desempeño de su profesión legal y se le negaron ciertas oportunidades al no tener un origen aristocrático. Finalmente, decidió abandonar su carrera para hacer un viaje alrededor del mundo. Ese viaje que duró cinco años, le llevaría a escribir su libro más conocido, Giro Intorno al Mondo (publicado en seis volúmenes en 1699-1700). Gemelli Careri comenzó su viaje alrededor del mundo en 1693 con una visita a Egipto, Constantinopla y Tierra Santa. En esa época, la ruta del Próximo Oriente ya empezaba a ser un ingrediente común de cualquier viaje al extranjero, una etapa que ya no merecía la pena contar. Sin embargo, a partir de allí este turista italiano recorrería caminos menos transitados. Después de cruzar Persia y Armenia visitó el sur de la India y entró en China, donde los misioneros jesuitas supusieron que un viajero italiano tan inusual podría ser un espía al servicio del Papa. Este fortuito malentendido le abrió muchas de las puertas más inaccesibles del país y Careri llegó a visitar al emperador en Pekín, asistió a las celebraciones de la Fiesta de las Linternasy recorrió la Gran Muralla China.
Desde Macao, Careri navegó hasta las islas Filipinas, donde se quedó durante dos meses mientras esperaba la salida del galeón de Manila. Según describió en su diario, el medio año de viaje transoceánico a Acapulco fue una pesadilla plagada de alimentos en mal estado, brotes epidémicos y ocasionales tormentas. En México, Careri se convirtió en una celebridad por el sencillo método de narrar sus anécdotas una y otra vez a los aristócratas locales. Entre las anécdotas vividas en México destaca su paso por la población de Zumpango del Río, en el actual estado de Guerrero, ya que estando acampado en el cañón del Zopilote fue sorprendido por un sismo que según sus propias palabras «duró lo que dos padrenuestros». Su curiosidad insaciable le llevó más allá de la capital, visitando varias ciudades mineras y las antiguas ruinas de Teotihuacan. Tras cinco años de vagar alrededor del mundo, Gemelli Careri finalmente regresó a Europa desde Cuba en la flota de Indias. Pero en Ciudad de México halló Careri a un sacerdote que era una excepción: don Carlos de Sigüenza, científico e historiador que sabía hablar la lengua de los indios y leer sus jeroglíficos. Basándose en manuscritos antiguos, Sigüenza había sacado la conclusión de que los aztecas habían fundado la ciudad de Tenochtitlán, -así como el imperio azteca, en 1325. Antes de ellos hubo la raza de los toltecas y antes de éstos, la misteriosa raza de los olmecas, que vivían en las tierras bajas tropicales y que, según la leyenda, habían llegado por el mar procedentes del Este. Según Sigüenza, procedían de la Atlántida.
Carlos de Sigüenza y Góngora (Ciudad de México; 1645 – 1700) era un científico, historiador y literato novohispano, contemporáneo de Newton y Leibniz. Hijo menor de ocho hermanos, estaba emparentado con el famoso poeta barroco del Culteranismo Luis de Góngora. Su padre fue tutor de la familia real en España y al emigrar al Nuevo Mundo se integró a la burocracia virreinal por el resto de su vida. Con un trabajo seguro y experiencia docente no tuvo dificultades en brindar él mismo la educación básica que necesitaban sus hijos. En 1662, Sigüenza ingresó al colegio jesuita de Tepotzotlán para iniciar sus estudios religiosos, los mismos que continuó en Puebla. En 1667 fue expulsado de la orden por indisciplina. Regresa a la Ciudad de México e ingresa a la Universidad Real y Pontificia. En 1672 asumió el cargo de catedrático de astrología y matemáticas, en el puesto que había ocupado Diego Rodríguez 30 años antes; lo ocupó durante 20 años realizando contribuciones notables, mientras desempeñaba simultáneamente el cargo de capellán del Hospital del Amor de Dios. En 1681 Sigüenza escribió el libro “Manifiesto filosófico contra los Cometas”, en que trataba de calmar el temor supersticioso que provocaba en la gente este fenómeno cósmico. Al separar la superstición de los hechos observables, Sigüenza estaba de hecho separando la astrología de la astronomía, como las concebimos actualmente. El jesuita Eusebio Kino criticó fuertemente este texto desde un punto de vista aristotélico-tomista, pero, lejos de intimidarse, Sigüenza respondió publicando su obra “Libra astronómica y philosóphica” (1690), donde fundamentaba rigurosamente sus argumentos sobre los cometas según los conocimientos científicos más actualizados de su tiempo; contra el tomismo y el aristotelismo del padre Kino citaba autores como Copérnico, Galileo, Descartes, Kepler y Tycho Brahe.
Hasta recientemente se había pensado que el librito publicado por Sigüenza en 1690 que describe las aventuras de un puertorriqueño llamado Alonso Ramírez (“Los infortunios de Alonso Ramírez“) era una pura ficción inventada por el famoso intelectual mexicano. Sin embargo, el historiador Fabio López Lázaro ha ofrecido pruebas documentales tomadas de varios archivos que prueban contundentemente que “Los infortunios” no es ficción sino un relato autobiográfico, cuyo contenido histórico, hasta los detalles más mínimos, no se puede cuestionar. Las intensas lluvias de 1691 anegaron los campos y amenazaron con inundar la ciudad, y una plaga, consecuencia de toda esa humedad, consumió los trigales. Sigüenza utilizó un aparato precursor del microscopio para descubrir que la causa de la plaga era el Chiahuiztli, un insecto semejante a la pulga. Como consecuencia de este desastre, hubo al año siguiente una severa escasez de alimentos que provocó un motín popular. Las multitudes saquearon los comercios de los españoles europeos (gachupines) y provocaron numerosos incendios en los edificios del gobierno. Sigüenza logró rescatar del incendio la biblioteca de la ciudad, salvándola de una gran pérdida. El motín se controló, como es usual, con violencia. Los cálculos de Sigüenza establecieron en unos diez mil el número de los participantes en el motín. Como cosmógrafo real de la Nueva España trazó mapas hidrológicos del Valle de México. En 1693 fue enviado por el virrey como acompañante del almirante Andrés de Pez en un viaje de exploración al norte del Golfo de México y en especial a la península de Florida, donde trazó mapas de la bahía de Pensacola y de la desembocadura del río Misisipi. Probablemente esta experiencia inspiró su novela de aventuras marinas “Los infortunios de Alonso Ramírez”.
mexica-tenochtitlan
En sus últimos años dedicó mucho tiempo a coleccionar material para una historia del México antiguo. Desafortunadamente, la muerte prematura interrumpió este trabajo que no fue retomado hasta siglos después, cuando la conciencia criolla se había desarrollado lo suficiente para interesarse en la identidad de su nación. Al morir donó su valiosa biblioteca con más de 518 libros al colegio jesuita y ordenó que su cuerpo fuera entregado a la medicina, para que se encontrara la cura contra el mal que provocó su muerte. Careri supo por Sigüenza que la civilización india también tenía sus grandes pirámides, incluida una en Cholula que era tres veces más grande que la Gran Pirámide de Gizeh, que Careri había visitado.
Siguiendo la recomendación de Sigüenza, Careri se fue a la ciudad de San Juan de Teotihuacán y quedó impresionado al ver las magníficas Pirámides de la Luna y del Sol, aun cuando ambas estaban parcialmente enterradas. Lo que le intrigó fue cómo habían logrado los indios transportar aquellos enormes bloques desde canteras lejanas. Pero nadie supo decírselo. Tampoco nadie pudo sugerir cómo se las habían arreglado los aztecas para tallar grandes ídolos de piedra sin escoplos de metal, ni cómo los habían subido a la cúspide de las pirámides. Cuando, en 1719, Careri publicó la historia de su viaje alrededor del mundo en nueve volúmenes, la obra fue recibida con incredulidad y hostilidad. Sus críticos hicieron correr el rumor de que nunca había salido de Nápoles. Una de las causas principales de esta hostilidad eran las descripciones de la civilización de los aztecas que hacía Careri. Los europeos se negaban a creer que unos salvajes hubieran sido capaces de crear una cultura que podía compararse con la de Egipto y la de Grecia en la antigüedad.
Muchos viajeros distinguidos visitaron México y describieron sus ruinas. Entre ellos el gran Alexander von Humboldt. Pero por el motivo que fuese sus descripciones no surtieron ningún efecto fuera de los círculos eruditos. Hasta mediados del siglo XIX no llegaría el legado de América del Sur a conocimiento de un público más amplio. En 1841, una obra en tres volúmenes, titulada Viaje al Yucatán, obtuvo un inesperado éxito de venta y su autor, un joven abogado de Nueva York que se llamaba John Lloyd Stephens, se hizo célebre de la noche a la mañana en Europa así como en los Estados Unidos. Stephens ya había explorado la arqueología del Viejo Mundo, en Egipto, Grecia y Turquía. Y al leer el informe de un coronel mexicano que hablaba de enormes pirámides enterradas en la jungla de Yucatán -a orillas del golfo de México-, recurrió a sus influencias políticas y se hizo nombrar encargado de negocios en América Central. Al partir para ocupar dicho puesto, se llevó consigo a un artista llamado Frederick Catherwood. Después de desembarcar en Belice, Stephens y Catherwood emprendieron viaje al interior siguiendo la frontera entre Honduras y Guatemala. Resultó más peligroso e incómodo que viajar por el Oriente Medio.
Una guerra civil asolaba el país en aquellos momentos y los dos hombres pasaron una noche detenidos mientras soldados borrachos disparaban sus fusiles al aire. Después, se internaron en la espesa jungla, donde las copas de los árboles se juntaban en lo alto y el aire sofocante estaba lleno de mosquitos. Respiraban el hedor de las materias vegetales en descomposición y sus caballos se hundían a menudo hasta el vientre en los pantanos. Stephens casi había perdido la fe cuando un día se encontraron con un muro construido con bloques de piedra en el que había un tramo de escalones que subían hasta una terraza. El guía indio atacó las lianas con su machete y luego, al apartarlas, dejó al descubierto una especie de estatua que parecía un inmenso tótem cuya altura era más del doble de la estatura de un hombre. Un rostro inexpresivo con los ojos cerrados les miraba desde arriba; los motivos decorativos eran tan ricos y estaban tallados de forma tan primorosa, que parecía alguna de las estatuas de Buda que se encuentran en la India. Sin duda alguna se encontraban ante la obra de una civilización muy avanzada.
Durante los días siguientes Stephens se dio cuenta de que se hallaba al borde de una ciudad magnífica y enterrada casi totalmente en la jungla. Se llamaba Copán y en ella había restos de enormes pirámides esca- lonadas -parecidas a la de Sakkara- que formaban parte del complejo de un templo.
El indio que era propietario del lugar, un tal don José María, al principio se mostró irritado ante la presencia de intrusos extranjeros, pero pronto se avino a razones cuando éstos le propusieron comprar la ciudad de la jungla por una suma inmensa que superaba todas sus expectativas. De hecho, la oferta -50 dólares- le convenció de que estaba tratando con un par de imbéciles, pero aceptó sin dejar que se le notara la perplejidad que le producía el deseo de comprar una propiedad que no valía nada. Stephens dio una fiesta y ofreció cigarros a todo el mundo, incluso a las mujeres.
En – Viaje al Yucatán, libro de Stephens, el mundo civilizado tuvo por primera vez noticia de los mayas, que eran un pueblo antiguo que precedió a los toltecas (con quienes coincidió en parte) y que había construido Copán hacia el año 500 d. de C.; en otro tiempo sus ciudades se habían extendido de Chichén Itzá -en Yucatán- a Copán, de Tikal en Guatemala a Palenque en Chiapas. Sus templos eran tan magníficos como los de Babilonia; sus ciudades, tan elegantes como París o Viena en el siglo XVIII; su calendario, tan complejo y preciso como el del antiguo Egipto. Sin embargo, los mayas también representaban un gran misterio. Hay pruebas de que, hacia el año 600 d. de C., decidieron abandonar sus ciudades; su método, al parecer, consistía en trasladarse a un nuevo lugar de la jungla y construir allí otra ciudad.
En un principio se pensó que eran expulsados por sus enemigos. Pero luego, al aumentar el conocimiento de su sociedad, resultó claro que no tenían enemigos; en su propio territorio eran supremos. También hubo que descartar que la causa fuese alguna catástrofe natural -un terremoto o unas inundaciones, por ejemplo-, toda vez que no se encontró ninguna señal de destrucción. Y si la causa hubiera sido alguna plaga, los cementerios habrían estado llenos y no era así tampoco. La teoría más verosímil es la que propuso el arqueólogo norteamericano Sylvanus Griswold Morley, que creía que el origen de los mayas se remontaba al 2500 a. de C. Morley señaló que las ciudades mayas sugerían una rígida estructura jerárquica, con los templos y los palacios de la nobleza en el centro, y las chozas de los campesinos dispersas alrededor de los bordes. En la sociedad maya no existía «clase media», sino sólo campesinos y aristócratas (los sacerdotes se contaban entre éstos).
La tarea de los campesinos consistía en mantener a las clases altas con su trabajo… en particular, el cultivo del maíz. Pero sus métodos agrícolas eran primitivos: arrojar semillas dentro de un agujero hecho con un palo. Al parecer, no sabían nada sobre la conveniencia de dejar que ciertos campos «descansaran», es decir, dejarlos en barbecho. A causa de ello, la tierra que rodeaba las ciudades se volvía yerma poco a poco y entonces era necesario mudarse a otra parte. Además, debido a la rigidez de la estructura social, la clase gobernante no recibía sangre nueva. De manera que la tierra de labranza perdió su fuerza, la población campesina creció, la decadencia de los gobernantes fue en aumento, la sociedad empezó a desmoronarse lentamente… y un pueblo otrora grande cayó en el primitivismo, lo cual confirma la sospecha del académico norteamericano Charles Hutchins Hapgood, estudioso de los períodos glaciares, así como de las grandes alteraciones climáticas del planeta debidas a los cuatro grandes cambios de posición de los polos, de que la historia puede retroceder.
El libro de Stephens inspiró a un abad francés, Charles Étienne Brasseur de Bourbourg, que decidió seguir sus pasos en México. En Guatemala encontró el libro sagrado de los indios quichés, el Popol Vuh, lo tradujo al francés y lo publicó en 1864.
Aquel mismo año sacó una traducción de la Relación de las cosas de Yucatán, del obispo Diego de Landa, obra de inmenso valor que escribió uno de los «conquistadores» españoles originales y que estaba acumulando polvo en los archivos de Madrid. Su obra en cuatro volúmenes Historia de las naciones civilizadas de Méjico y de la América Central en los siglos anteriores a Cristóbal Colón fue reconocida inmediatamente como la más importante que se había escrito sobre el tema hasta entonces. Pero uno de sus descubrimientos más interesantes fue un libro religioso de los mayas conocido por el título de Troano Codex, que más adelante, al encontrarse una segunda parte, se convertiría en el Codex Tro-Cortesianus, propiedad de un descendiente de Cortés, porque fue en este libro donde Brasseur vio que se mencionaba una gran catástrofe que había convulsionado América Central en un pasado remoto
. Brasseur declaró que el año podía identificarse como el 9937 a. de C. y destruyó gran parte de la civilización existente en aquella remota época. Brasseur había conocido a nativos que conservaban la tradición oral relativa a la destrucción de un gran continente en el océano Atlántico, y no tenía ninguna duda, al igual que el Codex, de que se referían a la destrucción de la Atlántida. Seguidamente conjeturó que era en la Atlántida donde tenían su origen las civilizaciones de Egipto y América del Sur. Esta conjetura pareció encontrar confirmación en una crónica de un gran cataclismo que se describía en los escritos de la tribu náhuatl, cuya lengua había aprendido directamente Brasseur de un descendiente de Moctezuma. Sugirió que Quetzalcóatl, el dios blanco que llegó del mar, era un habitante de la Atlántida perdida.
El náhuatl (que deriva de nāhua-tl, “sonido claro o agradable” y tlahtōl-li, “lengua o lenguaje“) es una lengua uto-azteca que se habla principalmente por nahuas en México y en América Central. Surgió por lo menos desde el siglo VII. Desde la expansión de la cultura tolteca a finales de siglo X en Mesoamérica, el náhuatl comenzó su difusión por encima de otras lenguas mesoamericanas hasta convertirse en lingua franca de buena parte de la zona mesoamericana, en especial bajo los territorios conquistados por el imperio mexica, también llamado imperio azteca, desde el siglo XIII hasta su caída (el 13 de agosto de 1521) en manos de los españoles, motivo por el cual a la lengua náhuatl también se le conoce con el nombre de lengua mexicana.
De hecho los hablantes de la lengua náhuatl llaman a este idioma mexicatlahtolli o lengua mexicana y los hablantes bilingües (los que hablan español y náhuatl) llaman a este idioma mexicano. Otras fuentes señalan que la lengua náhuatl originalmente se conocía como tzemanauacatlahtolli, y que por la dificultad de pronunciación, fue reducida simplemente a náhuatl, aunque también recibe el nombre de mexicano o lengua mexicana. El náhuatl comenzó a perder hablantes conforme se fueron imponiendo los españoles en el continente, junto con el castellano como nueva lengua dominante en Mesoamérica; sin embargo, los europeos siguieron usando el náhuatl con propósitos de conquista a través de los misioneros, llevando la lengua a regiones donde previamente no había influencia náhuatl. El náhuatl es la lengua nativa con mayor número de hablantes en México, con aproximadamente un millón y medio, la mayoría bilingüe con el español. Su uso se extiende desde el norte de México hasta Centroamérica.
El náhuatl pertenece a la familia yuto-nahua (yuto-azteca) y, junto con el extinto pochuteco y el pipil, conforma el grupo aztecoide de dicha familia de lenguas. Dentro de la familia yuto-azteca el grupo aztecoide es especialmente cercano al grupo corachol (cora, huichol), formado por lenguas situadas al noroeste del foco de origen del náhuatl. El parentesco es algo más distante con el grupo tepimano (pápago, tepehuán) y el grupo taracahita.
Desde un punto de vista tipológico, resalta su importancia como ejemplo de idioma aglutinante, particularmente en la morfología verbal y en la formación del léxico. Tipológicamente es además una lengua de núcleo final, en el que el modificador suele preceder al núcleo modificado. Existe un número importante de variedades (dialectos) de náhuatl que difieren sistemáticamente, y aunque en general el grado de inteligibilidad mutua entre variantes de náhuatl es alto, el náhuatl clásico probablemente era parcialmente ininteligible con el pipil o el pochuteco. El náhuatl se clasifica en la familia uto-azteca y es la lengua hablada por el mayor número de grupos étnicos distintos en México.
También fue ampliamente usada desde los siglos XIV a XVII como lingua franca en amplias zonas de Mesoamérica. Sin embargo, el origen ancestral de esta lengua estaría según la evidencia disponible fuera de Mesoamérica. Los hablantes de náhuatl llegaron al valle de México a mediados del primer milenio d. C., asentándose el grupo mexica (o azteca) desde mediados del siglo XIII. Éstos procedían del noroeste, de Michoacán y Jalisco, y muy posiblemente de Nayarit. Hacia el año de 900 d. C., una nueva oleada de inmigrantes, de habla náhuatl, penetró en el área de las grandes civilizaciones de Mesoamérica. Muy probablemente los toltecas eran nahuaparlantes.
Se piensa que la influencia de la cultura Mexica y su lengua náhuatl llegó más allá de las fronteras del Valle de Anáhuac hasta Aridoamérica y Oasisamérica en América del Norte y hasta Nicaragua en Centroamérica. Gerardo Said escribe que dicha influencia abarcaba desde al norte del trópico de cáncer al norte de la República Mexicana hasta el sur de Norteamérica Nicān Ānāhuac’ ‘hasta aquí el Anáhuac’. Los aztecas o mexicas, quienes fundaron su capital México-Tenochtitlan en 1325, hablaban una variedad de náhuatl central, y al extenderse su imperio a través de una gran parte del centro y sur de lo que ahora es la República Mexicana, la lengua se difundió considerablemente. Ya era hablado en algunas zonas que hoy abarcan el valle de Anáhuac; hoy el Distrito Federal y los estados limítrofes como México, Morelos, Hidalgo, Puebla, Veracruz y Guerrero.
Algunos nahuas de esta región han conservado su lengua autóctona hasta la época moderna. Los grupos étnicos de origen nahua conformaron varias ciudades estados ya desde el siglo XII: tecpanecas, tlaxcaltecas, xochimilcas, huexotzingas, acolhuas, texcocanos, cholultecas, etc. Sin embargo, el náhuatl es mejor conocido por su uso entre los mexicas o aztecas, por ser éste el grupo que logró la hegemonía militar y cultural sobre los demás. Desde los primeros tiempos, siempre ha existido una fragmentación dialectal de cierta importancia que se ha profundizado en los últimos 500 años. El náhuatl clásico no es otra cosa que la variedad usada durante el siglo XVI en el Valle de México, particularmente la de México-Tenochtitlan (la actual ciudad de México), la cual fue compilada por diversos misioneros europeos. Existe evidencia de la presencia del náhuatl en toda la zona conocida como Mesoamérica, si bien su origen mítico apunta a la parte de México conocida como Aridoamérica y Oasisamérica.
Durante la última parte del imperio azteca, existieron escuelas y academias en las cuales, entre otras actividades culturales, se enseñaba a la juventud a hablar bien, a memorizar, a recitar, a cantar sin y con acompañamiento instrumental (con teponaztli, huehuetl y ayacachtli, principalmente), y a “ensartar palabras bellas“. En los templos había toda una escuela asalariada de compositores de poesía y canto en servicio del sacerdocio y la nobleza. Las obras literarias en náhuatl previas a la conquista toman la forma de escritura en parte pictográfica con elementos fonéticos, que seguramente se usó para memorizar las tradiciones orales. La introducción del alfabeto latino por los frailes españoles desempeñó un importante papel en la preservación de parte de la cultura mexica, mientras que la otra parte fue abandonada por los indígenas en favor de la traída por los mismos españoles o directamente destruida por éstos. La obra de Bernardino de Sahagún (1530-1590) tuvo una importancia crucial, pues contiene una investigación enciclopédica sobre la civilización mexica y muchos ejemplos de escritos históricos, religiosos, medicinales y poéticos, en una amplia variedad de temas y estilos.
A partir de 1521, de la caída de Tenochtitlan ante las tropas tlaxcaltecas aliadas con los españoles, comenzó un enorme proceso de evangelización que requería el conocimiento de la lengua del imperio conquistado. Así, el náhuatl que había sido lingua franca del imperio azteca, extendiéndose con sus diversos dialectos por todo el centro de México y hasta América Central, siguió siendo usado ampliamente e incluso extendido después de la conquista. El franciscano Juan de Zumárraga, primer obispo de Tenochtitlan, introdujo la imprenta en Nueva España. Esto permitió la publicación de la Doctrina cristiana breve traducida en lengua mexicana, salida de la prensa en 1546, obra de fray Alonso de Molina en náhuatl.
Fray Andrés de Olmos, colaborador de Zumárraga y figura clave en la historia etnográfica y lingüística mexicana, es el primero en escribir una gramática en lengua náhuatl. Una gramática posterior, que data de 1645, ha sido empleada con frecuencia como modelo para métodos de estudio modernos. En el siglo XVI, adoptó el alfabeto latino a consecuencia de la colonización española, escribiéndose de acuerdo a las normas ortográficas del castellano del siglo XVI. Esta forma de escribir el náhuatl perdura hasta nuestros días y se conoce a veces como náhuatl clásico o simplemente náhuatl, por oposición al náhuatl moderno, cuya ortografía no ha sido regulada. Un aspecto poco estudiado del náhuatl en el período colonial es que también fue usado durante el proceso de colonización de las Filipinas, llevada por los indígenas mexicanos y algunos criollos que llegaron al archipiélago para realizar trabajos fuertes y labores administrativas, respectivamente. En particular, el tagalo presenta influencia del náhuatl en una proporción notoria de su vocabulario. Unos pocos ejemplos de esto son las siguientes palabras en tagalo: kamote (camote, camotli), sayote (chayote, hitzayotli), atswete (achiote, achiotl), sili (chile, chili), tsokolate (chocolate, xocolatl), tiyangge (tianguis, tianquiztli), sapote (zapote, tzapotl). Sin embargo, algunas otras lenguas minoritarias de Filipinas no sólo recibieron esta influencia en el plano semántico, sino también en su gramática y en muchas expresiones cotidianas, al grado que es muy notoria en fórmulas de cortesía y en oraciones católicas como el Padre Nuestro, que aparece como una mezcla de al menos tres lenguas de tres troncos lingüísticos distintos (castellano, náhuatl y la lengua nativa filipina).
En el colegio de San Gregorio, en Ciudad de México, Brasseur descubrió un manuscrito en náhuatl (al que dio el nombre de Chimalpopoca Codex), por el cual se enteró de que el inmenso cataclismo se había producido hacia el 10500 a. de C., pero no fue una sola catástrofe, tal como la describía Platón, sino una serie de cuatro como mínimo, cada una de las cuales fue resultado de un desplazamiento del eje de la Tierra. Estas ideas tan desprovistas de rigor académico difícilmente podían excusarse, ni siquiera en alguien cuyo conocimiento de la cultura de América Central era mayor que el de la mayoría de los profesores, y en sus últimos años Brasseur fue objeto de más burlas de las que le correspondían.
Sin embargo, muchas de sus teorías las corroborarían más adelante los «mapas de los antiguos reyes del mar» de Hapgood, a la vez que Graham Hancock cita Nature en el sentido de que la última inversión de los polos magnéticos de la Tierra ocurrió hace 12.400 años: dicho de otro modo, hacia el 10400 a. de C. Brasseur creía que existió una antigua civilización de navegantes mucho antes de que aparecieran las primeras ciudades en el Oriente Medio y que sus marineros llevaron su cultura a todo el mundo.
También creía que formaba parte de su religión el culto a Sirio, la estrella perro, lo cual se anticipaba a los sorprendentes descubrimientos que Marcel Griaule y Germaine Dieterlen hicieron entre los dogon africanos en el decenio de 1930. Entre 1864 y 1867, la historia de México tomó un giro cuando el gobierno francés, bajo Napoleón III, envió una expedición militar encabezada por el archiduque Maximiliano de Austria, hermano del emperador Francisco José, para que pusiera fin a la guerra civil reclamando el trono. Maximiliano, que era un liberal de carácter apacible, fomentó las artes, subvencionó la investigación de las pirámides de Teotihuacán y se esforzó al máximo por hacer frente a la corrupción total que formaba parte de la vida mexicana.
Traicionado por Napoleón III, que decidió retirar su ejército, Maximiliano fue capturado por el general rebelde Porfirio Díaz y fusilado. La emperatriz Carlota, su esposa, se volvió loca y no recuperó el juicio durante el resto de su larga vida, muriendo en 1927. Pero Maximiliano dejó un rico legado a los historiadores: una biblioteca de cinco mil volúmenes sobre la cultura maya que compró a un coleccionista llamado José María Andrade y que fue enviada a Europa. Entre los europeos que huyeron de México a raíz de la ejecución de Maximiliano se encontraba un joven francés llamado Desiré Charnay que había sido el primero en fotografiar las ruinas con una cámara oscura.
Mientras sus ayudantes instalaban la cámara, Charnay se entretuvo pinchando el suelo con su daga y descubrió objetos de cerámica y huesos. El hallazgo despertó en él una pasión por las excavaciones que duraría toda su vida. Volvería a México en 1880, en busca de Tollan, la legendaria capital de los toltecas. Convencido de que estaba debajo del poblado indio de Tula, ochenta kilómetros y pico al norte de ciudad de México, Charnay empezó a excavar allí y no tardó en encontrar bloques de basalto de un metro ochenta y pico de longitud que supuso que eran los pies de unas estatuas enormes que sostenían algún edificio grande. Llamó a estas estatuas «atlantes», de lo cual se deduce que, al igual que tantos otros arqueólogos de América Central, creía que las civilizaciones de América del Sur tenían su origen en la Atlántida. Esto fue suficiente para que el mundo académico le mirase con profunda suspicacia. Charnay estudió seguidamente las ruinas de otra ciudad maya, Palenque, en Chiapas, descubiertas en 1773 por fray Ramón de Ordóñez, que luego había escrito un libro en el cual declaraba que la «Gran Ciudad de las Serpientes» la había fundado un hombre blanco que se llamaba Votan y había llegado de alguna parte de la otra orilla del Atlántico en el pasado remoto.
Ordóñez afirmaba haber visto un libro escrito, en idioma quiché, por Votan y quemado por el obispo de Chiapas, en 1691, en el que Votan se identificaba como ciudadano de «Valim Chivim», que Ordóñez creía que era Trípoli, en la antigua Fenicia. Bajo el calor húmedo de la Ciudad de las Serpientes, Charnay tuvo que conformarse con hacer moldes de cartón piedra de los frisos, que la vegetación ya estaba destruyendo. En la ciudad yucateca de Chichén Itzá, que los mayas habían construido después de abandonar las ciudades que edificaran en Guatemala, Charnay vio confirmada su creencia de que la civilización maya tenía las misma raíces que las de Egipto, la India e incluso China y Tailandia. Las pirámides escalonadas le recordaron Angkor Vat.
Pero Charnay se inclinaba a creer que el origen de los toltecas estaba en Asia. Más adelante, en uno de los conjuntos de ruinas menos explorados de Yaxchilán,que Charnay rebautizó con el nombre de Lorillard, en hono de su patrono, quedó hondamente impresionado al contemplar un relieve en el que se veía un hombre arrodillado ante un dios y, al parecer, pasándose una larga soga por un agujero de la lengua, lo cual recordó a Charnay que los adoradores de la diosa hindú Siva también rinden homenaje a ésta pasándose una soga por la lengua perforada. Al volver a Francia, Charnay publicó un libro titulado Anciennes villes du Nouveau Monde, pero la obra no logró mejorar su reputación entre los estudiosos y Charnay se retiró a Argel y se dedicó a escribir novelas hasta que en 1915 murió a la edad de 87 años.
Augustus Le Plongeon, contemporáneo de Charnay, se mostraba todavía menos preocupado por su reputación académica y el resultado es que su nombre raramente se encuentra en los libros que tratan de América Central. Augustus Le Plongeon (1825-1908) fue un fotógrafo, anticuario, arqueólogo amateur, británico. Hizo estudios de diversos yacimientos arqueológicos precolombinos, particularmente de la civilización maya en la península de Yucatán. A pesar de que sus escritos contienen numerosas nociones de carácter excéntrico rechazadas por el medio científico, Le Plongeon constituye una fuente inapreciable de material fotográfico sobre las ruinas arqueológicas y los glifos de la escritura maya, antes de que muchos de estos fueran dañados por el tiempo y los saqueadores. Gracias a esto se le considera un mayista. También debe ser visto como uno de los primeros proponentes del mayanismo (no confundir con los mayistas), por sus ideas de carácter esotérico y mesmerista.
Escribió una historia en la que expuso la hipótesis de la fundación del antiguo Egipto por los mayas, pueblo que, según su decir, también habría habitado la Atlántida. Le Plongeon, quien practicó la franco masonería, estaba convencido de que las semillas de tal escuela de pensamiento habían sido sembradas por la civilización maya. Sus teorías fueron consideradas fantasiosas por sus coetáneos, también mayistas, como Désiré Charnay, Teoberto Maler y Alfred Maudslay. Nació en la isla de Jersey el 4 de mayo de 1825. Le Plongeon estudió y se graduó en la Escuela Politécnica de Francia en París. Viajó a Sudamérica teniendo 19 años y tras un naufragio, vivió en Chile. Más tarde, en 1851, estudió fotografía en Londres. Retornó al continente americano, esta vez a Perú, donde en 1862 abrió un estudio fotográfico en Lima.
Fue a partir de entonces que comenzó a utilizar la fotografía como instrumento valioso en la arqueología. Permaneció en Perú durante ocho años, durante los cuales fotografió extensamente los yacimientos arqueológicos Incas. En 1870, viajó a San Francisco (California) en donde dio cursos y conferencias en la Academia de Ciencias de California sobre arqueología y también sobre las causas de los temblores de tierra.
En 1871, regresó a Inglaterra y estudió en el Museo Británico los manuscritos existentes en la época sobre Mesoamérica. La lectura de la obra de Charles Etienne Brasseur de Bourbourg le condujo a pensar que la civilización, en su conjunto, tenía sus orígenes en las regiones que el había explorado. Creyó que la cultura maya se había extendido a través del sudeste de Asia. Que viajeros de esta civilización estuvieron en la Atlántida y que de ahí habrían llegado al Medio Oriente en donde fundaron la civilización egipcia.
Aunque en la época de Le Plongeon muchos estudiosos afirmaban que la civilización maya era más tardía que la egipcia, las afirmaciones del fotógrafo encontraron un cierto eco y credibilidad. En Londres, Le Plongeon se casó con Alice Dixon, con la que trabajó hasta el final de su vida. En 1873, perfeccionó su práctica de la fotografía con quien fue el padre de la fotografía moderna, William Henry Fox Talbot. Augustus le Plongeon murió en Brooklyn en 1908. Su esposa Alicia, dos años más tarde, en 1910.
Le Plongeon vivió en Yucatán de 1873 a 1885 buscando las pruebas de su hipótesis respecto de la conexión entre los mayas y los egipcios. Su esposa, Alicia, y él tomaron durante ese tiempo cientos de estereogramas, fotografías tridimensionales. Lograron así un registro muy completo de los yacimientos mayas que visitaron, entre otros Chichén Itzá y Uxmal. Se dice que hacían el revelado de sus placas fotográficas en la oscuridad de los monumentos arqueológicos mayas.
En Chichén Itzá, descubrieron una estatua a la que nombraron Chac Mool y aunque el nombre que le asignaron no encuentra su raíz en la propia designación de los mayas, los arqueólogos que los han sucedido siguieron utilizando el nombre para referirse a ese tipo de esculturas mayas consistentes normalmente de un monolito esculpido en forma de cuerpo humano reclinado, con las piernas dobladas a manera de crear un asiento en la parte abdominal del cuerpo que se cree fue utilizado como piedra de sacrificios. Le Plongeon también es conocido por su tentativa de traducir el Códice Troano, una parte del Códice de Madrid. Esta traducción fue vista en su época con gran esceptisismo y actualmente reconocida por los expertos como totalmente errónea, producto solamente de la imaginación de su autor.
Pretendía Plongeon, por ejemplo, que en el códice se relataba la destrucción de Mu, que él asoció a la Atlántida. En los años 1880 cuando otros mayistas habían ya aceptado que la civilización maya era posterior a la egipcia, Le Plongeon siguó insistiendo en lo contrario y fustigó a los arqueólogos de escritorio que según él, no podían científicamente contradecir su teoría, que había sido demostrada en el terreno. Pero las pruebas rápidamente se volvieron irrefutables y Le Plongeon se encontró finalmente ignorado por la comunidad científica. Los trabajos de Le Plongeon se encuentran actualmente en el Centro Getty de Los Ángeles, California.
A los cuarenta y cinco años de edad, Le Plongeon ya había sido buscador de oro en California, abogado en San Francisco y director de un hospital en Perú, donde nació su interés por las ruina antiguas. Tenía cuarenta y ocho años cuando en compañía de Alice, su joven esposa inglesa, zarpó de Nueva York con destino a Yucatán en 1873. Para entonces México se hallaba bajo el firme dominio de Porfirio Díaz, que había fomentado la corrupción que tanto consternara a su predecesor, Maximiliano. De hecho, México había retrocedido a lo tiempos de los mayas y existían en el país una clase gobernante todopoderosa y una clase campesina intimidada cuyas tierras eran confiscadas para dárselas a los ricos.
A causa de ello, los indios de la regiones más lejanas, como Yucatán, se rebelaban con frecuencia y cuando Le Plongeon y su esposa fueron a Chichén Itzá por primera vez necesitaron que les protegieran los soldados.
Pero Le Plongeon aprendió la lengua maya y pronto empezó a explorar la selva solo. Comprobó que los indios eran amistosos y corteses y no tardo en ser conocido por el nombre de Gran Barba Negra. Basándose en conchas de ostra encontradas en la región del lago Titicaca, junto a la frontera de Bolivia y Perú, Le Plongeon había sacado la conclusión de que en algún momento del pasado remoto el lago debía de estar al nivel del mar y, por consiguiente, algún gran cataclismo debía de haberlo levantado cuatro kilómetros y pico hasta su ubicación actual. Entre los indios de Yucatán oyó hablar otra vez de la gran catástrofe. Los indios de la selva le dijeron que conservaban una tradición ocultista.
Le Plongeon averiguó que los indios nativos de su tiempo seguían practicando la magia y la adivinación, que sus hechiceros eran capaces de rodearse de nubes e incluso de parecer que se hacían invisibles y de materializar objetos extraños y asombrosos. Le Plongeon dice que a veces el lugar donde actuaban parecía temblar como si se estuviera produciendo un terremoto, o dar vueltas y más vueltas como si se lo llevara un tornado… Le Plongeon sacó la conclusión de que debajo de la vida prosaica de los indios fluía una rica y viva corriente de sabiduría y prácticas ocultas, cuyas fuentes estaban en un pasado antiquísimo, mucho más allá del ámbito de la investigación histórica normal. Le Plongeon tenía la impresión de que de vez en cuando los indios bajaban la máscara lo suficiente para que él pudiera atisbar «un mundo de realidad espiritual, a veces de belleza indescriptible, otras veces de horror inexpresable».
Le Plongeon aprendió a descifrar jeroglíficos mayas de un indio de 150 años de edad. Los eruditos pondrían en duda las interpretaciones que Le Plongeon hizo de estos jeroglíficos, pero su capacidad quedó demostrada al descubrirse una estatua enterrada siete metros y pico debajo de Chichén Itzá, en el lugar que se describía en una inscripción maya que vio en una pared. Para referirse al objeto enterrado la inscripción utilizaba la palabra chacmool (que significa «zarpa de jaguar»); resultó ser la enorme figura de un hombre apoyado en los codos, la cabeza vuelta 90 grados.
Con la ayuda de sus excavadores, Le Plongeon la subió a la superficie. Pero sus esperanzas de mandarla a Filadelfia para que la expusieran al público se vieron defraudadas por las autoridades mexicanas, que se incautaron de ella antes de que saliese de la capital de la región. Ahora se reconoce que los chacmools son figuras rituales, que probablemente representan guerreros caídos que hacen de mensajeros de los dioses, y el receptáculo que a menudo se encuentra en el pecho está destinado a contener el corazón de la víctima de un sacrificio.
El fruto de los estudios de textos mayas que llevó a cabo Le Plongeon fue una serie de convicciones que en muchos aspectos se hacían eco de las de Brasseur y Charnay, aunque las de Le Plongeon iban aún más lejos. Charnay se había sentido inclinado a creer que la civilización había llegado a América del Sur desde Asia o Europa, mientras que Brasseur creía que su origen estaba en la Atlántida.
Le Plongeon pensaba que había empezado en América el Sur y se había desplazado hacia el este. Citó el Ramayana, la epopeya hindú que escribió el poeta Valmiki en el siglo III a. de C., y declaró que la India había estado poblada por conquistadores navegantes en la antigüedad remota. Valmiki daba a estos conquistadores el nombre de «nagas», y Le Plongeon señaló su parecido con la palabra «naacal», los sacerdotes o «adeptos» mayas que, según la mitología maya, viajaban por el mundo enseñando sabiduría. Al igual que Brasseur, Le Plongeon citaba el mito mesopotámico según el cual la civilización fue traída al mundo por unos seres procedentes del mar que se llamaban oannes, y señaló que la palabra maya oaana significa «el que vive en el agua». De hecho, Le Plongeon dedicó mucho espacio a hablar de las similitudes entre la lengua maya y las lenguas antiguas del Oriente Medio.
Tanto en lengua acadia como en lengua maya, la palabra kul se refiere al trasero y kun, a los genitales femeninos, lo cual sugiere que palabras que todavía utilizamos tienen un origen en común. Pero la aportación más controvertida de Le Plongeon fueron sus traducciones del Troano Codex, que Brasseur fue el primero en estudiar. Al igual que Brasseur, se mostró de acuerdo en que la obra contenía referencias a la catástrofe que destruyó la Atlántida. Aunque, por lo que Le Plongeon pudo determinar, parece ser que los mayas llamaban Mu a la Atlántida. El texto hablaba de terremotos terribles que duraban trece chuen (tal vez “días”) y hacían que la tierra se levantara y se hundiera varias veces antes de romperse en pedazos.
La fecha que indica el códice, «el año seis Kan, y el undécimo Mulac», significa, según tanto Brasseur como Le Plongeon, 9500 a. de C. Le Plongeon afirmaría más adelante que había descubierto en las ruina de Kabah, al sur de Uxmal, un mural que confirmaba esta fecha, y en Xochicalco, otra inscripción sobre el cataclismo. Le Plongeon tenía fama de ser hombre dado a las fantasías románticas y esta fama pareció verse confirmada por su libro Queen Moo and the Egyptian Sphinx (1896), en el cual argüía que los legendarios reina Moo y príncipe Aac de los mayas son el origen de los egipcios Isis y Osiris y que los datos del Troana Codex indican que la reina Moo tenía su origen en Egipto y volvió allí más adelante.
También conjetura que el hecho de que la Atlántida se hundiera en el decimotercer chuen puede ser el origen de la moderna superstición relativa el número trece y sugiere que esto puede explicar por qué el calendario maya se basa en el citado número, lo cual es más verosímil. Las conjeturas de esta clase relegaron a un segundo término algunas observaciones más importantes que hizo Le Plongeon. Por ejemplo, que la relación de la altura con la base de las pirámides mayas representaba la Tierra, como en el caso de la Gran Pirámide de Gizeh. También arguyó que la unidad de medida de los mayas era una cuarentamillonésima parte de la circunferencia de la Tierra, sugerencia que cabría considerar absurda si no fuera por el hecho de que los egipcios también parecían conocer la longitud del ecuador.
El matrimonio Le Plongeon pasó doce años en América Central y regresó a Nueva York en 1885. Augustus Le Plongeon tenía la esperanza de que su vuelta fuese triunfal, pero lo cierto es que los últimos veintitrés años de su vida serían una decepción constante. Los eruditos le consideraban un chiflado que creía en la magia y en una cronología que a ellos les parecía absurda. Porque, en aquella época, todo el mundo creía que las primeras ciudades se construyeron alrededor del 4000 a. de C. Pasarían setenta años más antes de que se hiciera retroceder esta cifra hasta el 8000 a. de C. e incluso esta fecha era mil quinientos años posterior a la que Le Plongeon calculó para la Atlántida. Los museos no mostraban ningún interés por los artefactos mayas o siquiera por los manuscritos del mismo origen.
El Metropolitan Museum aceptó los moldes de frisos mayas que sacara Le Plongeon, pero los guardó en el sótano de almacenaje. Así que Le Plongeon vivió hasta 1908 y al morir, a la edad de 82 años, todavía le consideraban un chalado. Uno de los pocos amigos que hizo durante sus años postreros era un joven inglés llamado James Churchward que, según contaba él mismo, había sido lancero bengalí en la India. Peter Tompkins afirma que era un funcionario relacionado con el servicio de espionaje británico. Al cabo de más de cuarenta años, Churchward escribió que ya había dado con los rastros de antiguas inscripciones mayas («Nacaal» ) en la India cuando un sacerdote brahmín le había enseñado, y permitido copiar, unas tablillas llenas de inscripciones mayas. Según el sacerdote, eran crónicas del continente perdido que se llamaba Mu, que no se encontraba en el Atlántico, como había supuesto Le Plongeon, sino en el Pacífico, tal como el zoólogo P. L. Sclater sugiriera en el decenio de 1850, al fijarse en el parecido entre la flora y la fauna de tantas tierras situadas entre la India y Australia.
Pero el libro de Churchward “El continente perdido de Mu” no se publicaría hasta 1926 y los historiadores lo rechazaron por considerarlo una especie de engaño. Después de todo, Sclater había bautizado su continente perdido con el nombre de Lemuria, y fue después de esto cuando Le Plongeon había descubierto «Mu» en el Troano Codex.
Parece ser que Churchward escribió sus libros sobre Mu inspirado por su contacto con un amigo llamado William Niven, al que dedicó el primero de ellos. Al igual que Le Plongeon, Niven era un arqueólogo heterodoxo: un ingeniero de minas escocés que ya trabajaba en México en 1889. En Guerrero, cerca de Acapulco, exploró una región en la que había cientos de pozos de los cuales se había extraído el material para construir ciudad de México. Niven afirmaba que al excavar en los pozos, había encontrado ruinas antiguas, algunas de las cuales estaban llenas de ceniza volcánica, lo cual hacía pensar que, al igual que Pompeya, la catástrofe había sobrevenido de súbito.
Basándose en su profundidad, hasta más de nueve metros bajo la superficie, Niven calculó que algunos de ellos databan de hace 50.000 años. Un taller de orfebre contenía alrededor de 200 figuras de barro cocido, duro como la piedra. También encontró murales que rivalizaban con los de Grecia o el Oriente Medio. En 1921, en un poblado que se llamaba Santiago Ahuizoctla, encontró cientos de tablillas de piedra en la que aparecían grabados curiosos símbolos y figuras, parecidos a los de origen maya, aunque los estudiosos de la cultura maya no pudieron reconocerlos. Niven mostró algunas de estas tablillas a Churchward y éste manifestó que confirmaban lo que le había dicho el sacerdote hindú. Según Niven, las inscripciones de las tablillas eran obra de sacerdotes naacales que habían sido enviados de Mu a América Central, a difundir su conocimiento secreto. Churchward afirmaría que estas tablillas revelaban que la civilización de Mu tenía unos 200.000 años de antigüedad.
Es comprensible que los libros de Churchward sobre Mu hayan sido rechazados, ya que se muestra muy vago al hablar del templo donde afirma haber visto las tablillas naacales y ofrece tan pocas pruebas de sus diversas aseveraciones.
Por otra parte, si podemos tomar en serio lo que dicen Brasseur, Le Plongeon y Niven cuando hablan de inscripciones mayas que remiten a 9500 a. de C., entonces es posible que con el tiempo descubramos que lo que decía Churchward era más cierto de lo que sospechamos. Le Plongeon decepcionó mucho a la American Antiquarian Society, que durante un tiempo publicó en su revista los informes que mandaba desde México. Pero sus conjeturas sobre la Atlántida y su hábito de criticar a la Iglesia por su deshonroso historial de tortura y derramamiento de sangre finalmente resultaron demasiado para los de Nueva Inglaterra y se desentendieron de él.
Resulta divertido ver que el joven que la American Antiquarian Society escogió para que fuese su representante en México había empezado su carrera publicando un artículo en Popular Science Monthly con el título de «Atlantis Not a Myth», en el cual argüía que si bien no había pruebas científicas de la existencia de la Atlántida, sin duda una tradición tan extendida tiene que basarse hasta cierto punto en hechos y que, al parecer, esta civilización perdida dejó su huella en la tierra de los mayas. Acto seguido citaba la leyenda de un pueblo de piel clara y ojos azules que lucía emblemas de serpientes en la cabeza y había llegado del Este en la antigüedad remota. Su artículo salió en 1879, tres años antes que el libro de Donnelly sobre la Atlántida. Señaló que a los líderes de los olmecas los llamaban «chanes», hombres con sabiduría de serpiente, a la vez que entre los mayas eran conocidos por el nombre de «canobs», el pueblo de la serpiente de cascabel.
Un artículo de Edward Herbert Thompson llamó la atención de algunos estudiosos y, a resultas de ello, el autor, que contaba menos de treinta años edad, se encontró convertido en cónsul norteamericano en México. Era 1885, el año en que Le Plongeon se marchó. En sus tiempos de estudiante Thompson había leído un libro de Diego de Landa, el obispo español que había empezado su carrera destruyendo miles de libros sobre los mayas y sus artefactos y que acabó colecionando y conservando cuidadosamente los restos de la cultura maya. Landa describía en su libro un pozo sagrado que había en Chichen Itzá donde arrojaban a las víctimas de los sacrificios en épocas de sequía o peste.
La historia le fascinó, del mismo modo que, cuatro decenios antes, un libro ilustrado en el que aparecían las inmensas murallas de Troya había fascinado a un niño de siete años llamado Heinrich Schliemann, que al instante decidió que algún día descubriría Troya. Y eso fue exactamente lo que hizo cuarenta y cuatro años después, en 1873. La mayoría de los eruditos del decenio de 1880 habrían considerado que las descripciones que hacía Diego de Landa de las ceremonias de los sacrificios eran fruto de la imaginación del autor; al igual que Schliemann, Thompson estaba decidido a comprobar qué grado de verdad había detrás de ello. Otra crónica, ésta de don Diego de Figueroa, describía cómo arrojaban mujeres al pozo al amanecer, con instrucciones de preguntar a los dioses que moraban en sus profundidades cuándo debía su amo acometer proyectos importantes.
Los amos ayunaban durante sesenta días antes de la ceremonia. Al mediodía las mujeres que no se habían ahogado eran sacadas por medio de sogas y puestas a secar delante de hogueras donde se quemaba incienso. Luego describían que habían visto muchas personas en el fondo del pozo, algunas de su propia raza, y que no les habían permitido mirarlas directamente a la cara y les asestaban golpes en la cabeza si trataban de desobedecer la orden. Pero la gente del pozo respondía a sus preguntas y les decían cuándo debían acometerse los proyectos de sus amos…
Sin perder un solo momento, Thompson se fue a Chichén Itzá para ver el siniestro pozo. Tal como esperaba, lo encontró de una fascinación morbosa. El pozo de los sacrificios o cenote era un agujero de forma ovalada, de unos 50 por 60 metros, con paredes verticales de piedra caliza que se alzaban unos 20 metros por encima de la superficie. Desde luego, tenía un aspecto bastante sombrío. El agua era verde y viscosa, casi negra, y nadie estaba seguro de cuál era su profundidad, porque sin duda alguna había una gruesa capa de barro en el fondo. Finalmente, más de un decenio después de su primera visita, Thompson logró comprar Chichén Itzá del mismo modo que Stephens había comprado Copán.
En efecto, ahora era propietario del pozo. Pero para explorarlo se decidió por un método peligrosísimo: vestirse de buzo y bajar al pozo. Consciente de que todo el mundo trataría de quitarle la idea de la cabeza, empezó por ir a Boston y tomar lecciones de buceo en alta mar. Entonces estuvo en condiciones de dirigirse a la American Antiquarian Society y a su patrono, Stephen Salisbury. Como esperaba, Salisbury reaccionó con horror y le dijo que lo que pensaba hacer era un suicidio. Pero Thompson persistió y finalmente recaudó los fondos que necesitaba. Seguidamente introdujo una plomada en el pozo hasta que le pareció que tocaba fondo y, basándose en ello, calculó que el agua tenía unos 10 metros de profundidad. Pero ¿cómo saber dónde había que buscar esqueletos humanos? Resolvió el problema arrojando al pozo troncos que pesaban tanto como un cuerpo humano y tomando nota del punto en que caían.
A continuación, instaló una draga provista de un largo cable de acero en el borde de la pared y observó cómo las enormes fauces de acero se zambullían debajo de la superficie negra. Los hombres que manejaban el cabrestante hicieron que la draga bajara hacia el fondo del agua obscura y dieron vueltas a la manivela hasta que el cable quedó flojo. Entonces cerraron las fauces de acero y subieron la draga. Al salir de la superficie, el agua hervía al tiempo que subían grandes burbujas de gas. Las fauces depositaron sobre una plataforma de madera un cargamento de mantillo negro y ramas muertas. Luego volvieron a zambullirse en el agua. Estas operaciones continuaron durante varios días y el montón de fango negro fue haciéndose más grande. Un día la draga incluso sacó un árbol completo, «en tan buen estado como si una tormenta lo hubiera lanzado al pozo el día antes».
Pero Thompson empezaba a sentirse preocupado. ¿Y si aquéllo era todo lo que iba a encontrar? ¿Y si Landa había dejado volar su imaginación? Ni siquiera el hallazgo de algunos fragmentos de cerámica sirvió para animarle. Después de todo, era posible que algunos chicos se hubieran divertido arrojando fragmentos lisos de cacharro al agua, para verlos resbalar sobre la superficie del pozo. Entonces, a primera hora de una mañana, bajó tambaleándose hasta el pozo, los ojos semicerrados por no haber dormido, y miró el «cubo» que formaban las fauces cerradas al salir del agua. Observó que en él había dos manchas grandes de alguna sustancia amarilla, como de mantequilla. Le hicieron pensar en las bolas de «mantequilla de pantano» que los arqueólogos encontraban en asentamientos antiguos de Suiza y Austria. Pero los antiguos mayas no tenían vacas, cabras o animales domésticos, de modo que no podía ser mantequilla. Olfateó la sustancia y luego la probó. Era resina. Y de pronto, Thompson notó que desaparecía el peso que sentía en el corazón. Arrojó un poco de resina a una hoguera y su fragancia llenó el aire. Era algún tipo de incienso sagrado y significaba que se había utilizado el pozo para fines religiosos.
A partir de aquel momento el pozo empezó a entregar sus tesoros: cerámica, vasijas sagradas, puntas de hacha y de flecha, escoplos y discos de cobre batido, deidades mayas, campanas, cuentas, colgantes y trozos de jade. Thompson había amarrado un lanchón de fondo plano debajo del saliente de la pared, junto a una «playa» estrecha en la que había lagartos y gigantescos sapos. Un día, hallándose sentado en la barca, trabajando en sus notas, hizo una pausa para meditar y clavó los ojos en el agua. Lo que vio le sobresaltó. Su mirada parecía estar descendiendo por una pared vertical con «muchas señales y huecos», tal como la describieran las mujeres a las que habían sacado del pozo.
Rápidamente se dio cuenta de que era el reflejo de la pared que quedaba por encima de él. Y los trabajadores que se asomaban al precipicio también se reflejaban en el agua y daban la impresión de que había gente caminando en el fondo. Thompson también había leído que el agua del cenote a veces se volvía verde y a veces se convertía en sangre coagulada.
Un período de observación reveló que estos comentarios también se basaban en la realidad. A veces las algas teñían el agua de color verde y las semillas rojas le daban aspecto de sangre. Finalmente, resultó obvio que la draga había llegado al fondo del barro y el limo, a unos 12 metros por debajo del «fondo» original, indicaba que no iban a encontrar más artefactos. Había llegado el momento de empezar a bucear. Thompson y dos buzos griegos descendieron al lanchón de fondo plano montados en el cubo de la draga y se pusieron el equipo de bucear, con sus enormes cascos de cobre. Por último, Thompson pasó las piernas por encima del borde de la embarcación y bajó por la escalera de alambre. Al llegar al extremo inferior, se soltó y sus zapatos con suela de hierro y el collar de plomo tiraron de él hacia abajo.
El agua amarilla se transformó en agua verde, luego púrpura, finalmente negra, y sintió punzadas de dolor en los oídos. Al abrir las válvulas del aire, la presión disminuyó y los dolores desaparecieron. Al cabo de unos momentos, se encontró de pie en el fondo rocoso. Le rodeaban las paredes verticales de barro que había dejado la draga, de más de cinco metros de altura, con rocas sobresaliendo de ellas. Otro buzo llegó junto a él y se estrecharon la mano. Thompson descubrió que si apoyaba su casco en el de su compañero, podían sostener conversaciones inteligibles, aunque sus voces parecían el eco de unos fantasmas que estuvieran hablando en medio de las tinieblas.
Pronto decidieron abandonar las linternas y el teléfono submarino porque estas cosas no servían para nada en aquellas aguas espesas como el puré de guisantes. Moverse de un lado para otro no resultaba difícil, toda vez que eran casi ingrávidos, como los astronautas; Thompson no tardó en descubrir que si quería trasladarse a un punto situado a varios pasos de él, tenía que saltar con cuidado o iba a parar más lejos de lo que quería. Otro peligro lo ofrecían las rocas enormes que sobresalían de las paredes de barro que la draga había excavado. A veces las rocas se desprendían y caían. Pero las precedía una ola de presión que daba a los buzos tiempo suficiente para apartarse. Mientras procurasen que los tubos del aire y los tubos acústicos estuvieran alejados de las paredes, se encontrarían relativamente libres de peligro. «De haber cometido la imprudencia de apoyar la espalda en la pared, nos hubiéramos visto cortados en dos tan limpiamente como por obra de unas gigantescas podaderas».
Los nativos estaban convencidos de que en las aguas del pozo nadaban serpientes y lagartos gigantescos. Era verdad que había serpientes y lagartos… pero habían caído en el pozo y trataban desesperadamente de salir de él. De todos modos, Thompson tuvo una experiencia desagradable. Se encontraba excavando en una grieta estrecha del suelo, con un buzo griego a su lado, cuando de pronto notó el movimiento de algo que se deslizaba hacia abajo en su dirección. Al cabo de unos instantes, se encontró tendido en el suelo mientras algo le apretaba contra el fondo. Durante unos momentos recordó las leyendas que hablaban de extraños monstruos. Entonces el griego empezó a empujar el objeto y, al ayudarle, Thompson se dio cuenta de que era un árbol que se había desprendido de arriba.
En otra ocasión, mientras se deleitaba contemplando una campana que acababa de encontrar en una grieta, se olvidó de abrir las válvulas para que saliera el aire. De repente, al erguirse para cambiar de posición, empezó a flotar hacia arriba como un globo. Era peligrosísimo, ya que la sangre de un buzo está cargada de burbujas de aire, igual que el champán, y a menos que se liberen con una lenta ascensión, causan un transtorno llamado «enfermedad de los buceadores» que puede provocar una muerte muy dolorosa. Thompson tuvo la presencia de ánimo suficiente para abrir rápidamente las válvulas, pero el acidente le causó daños permanentes en los tímpanos.En el fondo del cenote apareció el tesoro que Thompson tenía la esperanza de encontrar: huesos y cráneos humanos, prueba de que Landa había dicho la verdad, así como cientos de objetos rituales de oro, cobre y jade. Hasta encontraron un cráneo de viejo, probablemente un sacerdote arrastrado hacia abajo por una muchacha en el momento de ser arrojada al pozo.
Sólo el tesoro de Tutankamón superaba los descubrimientos de Thompson en Chichén Itzá. Los tesoros del pozo sagrado y la dramática historia de su recuperación hicieron famoso a Thompson. Al morir en 1935, a la edad de 75 años, había dilapidado la mayor parte de su fortuna -y así lo reconocía él mismo- en las excavaciones mayas; pero la suya había sido la clase de vida rica y apasionante con la que sueña todo colegial. Su artículo sobre la Atlántida le había llevado a una vida de aventuras, una versión de Indiana Jones en la vida real, que había inspirado originalmente la primera incursión de Graham Hancock en el campo de la detección histórica. Chichén Itzá constituye una lección importante para quienes desean encontrarle sentido al sangriento pasado de Mesoamérica. La Historia de la conquista de México, de Prescott, es una magnífica crónica de los sacrificios que hacían los aztecas. Sin embargo, las doncellas de Chichén Itzá no eran arrojadas al pozo por sacerdotes sádicos que querían apaciguar a unos dioses crueles, sino que eran arrojadas en calidad de mensajeras para que hablasen con los dioses a fin de que evitaran alguna catástrofe. Luego las sacaban del pozo.
Hay que reconocer que una víctima de un sacrificio a la que han abierto las costillas con un cuchillo de silex, para poderle arrancar el corazón, no tiene ninguna esperanza de sobrevivir. Pero parece que los mayas, al igual que los antiguos egipcios y los tibetanos creían que el viaje al otro mundo es largo y peligroso y a estas víctimas del sacrificio se les ofrecía un viaje rápido y sin peligros. Los sacerdotes creían que les hacían un favor y sin duda la mayoría de ellas se preparaban para la muerte con un estado de ánimo perfectamente sereno, después de que un sacerdote de aire grave y amistoso les diera instrucciones exactas sobre lo que tenían que decirles a los dioses.
Podemos o no aceptar la idea de que un cataclismo geológico destruyó, en la misma época, la Atlántida y Mu. Pero poca duda cabe de que en el remoto pasado hubo grandes catástrofes. De hecho, el «catastrofismo» fue una teoría científica respetable a mediados del siglo XVIII. Su principal exponente fue el célebre naturalista Georges Buffon, uno de los primeros evolucionistas. El conde de Buffon explicaba la extinción de tantas especies diciendo que las habían destruido grandes catástrofes, tales como inundaciones y terremotos. Cincuenta años después, a principios del siglo XIX, el geólogo escocés James Hutton sugirió que los cambios geológicos se producen lentamente a lo largo de épocas larguísimas, pero dado que en aquel tiempo la mayoría de los científicos aceptaban la opinión del arzobispo James Ussher de que la tierra fue creada en el 4004 a. de C., opinión a la que había llegado sumando todas las fechas que se citan en la Biblia, la sugerencia de Hutton hizo pocos progresos, hasta que otro geólogo, sir Charles Lyell, presentó pruebas convincentes de la inmensa antigüedad de la tierra en sus Principios de geología (1830-1833).
La ciencia, como de costumbre, se apresuró a desplazarse al extremo opuesto y declaró que el catastrofismo era una superstición primitiva. En el siglo XX, como señaló Hapgood en el capítulo titulado «Great extinctions» de su libro Earth’s Shifting Crust, esta opinión se modificó a resultas de descubrimientos como el del mamut de Beresovka en 1901, en cuyo estómago aún había flores frescas. Ignatius Donnelly había dedicado muchos capítulos a las leyendas sobre diluvios en Atlantis, y todavía más en el libro que escribió seguidamente, Ragnarok, the Age of Fire and Gravel (1883), que argüía que la glaciación del pleistoceno, que empezó hace 1,8 millones de años, fue provocada por el choque de la Tierra con un cometa. En Atlantis cita a Brasseur para demostrar que los mayas conservaban leyendas sobre la destrucción de la Atlántida.
Alrededor de 1870, un alemán de diez años de edad llamado Hans Hoerbiger sacó la curiosa conclusión de que la luna y los planetas están cubiertas de una gruesa capa de hielo, que en el caso de la luna tiene un espesor de más de 200 kilómetros. Más adelante, cuando ya era ingeniero, vio el efecto del hierro fundido en el suelo anegado y sacó la conclusión de que alguna explosión parecida había causado el «big bang» que a su vez había creado el universo. Andando el tiempo, llegó a creer que la Tierra ha experimentado una serie de catástrofes violentas cuya causa ha sido la captura de una serie de «lunas». Según Hoerbiger, todos los cuerpos planetarios del sistema solar giran lentamente en espiral hacia el sol. Como se mueven con mayor rapidez que los grandes, los cuerpos pequeños pasan inevitablemente cerca de los planetas y son «capturados». Esto, según dijo, le ha pasado a nuestra Tierra por lo menos seis veces, y nuestra luna actual es sólo la más reciente de la serie.
Una vez capturadas, las lunas giran en espiral en dirección a la Tierra hasta que se estrellan contra ella y causan cataclismos. La última fue capturada hace cosa de un cuarto de millón de años, y al acercarse, su gravedad hizo que toda el agua de la Tierra se acumulase en torno a su ecuador. Al hacerse más leve la gravedad, los hombres se convirtieron en gigantes… de ahí la cita bíblica sobre «gigantes en la Tierra». Finalmente se estrelló y liberó las aguas y éstas causaron grandes inundaciones, tales como se describen en la Biblia y en la epopeya de Gilgamés.El libro de Hoerbiger Glacial Cosmology (1912) causó sensación, aunque los astrónomos se rieron de él. Más adelante, los nazis lo aceptaron con entusiasmo y Hitler dijo que Hoerbiger era uno de los tres astrónomos más grandes del mundo, junto con Ptolomeo y Copérnico, y se propuso construir un observatorio en su honor.
Su discípulo Hans Schindler Bellamy, que era austríaco, continuó propagando sus teorías después de la muerte de Hoerbiger en 1931 , y dio todavía más importancia a los indicios de cataclismos terrestres. En el decenio de 1930 un psiquiatra ruso-judío llamado Immanuel Velikovsky se interesó por la historia antigua al leer Moisés y la religión monoteísta y otros escritos sobre judaísmo y antisemitismo , de Freud, donde el autor había propuesto que Moisés y el faraón Akenatón eran contemporáneos en vez de estar separados por un siglo, como creen los historiadores. Las investigaciones de Velikovsky le llevaron a sacar la conclusión de que gran parte de la datación de la historia antigua es completamente errónea. Velikovsky quedó convencido de que en un pasado lejano se había producido una gran catástrofe en la Tierra.
Durante un tiempo creyó que la teoría de la «luna cautiva» de Hoerbiger podía ser correcta, pero finalmente la rechazó. Entonces encontró textos que parecían indicar que los astrónomos antiguos no mencionaban al planeta Venus antes del 2000 a. de C. ¿Era posible que dicho planeta no hubiera estado en su posición actual antes del segundo milenio a. de C.? Pero si Venus «nació», como parecían indicar muchos textos antiguos, ¿de dónde nació? Según Velikovsky, la mitología griega nos da la respuesta: Venus nació de la frente de Zeus, esto es, de Júpiter. Según Velikovsky, hacia el 1500 a. de C. alguna gran convulsión interna hizo que Júpiter vomitara un cometa ígneo que cayó hacia el sol. Se acercó a Marte y lo arrastró fuera de su órbita, luego pasó junto a la Tierra y causó las catástrofes que se describen en la Biblia y en muchos otros textos antiguos. Dio la vuelta al sol y regresó 52 años después, causando más catástrofes; luego quedó asentado como el planeta Venus.
Velikovsky llegó a esta conclusión leyendo cientos de textos antiguos, entre ellos muchos de la historia maya, basados en las obras de Brasseur. Los sacrificios sangrientos de los aztecas, que tanto horrorizaron a los españoles y que los citaron como excusa de las matanzas que perpetraron ellos, tenían por fin, según Velikovsky, impedir que se repitiera la catástrofe con un intervalo de 52 años.
La obra de Velikovsky “Worlds in Collision” se vendió muchísimo desde el momento de su publicación en la primavera de 1950. Al hablar de la lluvia de sangre que se menciona en el Éxodo, «y habrá sangre en toda la tierra de Egipto», arguye que en realidad se trataba de un polvo o pigmento meteórico rojo y cita una docena de mitos y textos antiguos, entre ellos al sabio egipcio Ipuver, al Manuscrito Quiché de los mayas, tal como lo cita Brasseur, la Kalevala finlandesa, Plinio, Apolodoro y varios historiadores modernos. Aunque los científicos se burlaron de las ideas de Velikovsky, se apuntó algunos triunfos. Predi jo que Júpiter emitiría ondas de radio y resulto cierto. Predijo que el sol tendría un potente campo magnético y resultó cierto.
Un crítico declaró que tal campo tendría que ser 10 elevado a la potencia de 19 voltios y, de hecho, ésta es la cifra que se ha calculado ahora. También sugirió que la proximidad de los cuerpos celestes hace que la Tierra invierta sus polos magnéticos, aunque todavía no se sabe cuál fue la causa de tales inversiones, nueve en los últimos 6,3 millones de años. Pero los científicos reconocen ahora que la explicación de Velikovsky podría ser la correcta. Sin embargo, apenas ha admitido el lector que Velikovsky parece saber mucho más que sus críticos, también tiene que admitir que la idea de que la caída de los muros de Jericó y la separación de las aguas del mar Rojo fueron causadas por el paso de un cometa es demasiéido inverosímil para tomársela en serio. Pero el pensamiento de Velikovsky es audaz y estimulante.
Donde no se le pueden poner objeciones a Velikovsky es en su premisa de que, en algún momento del pasado, hubo grandes catástrofes que convulsionaron la superficie de la Tierra y mataron a millones de personas y animales. En este sentido, quizá su obra más convincente sea la tercera de la serie, Earth in Upheaval, que es sencillamente una crónica de 300 páginas de las pruebas de que hubo grandes catástrofes y extinciones. De forma bastante parecida a aquel adversario de la ortodoxia científica que fue Charles Fort, Velikovsky se limitó a recopilar cientos de hechos extraños: por ejemplo, la Meseta de Columbia, la intrigante capa de lava de cerca de 52.000 kilómetros cuadrados de extensión y cerca de dos kilómetros de grueso, que cubre los estados septentrionales de Norteamérica entre las Montañas Rocosas y la costa del Pacífico.
Luego menciona que en 1899, durante la perforación de un pozo artesiano en Nampa, estado de Idaho, se encontró una figurilla de barro cocido enterrada a cerca de 98 metros de profundidad en la lava. La intención de Velikovsky era probar que la inundación de lava ocurrió en los últimos miles de años, hacia el 1500 a. de C. Pero otra posible interpretación de sus datos es que la raza humana y la civilización podría ser mucho más antigua de lo que suponemos. De hecho, eso es exactamente lo que hace un notable libro titulado Forbidden Archaeology, de Michael A. Cremo y Richard L. Thompson , donde se arguye que la figurilla de Nampa se encontró en una capa y donde el plioceno da paso al pleistoceno, hace la friolera de unos dos millones de años. Al igual que Brasseur, Le Plongeon y Bellamy, Velikovsky habla del misterio de Tiahuanaco y del lago Titicaca, en los Andes. El Titicaca es el lago de agua dulce mayor del mundo, ya que tiene 222 kilómetros de longitud y, en algunos lugares, 112 de anchura.
En su obra Moon, Myth and Man, Bellamy escribe:” Es una lástima que los peruanos no hayan conservado ningún mito de los tiempos en que las aguas de la marea circundante (causada por la luna) se retiraron. Cerca del lago Titicaca encontramos un fenómeno muy interesante: una antigua ribera que está a casi 3.600 metros sobre el nivel del mar.
Es fácil verificar que se trata de un antiguo litoral (costa) porque los depósitos calcáreos de algas han pintado una conspicua franja blanca sobre las rocas y porque hay conchas y guijarros esparcidos por el lugar. Lo que resulta todavía más notable es que en esta ribera se hallan situadas las ruinas ciclópeas de la ciudad de Tiahuanaco, restos enigmáticos que muestran cinco desem-barcaderos claramente definidos, puertos con malecones, etcétera, a la vez que un canal penetra mucho en el interior.
La única explicación verosímil es que la ciudad estuvo otrora situada en las orillas de una marea circundante, porque a nadie le resulta fácil creer que los Andes hayan subido unos 3.600 metros desde que se fundó la ciudad”. Pero si rechazamos la creencia de Hoerbiger de que la luna se acercó tanto a la Tierra que causó una «marea circundante» permanente alrededor del ecuador, entonces sólo nos queda la otra explicación: que los Andes han subido más de 3.000 metros sobre el nivel del mar. La presencia de varias especies marinas, entre los cuales hay caballitos de mar, en el lago Titicaca disipa toda duda de que en otro tiempo formó parte del mar. El problema del lago Titicaca y la ciudad de Tiahuanaco fue lo que atrajo a Graham Hancock a América del Sur en los comienzos de su búsqueda de indicios de que existió una civilización antigua miles de años antes del Egipto dinástico.
Graham Hancock es el autor de algunos de los bestsellers internacionales más importantes, tales como The Sign and The Seal, Fingerprints of the Gods, y Heaven’s Mirror. Se han vendido más de cinco millones de copias de sus libros en todo el mundo y han sido traducidos a 27 idiomas. Sus conferencias públicas y sus apariciones en televisión, incluyendo dos series de televisión importantes para el canal 4 en el Reino Unido y The Learning Channel en los EE.UU., ha sido reconocido como un pensador no convencional que plantea preguntas polémicas sobre el pasado de la humanidad. Nacido en Edimburgo, Escocia, los primeros años de Hancock los pasó en la India, donde su padre trabajaba como cirujano. Más tarde se graduó de la Universidad de Durham en Sociología.
Luego se pasó a la carrera de periodismo, escribiendo para muchos de los principales periódicos británicos, como The Times, The Sunday Times, The Independent y The Guardian. Su primer libro, Viaje a través de Pakistán, fue publicado en 1981. La conversión de Hancock en un éxito de ventas se produjo en 1992 con la publicación de The Sign and The Seal, su investigación sobre la mística y el paradero del Arca de la Alianza. “Fingerprints of the Gods” , publicada en 1995, confirmó la creciente reputación de Hancock. Descrito como “uno de los hitos intelectuales de la década“, este libro ha vendido más de tres millones de copias y sigue siendo muy demandado en todo el mundo. Obras posteriores, tales como Keeper Of Genesis (The Message of the Sphinx in the US) con Robert Bauval y Heaven’s Mirror como coautores, también han sido de los más vendidos. En 2002, Hancock publicó Underworld: Flooded Kingdoms of the Ice Age, que fue elogiado por la crítica. Esta obra fue la culminación de años de investigación y de inmersiones para encontrar antiguas ruinas bajo el mar.
Su argumento era que muchas de las pistas sobre el origen de la civilización estaban bajo el mar, en las regiones costeras. Una vez estuvieron en la superficie, pero fueron inundadas al final de la última Edad de Hielo. Underworld: Flooded Kingdoms of the Ice Age ofrece la evidencia arqueológica concreta de que los mitos y leyendas de las antiguas inundaciones eran verdaderas. Talisman: Sacred Cities, Secret Faith, co-producida por Robert Bauval, se publicó en 2004. Esta obra vuelve a los temas tratados en Keeper Of Genesis, en busca de evidencias adicionales de un culto secreto astronómico en los tiempos modernos. Es un viaje a través de la historia para descubrir en la arquitectura y los monumentos los vestigios de una religión secreta que ha dado forma al mundo. En 2005 Graham Hancock publicóSupernatural: Meetings with The Ancient Teachers of Mankind, que es una investigación del chamanismo y los orígenes de las religiones. Este polémico libro sugiere que las experiencias en estados alterados de conciencia han jugado un papel fundamental en la evolución de la cultura humana. Y que otras realidades, de hecho mundos paralelos,.nos envuelven todo el tiempo, pero normalmente no son accesibles a nuestros sentidos. Durante la investigación para Supernatural: Meetings with The Ancient Teachers of Mankind, Hancock viajó a la Amazonia a beber cerveza de Ayahuasca, utilizado por los chamanes desde hace más de 4000 años.
Ayahuasca se refiere a una bebida medicinal y mágica incorporada de dos o más especies de plantas capaces de producir efectos profundos mentales, físicos y espirituales cuando son elaborados juntos y consumidos en una ceremonia. La palabra Ayahuasca puede ser traducida al inglés como la vid del alma o la vid de los muertos. Esto es más probable, debido al hecho de que después de la toma de Ayahuasca, una persona siente a menudo una liberación del alma. Ayahuasca suele estar formado por la mezcla de dos ó más especies distintivas de plantas capaces de producir efectos psicoactivos cuando son elaboradas y consumidas. Una de estas plantas es siempre la vid gigante de lianas leñosas llamada Ayahuasca (Banisteriopsis Caapi).
La otra planta o plantas combinadas con Ayahuasca generalmente contienen alcaloides de triptamínico, más a menudo dimetiltriptamina (DMT). Esta bebida es empleada ampliamente a lo largo de la Amazonía de Perú, Ecuador, Colombia, Bolivia, oeste de Brasil y en partes de la cuenca del río Orinoco. El objeto más antiguo relacionado con el Ayahuasca es una copa ceremonial, tallada en la piedra, con ornamentación grabada, que fue encontrada en la cultura de Pastaza de la Amazonía Ecuatoriana desde 500 a.C. al 50 d.C. Está depositado en la colección del Museo de Etnología de la Universidad Central de Quito, Ecuador. Esto indica que partes del Ayahuasca fueran conocidos y usados al menos hace 2.500 años. Su antigüedad en el Amazonas inferior es probablemente mucho mayor.
El chamanismo es un sistema para la curación psíquico, emocional y espiritual y para la explotación, descubrimiento y recopilación de conocimientos sobre mundos no materiales y estados de ánimos. Los antropólogos han identificado las prácticas chamánicas en las culturas tribales, antiguas y modernas, en todo el mundo.
Chamanismo es una técnica de éxtasis ( según Mircea Eliade) en la que el espíritu del chamán deja el cuerpo y viaja a comunicarse con ayudantes del espíritu y otros seres con el fin de obtener conocimiento, poder y curación. Sin embargo, el chamán normalmente mantiene el control sobre su cuerpo. En muchas culturas, el chamán es elegido o llamado, a veces para curar una grave enfermedad. El viaje chamánico es un estado alterado de conciencia en el que se entra en un estado llamado “realidad no ordinaria“.
Viajando, pueden reunirse conocimientos y realizar curaciones de maneras que no son accesibles en una realidad ordinaria. La curación chamánica es un proceso por el cual una persona viaja en nombre de otra y trae información ó instrucciones que pueden utilizarse para proporcionar la curación psíquico/emocional/espiritual a otra persona.
La ciudad de Tiahuanaco, a más de 4000 metros de altitud, fue un puerto en otro tiempo, como revelan sus inmensos muelles, uno de los cuales es lo bastante grande como para dar cabida a cientos de barcos. La zona portuaria se encuentra ahora a unos 19 kilómetros al sur del lago y a más de 30 metros por encima de él. El antiguo puerto está en un lugar llamado Puma Punku (Puerta del Puma) y docenas de enormes bloques esparcidos de forma caótica indican que sufrió algún terremoto o algo parecido.
La catástrofe, como señaló el profesor Arthur Posnansky, gran autoridad en lo que se refiere a Tiahuanaco, causó una inundación que sumergió parte de Tiahuanaco y dejó esqueletos humanos y de peces. En Tiahuanaco conoció Graham Hancock la leyenda de Viracocha, el dios blanco procedente del mar, sólo que en este lugar se le conocía por el nombre de Tunupa. Hancock también se sintió intrigado al ver que las embarcaciones de caña del lago Titicaca parecían exactamente iguales a las que había visto en Egipto.
Los indios del lugar declararon que el modelo se lo había dado la gente de Viracocha. Generalmente se supone que una estatua de dos metros y pico, tallada en piedra arenisca roja, es de Viracocha (o Tunupa): un hombre de ojos redondos y nariz recta, bigote y barba, lo cual es una señal clara de que no se trata de un indio, toda vez que los indios sudamericanos tienen poco vello facial. Al lado de su cabeza aparecían tallados animales curiosos, distintos de los que se conocen en la zoología americana.
En este lugar, al igual que en Egipto, Hancock quedó desconcertado al ver el gran tamaño de los bloques de construcción, muchos de los cuales medían unos 9 metros de longitud y más de 4 de anchura. Uno de ellos pesaba 440 toneladas, más del doble de lo que pesaban los inmensos bloques del Templo de la Esfinge en Gizeh. Y, una vez más, se planteaba el interrogante de cómo aquella gente primitiva había podido acarrear semejantes bloques y por qué optaron por utilizarlos en vez de bloques de tamaño normal.
Hancock encontró una cita en un cronista español, Pedro Cieza de León, en que los indios del lugar decían al autor que la ciudad se había construido en una sola noche (¿?). Los indios dijeron a otro visitante español que las piedras se habían transportado milagrosamente «al son de una trompeta». Esto recuerda no sólo la historia bíblica según la cual las murallas de Jericó fueron demolidas por el sonido de las trompetas, sino que quizá también nos recuerde la extraña conjetura de Christopher Dunn, según la cual puede que los egipcios se valieran de ultrasonidos para construir el sarcófago de granito que hay en la Cámara del Rey de la Gran Pirámide.
El ingeniero Christopher Dunn escribió la obra Lost Technologies of Ancient Egypt: Advanced Engineering in the Temples of the Pharaohs (Tecnologías perdidas del Antiguo Egipto: ingeniería avanzada en los templos faraónicos). Ha trabajado en la industria aeroespacial y ha sido jefe de proyectos en la industria metalúrgica. Dunn parte de una premisa aplastante. A mediados del siglo XIX, se produjo la Segunda Revolución Industrial. Los trenes y barcos de vapor aumentaban su velocidad. Las computadoras ya no eran un sueño. En apenas 150 años, la creatividad ha diseñado un mundo digital donde palabras e imágenes viajan casi instantáneamente al otro lado del planeta. Nuestra civilización ha salido de la Edad Media, pasando por el Renacimiento hasta la conquista espacial en apenas 500 años.
Sin embargo, se nos intenta hacer creer que en los más de 3.000 años que duró la civilización egipcia, las herramientas que usaron aquellos hombres nunca cambiaron; que quienes lograron obras de ingeniería que ni siquiera hoy podemos igualar, solo utilizaron martillos y cinceles de cobre y madera sin cambiar un ápice su diseño. Durante 35 años, Dunn ha estudiando los monumentos egipcios, desde las pirámides hasta los templos de Karnak y Denderah, pasando por las gigantescas esculturas de Ramsés. Fotos de esas superficies, revisadas bajo microscopios electrónicos, e innumerables experimentos hechos con las herramientas supuestamente usadas por los constructores, han demostrado que ninguno de esos instrumentos de cobre y madera, pudo haber dejado esas marcas de precisión mecánica sobre las superficies perfectamente pulidas, redondeadas o anguladas con regularidades de centésimas de milímetros. El hecho de que solo se hayan recuperado unas pobres herramientas de cobre y madera en las cercanías de los monumentos, no quiere decir que no haya otras en espera de ser descubiertas.
Una de las principales zonas rituales de la antigua Tiahuanaco era un gran recinto llamado «el Kalasasaya», el Lugar de las Piedras Verticales -que medía 137 por 118 metros aproximadamente-, cuyo nombre se derivaba del recinto de piedras parecidas a puñales, de más de 3,5 metros de altura, que lo rodea. Posnansky arguyó que la función que cumplía el recinto era de carácter astronómico. Dicho de otro modo, se trataba de un observatorio.
Fue mientras estudiaba su alineamiento astronómico cuando Posnansky observó que había algo raro en él. Dos puntos de observación del recinto señalaban el solsticio de invierno y el de verano, es decir, los puntos en que el sol se encuentra directamente encima del Trópico de Cáncer o del de Capricornio. En nuestros días, los dos trópicos están exactamente a 23 grados y 30 minutos al norte y al sur del ecuador. De hecho, nuestra Tierra se mece levemente, como un barco. A lo largo de un ciclo de 41.000 años, la posición de los trópicos cambia de 22,1 grados a 24,5. Este cambio recibe el nombre de «oblicuidad de la Eclíptica» y no debe confundirse con la precesión de los equinoccios.
Y Posnansky se dio cuentá de que los dos «puntos de solsticio» en el Kalasasaya revelaban que cuando se hicieron tales puntos los dos trópicos se hallaban situados a 23 grados, 8 minutos y 48 segundos del ecuador. Después de calcular esto con una tabla de posiciones astronómicas, sacó la conclusión de que el Kalasasaya debía de haberse construido en el 15000 a. de C., en un momento en que, según los historiadores, el hombre aún era un cazador primitivo que perseguía mamutes y rinocerontes lanudos con lanzas, tal como puede verse en las pinturas rupestres de Lascaux. Obviamente, la datación de Posnansky ponía en entredicho algunos de los supuestos más fundamentales de los historiadores.
Los cálculos de Posnansky habían dejado atónitos a sus colegas, que preferían una estimación más moderada, a saber, 500 d. de C., más o menos la época en que el rey Arturo expulsaba a los sajones de Inglaterra. Y aunque los cálculos de Posnansky se basaba en casi medio siglo dedicado al estudio de Tiahuanaco, sus colegas le tacharon de chiflado. Por suerte, sus cálculos llamaron la atención de una comisión astronómica alemana formada por cuatro hombres a quienes habían encargado que estudiaran los yacimientos arqueológicos de los Andes. Este grupo, cuyo director era el doctor Hans Ludendorff, del observatorio astronómico de Potsdam, estudió el Kalasasaya entre 1927 y 1930, y no sólo confirmó que se trataba de un «observatorio», sino que también sacó la conclusión de que lo habían construido de acuerdo con un plan astronómico que, como mínimo, databa de muchos miles de años antes del rey Arturo. El grupo sugirió la fecha del 9300 a. de C.
Incluso esto escandalizó al mundo científico. Uno de los miembros de la comisión, el doctor Rolf Müller, revisó los cálculos y decidió que si Posnansky se equivocaba en relación con los puntos de solsticio del recinto, a la vez que se tomaban en consideración otras variantes posibles, la fecha podría reducirse y dejarla en el 4000 a. de C. Posnansky hizo finalmente las paces con sus colegas al reconocer que la fecha correcta podía ser o bien 4500 o 10500 a. de C. Desde luego, esta última fecha podría sugerir que la catástrofe que destruyó el puerto de Tiahuanaco y partió en dos la Puerta del Sol fue el legendario cataclismo que destruyó la Atlántida.
El Kalasasaya fascinaba a Hancock por otra razón. Había dos grandes estatuas, también talladas en piedra arenisca roja, cuya mitad inferior aparecía cubierta de escamas de pescado, lo cual hacía pensar otra vez en los dioses pez que, según el historiador babilonio Beroso, trajeron la civilización a Babilonia. Las historias relativas al dios pez Oannes presentan un curioso parecido con las de Viracocha y Kon-Tiki. Finalmente, los Hancock se encontraron ante la más famosa de las ruinas de Tiahuanaco, la Puerta el Sol, de unos 3 metros de altura por casi 4 de anchura, cubierta de tallas misteriosas. Sobre la puerta se alza una figura amenazadora con un arma en una mano y un rayo en la otra. Es casi seguro que se trata de Viracocha.
Hancock se sintió intrigado al ver debajo de esto la forma de un elefante en el complejo friso, porque en el continente americano no hay elefantes ni ha habido en él animales parecidos desde aproximadamente el 10000 a. de C., momento en que se produjo la extinción del llamado Cuvieronius, que era un animal provisto de colmillos y trompa. Al examinarlo con mayor atención, vio que en realidad el elefante lo formaban cóndores con cresta.
El dibujo era una especie de efecto visual, del mismo tipo de las que aparecían en otras partes el friso, donde una oreja humana podía ser en realidad un ala de pájaro. Entre los otros animales representados en la puerta había un toxodonte, especie de hipopótamo que desapareció de los Andes más o menos en la misma época que el Cuvieronius, el animal parecido al elefante. De hecho, había no menos de 46 toxodontes. También aparecen toxodontes en la cerámica de Tiahuanaco, e incluso en las esculturas. Como es natural, todo esto inducía a pensar en la probabilidad de que la cronología de Tiahuanaco que proponía Posnansky fuese correcta.
Pero la puerta no estaba terminada. Algo había interrumpido al escultor y partido la puerta en dos. Y resulta obvio, al ver los bloques de piedra dis persos, que ese algo fue un terremoto. Posnansky creía que esta catástrofe había sobrevenido en el undécimo milenio a. de C. y había sumergido la ciudad de Tiahuanaco durante un tiempo. Seguidamente se había producido una serie de fenómenos sísmicos a causa de los cuales había descendido el nivel del lago a la vez que el clima se volvía más frío. Y en este momento los supervivientes habían construido campos elevados y ondulantes sobre la tierra rescatada ahora de debajo del agua. Según una fuente que cita Hancock, las técnicas de cultivo revelaban un notable grado de perfección, de tal manera que los campos podían dar mejores resultados que los que se cultivan con técnicas modernas y producían el triple de las patatas que se obtienen hoy de un campo parecido.
Además, las patatas que se cultivaron en parcelas experimentales creadas por agrónomos modernos siguiendo esta pauta antigua resistieron heladas y sequías que normalmente hubieran echado a perder la cosecha. Está claro que Hancock sospechaba que estas innovaciones agrícolas, así como técnicas para eliminar la toxicidad de las patatas venenosas de estas regiones altas, llegaron a Tiahuanaco después de la catástrofe que inundó la ciudad. Esta conjetura parece concordar con la idea de que Viracocha y sus numerosos tocayos, Quetzalcóatl, Kon-Tiki, Votan o Tunupa, llegaron después del «oscurecimiento del sol».
Hancock formula luego una conjetura todavía más osada. La lengua de los indios que viven alrededor del lago Titicaca se llama aimara, mientras que la lengua que hablaban los incas de Perú era el quechua. La lengua aimara posee la interesante característica de ser tan sencilla y poco ambigua en sus estructuras que puede traducirse fácilmente al lenguaje informático.
¿Fue una simple coincidencia que una lengua aparentemente artificial regida por una sintaxis propicia a la informática se hable hoy en los alrededores de Tiahuanaco?
¿O es posible que el aimara sea el legado del gran saber que todas las leyendas atribuyen a Viracocha?
Si Viracocha desembarcó en la costa oriental de América Central, como afirman las leyendas aztecas, y su influencia fue igualmente fuerte en el otro lado del continente, entonces la civilización que trajo debió de ser tan inmensa como la actual civilización de Europa o América del Norte. Y es poco probable que una civilización tan extendida permaneciera limitada a un solo continente. Probablemente era mundial y era la gran civilización marítima que propuso Charles Hapgood. Graham Hancock viajó a continuación por toda América del Sur y Central, y el conocimiento de primera mano que obtuvo de los lugares antiguos confirmó su creencia de que se trataba de una civilización que había precedido la devastación de Tiahuanaco en algún momento del undécimo milenio a. de C. Y, al parecer, fue la antepasada común del Egipto dinástico, así como de los olmecas, los mayas y los aztecas
Una y otra vez quedó impresionado y desconcertado por el tamaño de las piedras utilizadas en algunas de las estructuras antiguas. Sobre la ciudadela de Sacsayhuaman (no lejos de Cuzco, en Perú) dijo lo siguiente: “Estiré el cuello y alcé los ojos para ver un gran peñasco de granito por debajo del cual pasaba ahora mi ruta. Tenía unos 3 o 4 metros de altura y más de 2 de lado a lado, pesaba mucho más de 100 toneladas y era obra del hombre y no de la naturaleza. Había sido cortado y moldeado hasta darle una armonía sinfónica de ángulos, manipulado con aparente facilidad (como si estuviera hecho de cera o masilla) y estaba colocado verticalmente en una pared formada por otros bloques poligonales enormes y problemáticos, algunos de ellos colocados por encima de él, algunos por debajo, algunos a uno y otro lado, y todos en yuxtaposición perfectamente equilibrada y ordenada”.
Uno de estos asombrosos ejemplos de piedra cuidadosamente tallada tenía una altura de ocho metros y pico y, según se calculó, pesaba 361 toneladas. La misma sensación de perplejidad ofrecía Machu Picchu, la «ciudadela perdida» que se hallaba oculta en la cima de una montaña y había permanecido olvidada durante siglos. Bajo el mando de su jefe, Manco Cápac, los incas se habían retirado ante el avance de los españoles en 1533, después de que Pizarro asesinara traicioneramente al hermano de Manco, el rey Atahualpa. Desde Machu Picchu, que es tal vez una de los lugares más bellos y espectaculares del mundo, hostigaron a los españoles durante años e incluso pusieron sitio a Cuzco. Y aunque los españoles llegaron a sólo unos kilómetros, nunca descubrieron su escondrijo en la cima inaccesible. Cuando los incas abandonaron finalmente la lucha, Machu Picchu permaneció desierta durante casi cuatro siglos, hasta que el explorador norteamericano Hiram Bingham fue conducido hasta allí por un indio del lugar en 1911.
Machu Picchu no la construyó Manco Cápac. Aunque los historiadores la datan alrededor de finales del siglo XV d. C., el profesor Rolf Müller, de Potsdam, uno de los miembros del grupo que estudió los resultados que Posnansky obtuvo en Tiahuanaco, sacó la conclusión, basándose en sus alineamientos astronómicos, de que fue construida entre el 4000 y el 2000 a. de C.
En Machu Picchu, al igual que en Sacsayhuaman, Hancock quedó estupefacto ante la magnitud de la obra. Quien hubiese construido Machu Picchu había utilizado aparentemente la misma clase de trabajadores o de tecnología que emplearon los faraones que edificaron las pirámides. Se había dedicado al proyecto el mismo cuidado y la misma precisión. Había bloques gigantescos, colocados unos junto a otros, con tanta exactitud que a menudo era imposible insertar una hoja de afeitar entre ellos. Un monolito poligonal perfectamente pulimentado medía alrededor de cuatro metros de longitud por uno y medio de anchura y uno y medio de grosor, y no podía pesar menos de 200 toneladas. ¿Cómo habían logrado los constructores antiguos subirlo hasta aquí?».
Hancock abandonó Perú para trasladarse a América Central. En Chichén Itzá, en Yucatán, intrigó a Hancock la forma de la gran pirámide de Kukulcán, uno de los numerosos nombres de Viracocha. Tiene 365 escalones, y de alguna forma misteriosa, éstos aparecen dispuestos de tal modo que en dos días del año, en los equinoccios de primavera y otoño, el juego de las luces y las sombras crea la ilusión de una gran serpiente que se retuerce mientras sube la escalinata. Esta ilusión dura exactamente 3 horas y 22 minutos. Una cosa así es, a su manera, tan impresionante como la construcción de la Gran Pirámide. De hecho, la gran pirámide de los mayas, en Cholula, cerca de Ciudad de México, tiene tres veces el tamaño de la Gran Pirámide de Gizeh y cubre una extensión de alrededor de 18 hectáreas. Es el edificio más grande de la Tierra.
A unos cuarenta y ocho kilómetros al nordeste de Ciudad de México se hallan las ruinas de la sagrada ciudad tolteca de Teotihuacán. Los primeros europeos que la vieron fueron Cortés y sus soldados, en circunstancias poco propicias, por no decir otra cosa peor. El 8 de noviembre de 1519, Cortés había entrado en la capital de los aztecas, Tenochtitlán, la actual Ciudad de México, y había quedado sobrecogido ante su extensión y su belleza. Aquella ciudad de pirámides y templos inmensos, palacios y canales, estaba construida en el centro de un enorme lago, y era tan elegante como Venecia. Resultaba claro que sus habitantes no eran salvajes, sino el fruto de una antigua civilización. Los aztecas declaraban que habían tomado por modelo la capital original de su patria perdida, que se alzaba en medio de un lago y estaba rodeada de canales concéntricos, lo que inevitablemente hace pensar en la Atlántida de Platón. Cortés aprovechó la primera oportunidad para detener al amistoso emperador Moctezuma, que moriría cautivo de los españoles. Fue al matar aztecas durante una de sus ceremonias religiosas cuando los españoles cosecharon tempestades. Durante la noche del 1 de julio de 1520 los aztecas sorprendieron a los españoles cuando trataban de huir y mataron a unos quinientos de ellos, así como a cuatro mil de sus aliados mexicanos. Los españoles la llamaron «la noche triste».
Cortés y los supervivientes huyeron al norte y se encontraron en un valle cerca de un poblado indio llamado Otumba, completamente rodeado por las ruinas de una ciudad antigua que parecía estar enterrada bajo toneladas de tierra. Acamparon allí, entre dos grandes montículos. Al cabo de dos días tuvieron que enfrentarse a un inmenso ejército de indios mexicanos. Cortés mostró entonces su genio militar. Se dio cuenta de que el hombre ricamente ataviado que estaba en el centro del enemigo debía de ser el jefe y se lanzó directamente hacia él con su pequeña banda de guerreros. La ferocidad del ataque pilló a los indios por sorpresa y el jefe resultó muerto. Al correr la noticia, huyeron los ejércitos indios, que eran muy superiores en número, ya que había unos cien indios por cada español.
La ciudad de las pirámides enterradas era la antigua capital, Teotihuacán. Los indios que vivían allí nada sabían de su origen. Dijeron que la ciudad ya estaba allí al llegar los aztecas. Los dos inmensos montículos eran dos pirámides, llamadas la Casa (o Templo) del Sol y la Casa de la Luna. Estaban unidas por una gran avenida a la que los indios daban el nombre de el Camino de los Muertos, porque creían equivocadamente que los montículos eran tumbas. Más a lo lejos había otro gran montículo, el Templo de Quetzalcóatl. Charnay había empezado a excavarlo en 1883, pero lo había dejado. Sin embargo, se fijó en la increíble variedad de razas en las caras esculpidas en la cerámica: caucásicas, griegas, chinas, japonesas y negras. Un observador posterior también se fijó en que había caras mongoloides, y toda suerte de personas blancas, en particular tipos semíticos.
Parecía que, en algún momento de la historia, la tierra de los aztecas y los mayas había sido un centro cosmopolita a nivel mundial. En 1884 un ex soldado que se llamaba Leopoldo Batres persuadió a su cuñado Porfirio Díaz, el dictador de triste memoria, a nombrarle inspector de monumentos y permitirle excavar en Teotihuacán. Más que la arqueología, a Batres le interesaba encontrar tesoros, o, en su defecto, cerámica o artefactos que pudieran venderse a museos europeos. Quedó desconcertado al ver la gran cantidad de tierra y escombros que cubrían la ciudad, y pensó que era como si sus habitantes la hubiesen enterrado deliberadamente para protegerla de los invasores sacrilegos. Sus excavaciones revelaron que probablemente la ciudad había sido abandonada después de alguna catástrofe que la había incendiado, toda vez que muchos edificios estaban llenos de esqueletos calcinados.
Las excavaciones de Batres resultaron muy lucrativas y continuaron durante más de dos decenios. Batres consiguió hacerse pasar por un arqueólogo serio publicando libros sin valor en los que discutía con otros arqueólogos, pero continuó saqueando siempre que se le presentaba la ocasión. La única aportación indiscutible que hizo a la arqueología fue la excavación de uno de los grandes montículos triangulares a los pies de los cuales había acampado Cortés casi cuatrocientos años antes. Contrató a gran número de trabajadores con mulas y cestos y pronto moverían diariamente hasta mil toneladas de tierra. Más adelante, incluso tendió un ferrocarril a los pies del montículo y se llevaba la tierra en vagones.
Y lo que pronto empezó a aparecer fue una magnífica pirámide escalonada cuya base tenía más o menos la misma extensión que la de la Gran Pirámide de Gizeh, aunque la altura era sólo la mitad. Entre dos de los niveles superiores de la pirámide, Batres encontró dos capas de mica, mineral de aspecto cristalino que puede dividirse en placas finísimas. Como aquella inmensa cantidad valía mucho dinero, Batres se apresuró a extraerla y venderla.La pirámide no permitía albergar dudas sobre la veracidad de las historias que hablaban de sacrificios. En cada esquina de cada escalón se encontró el esqueleto sentado de un niño de seis años, enterrado vivo; la mayoría de ellos se convirtieron en polvo al ser desenterrados.
La cúspide de la pirámide era plana y en ella había restos de un templo, virtualmente destruido por el crecimiento de la vegetación durante siglos. Debajo de los escombros encontró Batres gran número de figuras humanas talladas en jade, jaspe, alabastro y huesos humanos, lo cual le convenció de que se trataba de un templo solar dedicado a Quetzalcóatl o Viracocha. También encontró un especie de flauta que producía una escala de siete notas distinta de la escala europea. La idea que tenía Batres de la excavación haría llorar a cualquier arqueólogo moderno.
Su objetivo era sencillamente crear un monumento de aspecto impresionante. Pero los constructores de la Pirámide del Sol, a diferencia de los de las pirámides de Gizeh, no habían utilizado bloques sólidos, sino una mezcla de adobe y piedra; Empujados por el entusiasmo, a menudo los hombres de Batres perforaban lo que probablemente había sido el muro exterior, con el resultado de que tres de las caras de la pirámide están media docena de metros más adentro de lo que deberían estar. Por suerte, Batres no pudo terminar su obra devastadora. La pirámide tenía que estar terminada a tiempo para celebrar la reelección del dictador en 1910, pero aún quedaba por hacer mucho trabajo cuando Díaz fue derrocado y tuvo que huir a Francia. Batres no tardó en verse denunciado por arqueólogos y estudiosos, en particular por una dama norteamericana llamada Zelia Nuttal, que una vez Díaz había sido depuesto, pudo enumerar los delitos de Batres. Al igual que su cuñado el presidente, el inspector de monumentos sufrió una caída espectacular y desapareció de la historia de la arqueología.
Posteriores excavaciones de Teotihuacán permiten ver claramente que el yacimiento es tan misterioso como Gizeh. La primera y más obvia observación es que la planta de sus tres monumentos principales, las Pirámides del Sol y de la Luna, así como el Templo de Quetzacóatl, tienen mucho en común con la curiosa planta de las pirámide de Keops, Kefrén y Menkaura. La gran plaza de la Ciudadela, que es un complejo religioso, y el Templo del Sol se encuentran alineados a lo largo de la llamada Calle de los Muertos, mientras que el Templo de la Luna esta al final de la calle y no está alienado con los otros dos. Graham Hancock visitó Teotihuacán y reflexionó sobre sus misterios.
Al igual que gran número de recientes autoridades en la materia, dijo que no le cabía ninguna duda de que la planta es astronómica. Gerald Hawkins, autor de Stonehenge Decoded, señala, en Beyond Stonehenge, que, si bien las calles forman una cuadrícula que mide seis kilómetros y pico de un lado a otro, se cruzan en ángulos de 89 grados en vez de 90. Además, la cuadrícula no está alineada con los cuatro puntos cardinales, como cabría esperar, sino que se tuerce hacia un lado de tal manera que la Calle de los Muertos se extiende del norte al nordeste y señala sorprendentemente la posición de las Pléyades.
Puede que otro descubrimiento de Hawkins parezca todavía más significativo. Tras introducir los datos en su ordenador, descubrió un alineamiento con Sirio, la estrella perro, que, como ya hemos visto, en Egipto se asocia con Isis y que los dogon de Mali saben que tiene una compañera invisible, Sirio B. Y en su libro El misterio de Sirio, Robert Temple señala que los Nommos,los dioses anfibios de quienes los dogon afirman haber recibido su conocimiento de Sirio B, se parecen mucho a los seres anfibios que, según el historiador Beroso, fundaron la civilización babilónica y cuyo líder se llamaba Oannes.
Ya hemos comentado la observación que hizo Le Plongeon sobre el parecido entre el nombre de este dios y la palabra maya oaana, que significa «el que tiene su residencia en el agua». Si está en lo cierto, esto parecería un argumento favorable a la existencia de una conexión entre América Central y las tierras del Oriente Medio. Si también recordamos la sugerencia de Robert Temple en el sentido de que los dogon recibieron su conocimiento del antiguo Egipto, entonces, una vez más tenemos, lo que parece un vínculo verosímil entre Egipto y América del Sur.
Le Plongeon también había señalado que muchas de las pirámides de Yucatán tenían 21 metros de altura y que sus planos verticales, es decir, el plano que se formaría si se cortara la pirámide por la mitad con un cuchillo enorme, podría inscribirse en un semicírculo. Dicho de otro modo, que la altura era el radio de un círculo cuyo diámetro era la base. Esto le hizo sospechar que con estas pirámides se quiso representar la Tierra, o, mejor dicho, la mitad superior del globo.
Ya hemos señalado que John Taylor descubrió que la altura de la Gran Pirámide, al compararla con su base, es exactamente el radio de una semiesfera comparada con la circunferencia de su base, y que conjeturó que se pretendió que la pirámide fuese una representación de la Tierra. Dicho de otro modo, el método maya parecería más tosco, pero es igualmente eficaz para sugerir la Tierra. Gerald Hawkins se enteró de la existencia de Teotihuacán por un estudioso llamado James Dow, que formuló la teoría de que la ciudad se construyó sobre un «marco cósmico».
Otro estudioso, Stansbury Hagar, también ha sugerido que Teotihuacán es un «mapa del cielo», y que la finalidad de la Calle de los Muertos es desempeñar el papel de la Vía Láctea, como lo desempeña el Nilo, según Robert Bauval, en relación con las «estrellas» de Orión de las pirámides de Gizeh. Graham Hancock conjetura que en un principio la Vía de los Muertos estaba llena de agua, con lo cual se parecería aún más al Nilo. Y un ingeniero llamado Hugh Harleston, que inspeccionó Teotihuacán en los decenios de 1960 y 1970, sacó la conclusión de que bien podía ser un modelo del sistema solar, con el Templo de Quetzalcóatl como el sol y todos los planetas representados a distancias proporcionalmente correctas, hasta llegar a unos montículos todavía no excavados que representarían Neptuno y Plutón.
Los constructores de Teotihuacán quizá conocían no sólo las distancias relativas de los planetas, sino incluso la existencia de planetas que a la sazón aún no se habían descubierto. Esto está en línea con la observación de Temple en el sentido de que los dogon sabían que Sirio era una estrella doble, que la luna estaba seca y muerta y que Saturno tenía un anillo a su alrededor. Harleston calculó seguidamente que la unidad básica que se utilizó en Teotihuacán era 1,059 metros.
Señalando también la frecuencia de la cifra 378 metros entre indicadores de límites a lo largo de la Vía de los Muertos, Harleston señaló que 1,059 multiplicado por 378 y luego por 10.000 da una cifra muy exacta para el radio polar de la Tierra y parece corroborar la conjetura de Le Plongeon según la cual las pirámides se concibieron como modelos a escala de la Tierra. Todo esto parece un argumento a favor de los visitantes espaciales de Von Däniken. Pero lo que sugieren Schwaller de Lubicz, John West y Graham Hancock y Robert Bauval es bastante menos polémico. Según ellos los pueblos antiguos probablemente heredaron su conocimiento de una civilización que sabía muchas cosas. Tal vez estas cosas las trajeron a la Tierra los Nommos procedentes de las estrellas. De todos modos hay un misterio fascinante, que es lo que aquella gente de la antiguedad sabía y cómo aplicaban su conocimiento.
Pero en lo que se refiere a Teotihuacán, las investigaciones todavía dejan el asunto sumido en el misterio. No conocemos la fecha en que se construyó. Si lo construyeron los toltecas, entonces su fecha podría ser cualquiera entre el 500 d. de C. y el 1100. Pero algunas dataciones por el carbono han dado una fecha de los comienzos de la era cristiana… que es anterior a los toltecas. Los propios aztecas declararon que Teotihuacán fue construido al empezar la quinta edad, en el 3113 a. de C., por Quetzalcóatl. Sus cuatro edades (o «soles») anteriores duraron, respectivamente, 4.008, 4.010, 4.081 y 5.026 años, lo cual suma en total 17.125 años antes del comienzo del quinto sol. Dicho de otro modo, los aztecas datan los «comienzos» de la civilización en el 20.238 a. de C. También se dice que previeron que terminaría en medio de violentos terremotos el 24 de diciembre de 2012.
De momento, falta excavar tanto en Teotihuacán que es imposible decir cuándo se trazó el emplazamiento original. Bien puede ser que, como en el caso de Stonehenge, se construyera en períodos muy separados unos de otros. Debemos tener en cuenta la posibilidad de que ya existiera cuando llegaron los toltecas, del mismo modo que ya existía cuando lo descubrieron los aztecas. Lo único que sabemos es que, al igual que el interior de la Gran Pirámide, parece ser que se trazó con una precisión extraña y desconcertante. Y¿por qué los constructores de la Pirámide del Sol quisieron instalar una capa de mica? Lo mismo cabe decir de una edificación llamada el Templo de Mica que no está lejos de la Pirámide del Sol. Debajo de su suelo hay dos enormes capas de mica, de más de ocho metros cuadrados. Es una suerte que Batres ya hubiera muerto cuando se descubrió el Templo de Mica, pues permitió a los arqueólogos descubrir un hecho curioso: que la química de la mica revela que no es mica del lugar, sino que procede de Brasil, a más de 3.000 kilómetros de allí.
¿Y cómo se transportaron capas de mica de más de ocho metros cuadrados? Asimismo, ¿por qué luego las colocaron debajo del suelo? ¿Qué función debían cumplir allí? Graham Hancock señala que la mica se usa como aislante en los condensadores, y que puede usarse para que las reacciones nucleares sean más lentas, pero cuesta ver cómo una capa subterránea de mica podría cumplir alguna función científica. Teotihuacán quiere decir «ciudad de los dioses» o, más literalmente y sorprendentemente, «ciudad donde los hombres se convierten en dioses». Esto hace pensar que tal vez tenía algún importante propósito ritual, quizá análogo a la idea de Bauval de que la finalidad de los «pozos de ventilación» de la Gran Pirámide es dirigir el alma del faraón hacia el cielo, donde se convierte en dios. Así pues, al igual que el complejo de Gizeh, la ciudad de Teotihuacán continúa siendo un misterio. De momento, sus complicadas medidas y la disposición de sus extraños edificios no tienen sentido.
Lo único que parece razonablemente seguro, una vez más, es que se construyó teniendo presentes alineamientos astronómicos y que a ojos de los toltecas, o de quienquiera que la construyese, simbolizaba algún misterio divino cuya naturaleza cayó en el olvido hace mucho tiempo. Lo mismo ocurre en el caso del enigma más famoso de América del Sur, las líneas de Nazca. Las descubrió en 1941 un norteamericano que era profesor de historia y se llamaba Paul Kosok al sobrevolar casualmente el desierto cerca de la ciudad de Nazca, en Perú, en busca de canales de riego. Lo que vio desde el aire fue una serie de cientos de dibujos asombrosos en la arena: gigantescos pájaros, insectos, peces, mamíferos y flores, entre los que había una araña, un cóndor, un mono y una ballena. Nadie los había visto jamás porque no pueden verse desde el suelo. Y ocupan 518 kilómetros cuadrados de meseta. Se comprobó que los habían trazado moviendo las piedras pequeñas que forman la superficie del desierto y dejando al descubierto el suelo duro que hay debajo de ellas.
También hay enormes figuras geométricas y largas líneas que se extienden hacia el horizonte, algunas de la cuales terminan bruscamente en las cimas de las montañas. La llanura de Nazca es ventosa, pero las piedras de la superficie absorben calor suficiente para producir aire ascendente que protege el suelo. Llueve rarísimas veces. Debido a estos factores, los dibujos gigantescos han permanecido intactos durante siglos, posiblemente milenios. Algunos restos orgánicos encontrados en el lugar se han datado por el carbono en un período situado entre el 350 y el 500 d. de C., y la cerámica en el siglo I a. de C.
Pero las líneas propiamente dichas no pueden datarse. Erich von Däniken sugeriría más adelante que las líneas largas eran las pistas de aterrizaje de las aeronaves de los antiguos viajeros del espacio, pero esta teoría pasa por alto el hecho de que un acroplano haría saltar las piedras en todas las direcciones; y lo mismo haría una nave espacial que despegase verticalmente. El 22 de junio de 1941, Kosok vio cómo el sol se ponía al final de una de las líneas que se extendían hacia lo lejos a través del desierto. Era el solsticio de invierno en el sur de Perú. Esto es, el momento en que el sol se cierne sobre el Trópico de Capricornio y se prepara para regresar al norte. Esto convenció a Kosok de que las líneas tenían alguna finalidad astronómica. Pero cuando Gerald Hawkins introdujo los diversos alineamientos en su ordenador, examinando un período que va del 5000 a. de C. al 1900 d. de C., se llevó una decepción: ninguna de las líneas señalaba de modo concluyente ciertas estrellas en momentos significativos, tales como el solsticio o el equinoccio. Al parecer, Kosok se había equivocado.
Pero más adelante, una investigadora, la doctora Phyllis Pitluga, del Adler Planetarium de Chicago, descubriría que eso no era totalmente cierto. Sus investigaciones demostraron que la araña gigantesca era un modelo de la constelación de Orión, y que la serie de líneas rectas que había a su alrededor seguían la trayectoria de las tres estrellas del Cinturón de Orión.
Así pues, al igual que las pirámides de Gizeh, la araña de Nazca está relacionada con el Cinturón de Orión. Tony Morrison, un zoólogo que estudio las líneas con Gerald Hawkins, concluye en su libro Pathways to the Gods (1978) con una cita de un magistrado español, Luis de Monzón, que en 1586 escribió sobre las piedras trabajadas y los caminos antiguos que había cerca de Nazca: “Los indios viejos dicen que… tienen conocimiento de sus antepasados, que en tiempos muy antiguos, antes de que los gobernasen los incas, llegó al país otro pueblo al que llaman Viracochas, no muchos de ellos, y les siguieron indios que iban detrás de ellos escuchando su palabra, y ahora los indios dicen que debían de ser personas santas.
Y en vista de ello, les construyeron caminos que pueden verse hoy”. Y aquí, sin duda, tenemos la clave del misterio de las líneas de Nazca: el legendario Viracocha, llamado también Quetzalcóatl y Kon-Tiki, cuyo retorno seguían esperando los indios al desembarcar Cortés. «Los indios viejos» construyeron las grandes figuras porque esperaban que Viracocha regresara, esta vez por el aire, y las figuras hacían de indicador. ¿Cómo hicieron las figuras? Muchos autores han conjeturado que los indios debían de poseer globos de aire caliente. Pero aunque esto fuera cierto, poca utilidad tendrían tales globos para los indios que estaban abajo en el suelo. No se puede trazar una figura de un 270 metros desde una altura de 300 metros.
Por otra parte, la construcción de dibujos gigantescos es factible. Se trata sencillamente de construir una versión enorme a partir de un pequeño dibujo o plano. Los antiguos britanos hicieron frente a una tarea parecida cuando labraron enormes figuras en la creta de los Downs, y lo mismo cabe decir de Gutzon Borglum, el artista que talló los rostros gigantescos de presidentes norteamericanos en el monte Rushmore.
Tampoco es totalmente cierto que las líneas del desierto no puedan verse desde el suelo, toda vez que en la zona de Nazca hay muchas colinas y montañas, que permitirían a los artistas adquirir un sentido de la perspectiva. Tony Morrison ha señalado que aunque las piedras de las figuras de Nazca son de color oscuro a causa de los elementos, las huellas que un automóvil deja en el desierto son de color amarillo y las líneas de Nazca debían de ser muy visibles al principio. Es improbable, por supuesto, que la única finalidad de las líneas y las figuras fuese hacer de indicadores.
Puede que también fueran símbolos de fertilidad y que en el lugar se celebrasen danzas y rituales. Sin embargo, el comentario que Luis de Monzón hizo en 1586 en el sentido de que los indios construyeron caminos a Viracocha, sin duda ofrece la explicación más obvia y sencilla del objetivo de las líneas. Hemos visto cómo, en las postrimerías del siglo XIX, muchos arqueólogos respetables creían que la Esfinge era mucho más antigua que las pirámides y cómo los egiptólogos modernos han adoptado una actitud cada vez más prudente y han sustituido lo que consideran un romanticismo irresponsable por una especie de clasicismo desapasionado. Lo mismo sucedió en el campo de la arqueología sudamericana. En 1922, Byron Cummings, de la Universidad de Arizona, se fijó en una colina grande y llena de vegetación que había junto a la carretera de Ciudad de México a Cuernavaca y que aparecía cubierta por una capa de lava sólida. Al quitar la lava, para lo cual a menudo usó dinamita, descubrió una pirámide truncada, probablemente la más antigua que se conoce. Era la versión mexicana de la Pirámide Escalonada de Zoser.
Un geólogo neozelandés dijo que el campo de lava tenía entre 7.000 y 2.000 años de antigüedad, y Byron Cummings decidió que 7.000 años probablemente estaban más cerca de la realidad. Los estudiosos modernos prefieren datarla entre el 600 a. de C. y el 200 d. de C. En su libro sobre la arqueología en América, Conquistadores Without Swords (1967), Leo Deuel afirma que si bien puede que hubiera seres humanos en México hace diez mil años o más, los agricultores y los constructores aparecieron alrededor del 2000 a. de C.
En general, Deuel se hace eco de la actitud de la mayoría de los arqueólogos: que dicen que vincular las pirámides de América del Sur a las de Egipto es puro romanticismo, porque hay varios miles de años entre ellas. Sin embargo, como hemos visto, puede que no haya comprendido la antigüedad de la tradición a la que pertenecían los olmecas, los toltecas y los mayas. Las ruinas de Tiahuanaco parecen demostrar, más claramente que otras, que la civilización en América del Sur puede ser mucho más antigua de lo que suponemos. Graham Hancock viene a decir lo mismo cuando comenta el calendario maya, que a su vez tenía su origen en los olmecas, que parece son los que hicieron las gigantescas cabezas negroides que se parecen curiosamente a la cara de la Esfinge de Egipto .
El calendario europeo calcula que la duración del año es de 365 3/4 días. La cifra correcta es 365,2422. Pero los mayas calculaban que el año duraba 365,2420, cifra que es infinitamente más exacta que nuestro calendario, el occidental. Calcularon el tiempo que tardaba la luna en dar la vuelta alrededor de la Tierra casi con tanta exactitud como un ordenador moderno: 29,528395 días. Su astronomía es de una perfección comparable con la nuestra.
A pesar de ello, se trata de la misma gente que, aparentemente, ignoraba el principio en que se basa la rueda. Hancock sugiere que la respuesta es que la astronomía maya no la crearon los propios mayas, sino que era el legado de un pasado lejano.
Todo lo que sabemos de las civilizaciones de América Central y América del Sur induce a pensar que no crecieron aisladas del resto del mundo. Hubo un momento en que estuvieron conectadas con Europa y el Oriente Medio, quizá incluso con la India.
Las leyendas sugieren que unos hombres blancos llevaron la civilización a América del Sur poco después de alguna gran catástrofe que oscureció el sol. Documentos y tradiciones sugieren que tal catástrofe ocurrió alrededor del 10500 a. de C. Aunque no podemos mostrarnos dogmáticos sobre la fecha de la catástrofe que cayó sobre Tiahuanaco en los Andes, sí sabemos la fecha de la que cayó sobre Egipto. La arqueología indica que la agricultura empezó varios milenios antes de la era que solemos asignar a los primeros agricultores.
Antes del 13000 a. de C. aparecen hojas de hoz y piedras para moler trigo entre las herramientas del paleolítico final. La inexistencia de restos de pescado en este período hace suponer que el hombre había aprendido a alimentarse de la agricultura. Luego, según parece, una serie de desastres naturales, entre los que hubo tremendas inundaciones en el valle del Nilo, pusieron fin a la «revolución agrícola» hacia 10500 a. de C. West conjetura que ésta es la fecha en que tuvo lugar la destrucción de la Atlántida y en que los supervivientes llegaron a Egipto y construyeron la versión más antigua de la Esfinge.
Es la fecha en que, según Bauval, los «protoegipcios» proyectaron y posiblemente empezaron a construir las pirámides de Gizeh. Es también la fecha que Nature en 1971 y The New Scientist en 1972 dieron para la última inversión de los polos magnéticos terrestres. Todo esto sugiere como mínimo que la fecha en la que los «dioses blancos» llegaron del este a México fue el 10500 a. de C. Si es verdad, y si la tradición según la cual Viracocha fundó la ciudad sagrada de Teotihuacán se basa en la realidad, entonces Teotihuacán fue también como mínimo proyectada al mismo tiempo que las pirámides de Gizeh, y el conocimiento que se observa en su trazado geométrico fue traído de una civilización que se hallaba en trance de destrucción. Ahora sabemos que los egipcios concedían especial importancia a Sirio, la estrella perro, y a la constelación de Orión, en cuya parte trasera se encuentra. También sabemos que el abad Brasseur estaba convencido de que Sirio era la estrella sagrada de los mayas.
Tenemos razones para creer que la araña de la llanura de Nazca representa la constelación de Orión, que tenía igual importancia para los egipcios. A medida que van acumulándose «coincidencias» como éstas, se hace cada vez más difícil no sacar la conclusión de que las civilizaciones del norte de África y de la América Central y la América del Sur tenían algún origen común y que este origen común se halla tan profundamente enterrado en el pasado que nuestra única probabilidad de entenderlo reside en descifrar las señales, casi invisibles, que ha dejado.
Fuente: Old Civilizations
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