martes, 7 de febrero de 2012

Fragmentos de una Enseñanza Desconocida

Ouspensky

En el curso de los viajes por Europa, Egipto y Oriente que hizo P. D.
Ouspensky en busca de una enseñanza que resolviera para él el problema
de las relaciones del Hombre con el Universo, llegó a conocer a G. I.
Gurdjieff y a ser su alumno. Bajo la inicial "G" es de Gurdjieff de
quien se trata a lo largo de todo el libro. FRAGMENTOS DE UNA
ENSEÑANZA DESCONOCIDA es el relato de ocho años de trabajo pasados por
Ouspensky cerca de Gurdjieff. P. D. Ouspensky murió en Londres en
octubre de 1947. G. I. Gurdjieff murió en octubre de 1949 en París,
después de haber dado pleno consentimiento para la publicación de este
libro. CAPÍTULO I Retorno de la India. La guerra y la "búsqueda de lo
milagroso". Viejos pensamientos. La cuestión de escuelas. Nuevos
proyectos de viaje. Oriente y Occidente. Un anuncio en un periódico de
Moscú. Conferencias sobre la India. Encuentro con G. Un "hombre
disfrazado". Primera conversación. Opinión de G. sobre las escuelas.
El grupo de G. "Vislumbres de la verdad". Otros encuentros y
conversaciones. La organización del grupo de G. en Moscú. La cuestión
del pago y de los medios de trabajo. La cuestión del secreto y de las
obligaciones aceptadas por los alumnos. Una conversación sobre el
Oriente. "Filosofía", "Teoría" y "Práctica". ¿De dónde obtuvo G. sus
ideas? Las ideas de G. "El hombre es una maquina" gobernada por
influencias exteriores. Todas las cosas "suceden". Nadie "hace" nada.
Para "hacer", es preciso "ser". Un hombre es responsable de sus
acciones, una máquina no es responsable. ¡Es necesaria la psicología
para el estudio de las máquinas? G. promete "hechos". ¿Es posible
suprimir la guerra? Una conversación sobre los planetas y la luna
considerados como seres vivientes. La "inteligencia" del sol y de la
tierra. Arte "subjetivo" y arte "objetivo". Regresé a Rusia en
noviembre de 1914, al comienzo de la primera guerra mundial, después
de un viaje, relativamente largo, a través de Egipto, Ceilán e India.
La guerra estalló cuando me encontraba en Colombo, de donde me
embarqué para regresar a través de Inglaterra. Al salir de San
Petersburgo, yo había dicho que partía en busca de lo milagroso. Lo
"milagroso" es muy difícil de definir. Pero para mí, esta palabra
tenía un significado muy definido. Mucho tiempo atrás había llegado a
la conclusión de que para escapar del laberinto de contradicciones en
que vivimos, era necesario encontrar un camino enteramente nuevo,
diferente de todo lo que habíamos conocido o seguido hasta ahora. Pero
dónde comenzaba este camino nuevo o perdido, yo era incapaz de
decirlo. Entonces ya había reconocido como un hecho innegable que
detrás de la fina película de falsa realidad, existía otra realidad de
la cual, por alguna razón, algo nos separaba. Lo "milagroso" era la
penetración en esta realidad desconocida. Me parecía que el camino
hacia lo desconocido podría ser encontrado en Oriente. ¿Por qué en
Oriente? Era difícil decirlo. En esta idea había quizás algo de
romántico, pero en todo caso había también la convicción de que nada
podía ser encontrado aquí, en Europa. Durante el viaje de regreso, y
las pocas semanas que pasé en Londres, todas las conclusiones a las
cuales había llegado como resultado de mi búsqueda, quedaron
trastornadas por la absurdidad salvaje de la guerra y por todas las
emociones que llenaban el aire, invadían las conversaciones, los
diarios, y que contra mi voluntad me afectaban a menudo. Pero, de
regreso a Rusia, cuando volvieron los pensamientos con los cuales
había partido, sentí que mi búsqueda y aun las menores cosas
conectadas con ellas, eran mas importantes que todo lo que estaba
sucediendo o pudiese suceder en un mundo de "absurdos obvios".1 Me
dije entonces que la guerra debía ser considerada como una de esas
condiciones generalmente catastróficas de la existencia, en medio de
las cuales tenemos que vivir, trabajar y buscar respuestas a nuestras
preguntas y a nuestras dudas. La guerra, la gran guerra europea, en
cuya posibilidad yo no había querido creer y cuya realidad por largo
tiempo no había querido reconocer, se había convertido en un hecho.
Estábamos en ella, y vi que debía ser tomada como un gran "memento
mori", mostrando que era urgente apresurarse y que era imposible creer
en una "vida" que no conducía a ninguna parte. La guerra no me podía
tocar personalmente, en todo caso no antes de la catástrofe final que
por otra parte me parecía inevitable para Rusia, y quizás para toda
Europa, pero aún no inminente. Aunque naturalmente, en aquella época,
la catástrofe en marcha parecía solamente temporal, y aún nadie
hubiera podido concebir toda la amplitud de la ruina, de la
desintegración y de la destrucción, a la vez interior y exterior, en
la cual tendríamos que vivir en el futuro. Resumiendo el conjunto de
mis impresiones del Oriente y particularmente de la India, tenía que
admitir que al regreso mi problema parecía todavía más difícil y más
complicado que al partir. La India y el Oriente no sólo no habían
perdido nada de su milagroso atractivo sino que, por el contrario,
este atractivo se había enriquecido con nuevos matices que
anteriormente yo no había podido sospechar. Había visto claramente que
algo podía ser encontrado en el Oriente, que por mucho tiempo había
dejado de existir en Europa, y consideraba que la dirección que yo
había tomado era buena. Pero al mismo tiempo me había convencido de
que el secreto estaba mejor y más profundamente escondido de lo que
hubiera podido prever. A mi partida, ya sabía que iba en busca de una
o de varias escuelas. Había llegado a esta conclusión hacía ya tiempo,
habiéndome dado cuenta que los esfuerzos personales independientes no
podían ser suficientes, y que era indispensable entrar en contacto con
el pensamiento real y viviente que debe existir en alguna parte, pero
con el cual habíamos perdido toda conexión. Yo comprendía esto, pero
la idea misma que tenía de las escuelas se modificaría mucho durante
mis viajes; en un sentido se volvió más simple y más concreta, en otro
sentido más fría y más distante. Quiero decir que las escuelas
perdieron su carácter de cuentos de hadas. En el momento de mi
partida, todavía admitía muchas cosas fantásticas acerca de las
escuelas. Admitir es quizás una palabra demasiado fuerte. Para decirlo
mejor, soñaba con la posibilidad de un contacto no físico con las
escuelas, de un contacto, en alguna forma, "en otro plano". No podía
explicarlo claramente, pero me parecía que el primer contacto con una
escuela debía tener ya un carácter milagroso. Por ejemplo, imaginaba
la posibilidad de entrar en contacto con escuelas que habían existido
en un lejano pasado, como la escuela de Pitágoras, o las escuelas de
Egipto, o la escuela de los monjes que construyeron Notre-Dame, y así
sucesivamente. Me parecía que las barreras del espacio y del tiempo
desaparecerían ni producirse tal contacto. La idea de las escuelas era
en sí misma fantástica, y nada de lo que les concernía me parecía
demasiado fantástico. Asimismo no veía ninguna contradicción entre mis
ideas y mis esfuerzos para encontrar en la India escuelas reales. Pues
me parecía que era precisamente en la India donde me sería posible
establecer una especie de contacto, que 1 Esto se refiere a un pequeño
libro que tenia en mi infancia. Se llamaba "Absurdos Obvios" y
pertenecía a la "Pequeña Colección Stupin". Era un libro de imágenes
tales como: un hombre cargando una casa sobre sus espaldas, un
carruaje con ruedas cuadradas, etc. Éste libro me había impresionado
mucho en aquel entonces, porque allí se encontraban numerosas imágenes
cuyo carácter absurdo yo no podía descubrir. Se asemejaban exactamente
a las cosas ordinarias de la vida. Luego comencé a pensar que este
libro ofrecía, de hecho, cuadros de la vida real, porque cuando seguí
creciendo me convencí más y más de que una la vida no está echa sino
de "absurdos obvios". Mis experiencias ulteriores no hicieron sino
confirmar esta convicción. podría luego volverse permanente e
independiente de toda interferencia exterior. Durante mi viaje de
regreso, lleno de encuentros y de impresiones de toda clase, la idea
de las escuelas se volvió para mí mucho más real, casi tangible. Había
perdido su carácter fantástico. Y esto sin duda porque como me di
cuenta entonces, una "escuela" no requiere solamente una búsqueda sino
una "selección" o un escoger — quiero decir: de nuestra parte. No
podía dudar que hubiera escuelas. Me convencí al mismo tiempo de que
las escuelas sobre las que había oído hablar, y con las cuales hubiese
podido entrar en contacto, no eran para mí. Eran escuelas de
naturaleza francamente religiosa o semi-religiosa y de tono netamente
devocional. No me atraían, sobre todo porque si hubiese buscado un
camino religioso habría podido encontrarlo en Rusia. Otras escuelas
más moralizadoras eran de tipo filosófico, ligeramente sentimental,
con un matiz de ascetismo, como las escuelas de los discípulos o
seguidores de Ramakrishna; entre estos últimos había personas
agradables, pero tuve la impresión de que les faltaba un conocimiento
real. Otras escuelas, ordinariamente descritas como "escuelas de
yoga", y que están basadas en la creación de estados de trance,
participaban, a mis ojos, un tanto demasiado del género espiritista.
Yo no podía tenerles confianza; conducían inevitablemente a mentirse a
uno mismo o bien a lo que los místicos ortodoxos, en la literatura
monástica rusa, llaman "seducción". Había otro tipo de escuelas, con
las cuales no pude tomar contacto y de las que sólo oí hablar. Estas
escuelas prometían mucho, pero igualmente exigían mucho. Exigían todo
de una sola vez. Hubiera sido necesario quedarse en la India y
abandonar para siempre toda idea de regreso a Europa. Habría tenido
que renunciar a todas mis ideas, a todos mis proyectos, a todos mis
planes y comprometerme a un camino del cual no podía saber nada de
antemano. Estas escuelas me interesaban mucho, y las personas que
habían estado en relación con ellas y que me habían hablado de ellas,
se destacaban nítidamente sobre el común de las personas. Sin embargo
me parecía que debería haber escuelas de un tipo más racional, y que
hasta cierto punto, un hombre tenía derecho de saber hacia dónde iba.
Paralelamente, llegué a la conclusión de que una escuela —no importa
como se llame: escuela de ocultismo, de esoterismo o de yoga— debe
existir sobre el plano terrestre ordinario como cualquier otro tipo de
escuela: escuela de pintura, de danza o de mediana. Me di cuenta de
que la idea de escuelas "en otro plano" era simplemente un signo de
debilidad: esto significaba que los sueños habían reemplazado la
búsqueda real. Así comprendí que los sueños son uno de los obstáculos
más grandes en nuestro camino eventual hacia lo milagroso. En camino
hacia la India, hacía planes para próximos viajes. Esta vez deseaba
comenzar por el Oriente musulmán. Sobre todo estaba atraído por el
Asia Central rusa y Persia. Pero nada de todo esto estaba destinado a
realizarse. De Londres, a través de Noruega, Suecia y Finlandia,
llegué a San Petersburgo, que había sido ya rebautizada "Retrogrado",
y donde el patriotismo y la especulación estaban en todo su apogeo.
Poco después, partí para Moscú retomando mi trabajo en el periódico
del cual había sido corresponsal en la India. Llevaba ahí ya cerca de
seis semanas, cuando ocurrió un pequeño episodio que iba a ser el
punto de partida de numerosos acontecimientos. Un día que me
encontraba en la redacción del periódico, preparando la próxima
edición, descubrí, creo que en La Voz de Moscú, un aviso con
referencia a la puesta en escena de un ballet titulado "La Lucha de
los Magos", que se decía era la obra de un "Hindú". La acción del
ballet debía tener lugar en la India, y ofrecer un cuadro completo de
la magia del Oriente con milagros de faquires, danzas sagradas,
etcétera. No me gustó el tono parlanchín del párrafo, pero como los
autores de ballets hindúes eran más bien raros en Moscú, recorté el
aviso, insertándolo en mi artículo y añadiendo brevemente que en el
ballet se encontraría seguramente todo aquello que los turistas van a
buscar y que es imposible de hallar en la India verdadera. Poco
después, por varias razones, dejé el periódico y fui a San
Petersburgo. Allí, en febrero y marzo de 1915, ofrecí conferencias
públicas sobre mis viajes por la India. Los títulos de éstas eran: "En
Busca de lo Milagroso" y "El Problema de la Muerte". En estas
conferencias, que debían servir de introducción a un libro sobre mis
viajes, que tenía intención de escribir, dije que en la India lo
"milagroso" no se buscaba donde debía buscarse, que todos los caminos
habituales eran inútiles y que la India guardaba sus secretos mucho
mejor de lo que se suponía: sin embargo, de hecho lo "milagroso" sí
existía y estaba indicado por muchas cosas que la gente pasaba de
largo sin captar su contenido verdadero y su significado oculto, y sin
saber cómo acercarse a ellas. Nuevamente tenia en la mente "las
escuelas". A pesar de la guerra, mis conferencias despertaron
considerable interés. Cada una de ellas atrajo más de mil personas al
Hall Alexandrowski del Domo municipal de San Petersburgo. Recibí
muchas cartas; la gente vino a verme; y sentí que sobre la base de una
"búsqueda de lo milagroso" sería posible reunir a un número grande de
personas que ya no podían tragar las formas usuales de mentira y de la
vida en medio de la mentira. Después de Pascua, salí de nuevo hacia
Moscú para ofrecer las mismas conferencias. Entre las personas que
encontré con motivo de estas conferencias había dos, un músico y un
escultor, que muy pronto comenzaron a hablarme de un grupo de Moscú,
dedicado a varias investigaciones y experimentos "ocultos" bajo la
dilección de un cierto G., un griego del Cáucaso; era precisamente,
como yo lo comprendí, el "Hindú", autor del argumento del ballet
mencionado en el periódico que había llegado a mis manos tres o cuatro
meses atrás. Debo confesar que lo que estas dos personas me contaron
acerca de este grupo y de lo que en él ocurría — toda clase de
prodigios de autosugestión — me interesó muy poco. Había oído
demasiadas veces historias de este género y me había formado una
opinión muy clara sobre ellas. .. .Damas que súbitamente ven flotar en
sus cuartos ojos que las fascinan y que ellas siguen de calle en
calle, hasta la casa de un cierto oriental al cual pertenecen estos
ojos. O bien, personas que en la presencia del mismo oriental, sienten
bruscamente que éste las está traspasando con la mirada, viendo todos
sus sentimientos, pensamientos y deseos; sienten una extraña sensación
en sus piernas y no pueden moverse, cayendo en su poder hasta el punto
que él puede hacer de ellas lo que quiere, aun a distancia... Tales
historias me han parecido siempre como sacadas de una mala novela. La
gente inventa milagros e inventa exactamente lo único que puede
esperarse de ellos. Es una mezcla de superstición, autosugestión y
debilidad intelectual; pero estas historias, según lo que he podido
observar, nunca aparecen sin cierta colaboración de parte de los
hombres a los cuales están referidas. Prevenido así por mis
experiencias anteriores, fue sólo ante los persistentes esfuerzos de
M., uno de mis nuevos conocidos, que acepté conocer a G. y tener una
conversación con él. Mi primera entrevista modificó enteramente la
idea que tenia de él y de lo que me podía aportar. Lo recuerdo muy
bien. Habíamos llegado a un pequeño caté alejado del centro de la
ciudad en una calle bulliciosa. Vi a un hombre que ya no era joven, de
tipo oriental, con bigotes negros y ojos penetrantes. En primer
término me asombró porque parecía estar completamente fuera de sitio
en tal lugar y dentro de tal atmósfera. Estaba todavía lleno de mis
impresiones del Oriente, y hubiera podido ver a este hombre con cara
de raja hindú o de jeque árabe, bajo una túnica blanca o un turbante
dorado, pero sentado en este pequeño café de tenderos y de
comisionistas, con su abrigo negro de cuello de terciopelo y su bombín
negro, producía la impresión inesperada, extraña y casi alarmante, de
un hombre mal disfrazado. Era un espectáculo embarazoso, como cuando
se encuentra uno delante de un hombre que no es lo que pretende ser, y
con el cual sin embargo se debe hablar y conducirse como si no se
diera cuenta de ello. G. hablaba un ruso incorrecto con fuerte acento
caucasiano, y este acento, que estamos habituados a asociar con
cualquier cosa menos con ideas filosóficas, reforzaba aún más la
extrañeza y el carácter sorprendente de esta impresión. No me acuerdo
del comienzo de nuestra conversación; creo que hablamos de la India,
del esoterismo y de las escuelas de yoga. Entendí que G. había viajado
mucho, que había estado en muchos lugares de los cuales yo sólo había
oído hablar y que había deseado vivamente conocer. No solamente no le
molestaban mis preguntas, sino que me parecía que ponía en cada una de
sus respuestas mucho más de lo que yo había preguntado. Me gustó su
manera de hablar, que era a la vez prudente y precisa. M. nos dejó. G.
me contó lo que hacía en Moscú. Yo no le comprendía bien. De lo que
hablaba se traslucía que en su trabajo, que era sobre todo de un
carácter psicológico, la química desempeñaba un gran papel. Como le
escuchaba por primera vez, naturalmente tomé sus palabras al pie de la
letra. —Lo que usted dice me hace recordar un hecho que me contaron
sobre una escuela del sur de la India. Sucedió en Travancore. Un
brahmán, hombre excepcional en más de un sentido, le hablaba a un
joven inglés de una escuela que estudiaba la química del cuerpo humano
y que había probado, decía él, que al introducir o eliminar diversas
substancias, se podría cambiar la naturaleza moral y psicológica del
hombre. Esto se parece mucho a lo que usted dice. —Sí, dijo G., es
posible. Pero al mismo tiempo puede ser que sea una cosa totalmente
diferente. Ciertas escuelas aparentemente emplean los mismos métodos;
pero los comprenden de una manera completamente distinta. La similitud
de métodos o aun de ideas no prueba nada. —Hay otra cuestión que me
interesa mucho. Los yoguis se sirven de diversas substancias para
provocar ciertos estados. ¿No se tratará en algunos casos de
narcóticos? Yo mismo he hecho numerosos experimentos de esta índole, y
todo lo que he leído sobre la magia me prueba claramente que las
escuelas de todos los tiempos y de todos los países, han hecho un
amplio uso de narcóticos para la creación de estos estados que hacen
posible «la magia». —Sí, contestó G., en muchos casos, estas
substancias son lo que usted llama «narcóticos». Pero éstos pueden ser
empleados lo repito, para fines muy diferentes. Ciertas escuelas se
sirven de narcóticos en forma debida. Sus alumnos los toman para
estudiarse a sí mismos, para conocerse mejor, para explorar sus
posibilidades y discernir por adelantado lo que podrán efectivamente
lograr al final de un trabajo prolongado. Cuando un hombre ha podido
tocar de esta manera la realidad de lo que ha, aprendido teóricamente,
trabaja desde ese momento conscientemente, y sabe adonde va. Es a
veces el camino más fácil para convencerse de la existencia real de
las posibilidades que el hombre a menudo sospecha en sí mismo. Para
este fin existe una química especial. Hay substancias especiales para
cada función. Cada función puede ser reforzada o debilitada,
despertada o adormecida. Pero es indispensable un conocimiento muy
profundo de la máquina humana y de esta química especial. En todas las
escuelas que siguen este método no se hacen los experimentos sino
cuando son realmente necesarios y sólo bajo el control experimentado y
competente de hombres que pueden prever todos los resultados y tomar
todas las medidas necesarias para prevenir consecuencias indeseables.
Las substancias empleadas en estas escuelas no son solamente
«narcóticos», como usted los llama, a pesar de que un gran número de
ellas son preparadas tomando como base drogas tales como el opio, el
hashish, etc. "Otras escuelas emplean substancias idénticas o
análogas, no con fines de experimento o de estudio, sino para alcanzar
los resultados deseados, aunque sea por corto tiempo. El hábil uso de
tales drogas puede volver a un hombre momentáneamente muy inteligente
o muy fuerte. Por supuesto que después muere o enloquece, pero esto no
se toma en consideración. Tales escuelas existen. Usted ve entonces,
que debemos hablar con prudencia de las escuelas. Pueden hacer
prácticamente las mismas cosas, pero los resultados serán totalmente
diferentes." Todo lo que G. decía me había interesado profundamente.
Sentía que había allí puntos de vista nuevos, que no se parecían a
nada a lo que yo había encontrado hasta entonces. Me invitó a que lo
acompañara a una casa donde se iban a reunir algunos de sus alumnos.
Tomamos un coche para ir a Sokolniki. En el camino, G. me contó hasta
qué punto había interferido la guerra en sus planes: un gran número de
sus alumnos había partido desde la primera movilización, y se habían
perdido aparatos e instrumentos muy costosos encargados al extranjero.
Después me habló de los fuertes gastos necesarios para su obra, del
costoso apartamiento que había alquilado, y hacia el cual creí
comprender que nos dirigíamos. Luego me dijo que su obra le interesaba
a numerosas personalidades de Moscú, "profesores" y "artistas", como
él lo expresó. Pero cuando yo le pregunté de quiénes se trataba
precisamente, no me dio ningún nombre. —Le hago esta pregunta, porque
he nacido en Moscú. Además, he trabajado aquí durante diez años como
periodista, de manera que conozco más o menos a todo el mundo." G. no
contestó nada. Llegamos a un gran apartamiento vacío sobre una escuela
municipal; evidentemente pertenecía a los profesores de esta escuela.
Creo que estaba sobre la plaza del antiguo Estanque Rojo. Varios
alumnos de G. estaban reunidos: tres o cuatro jóvenes y dos damas que
parecían ser maestras de escuela. Ya había estado yo en locales como
éste. La ausencia misma de mobiliario reafirmó mi idea, ya que a las
maestras de las escuelas municipales no se les proporcionaban muebles.
Al pensar esto experimenté un sentimiento extraño con respecto a G.
¿Por qué me había contado el cuento del apartamiento tan caro? En
primer lugar, éste no era suyo; luego no había que pagar alquiler y
finalmente, de ser alquilado no costaría más de diez rublos al mes.
Había allí un "bluff" demasiado evidente. Me dije que esto debía
significar algo. Me es difícil reconstruir el comienzo de la
conversación con los alumnos de G. Algunas de las cosas que escuché me
sorprendieron; traté de descubrir en qué consistía su trabajo; pero no
me dieron respuestas directas, empleando con insistencia, en ciertos
casos, una terminología rara e ininteligible para mi. Sugirieron leer
el comienzo de un cuento que según ellos había sido escrito por uno de
los alumnos de G., que en ese momento no se encontraba en Moscú.
Naturalmente acepté, y uno de ellos comenzó en voz alta la lectura de
un manuscrito. El autor narraba cómo había conocido a G. Mi atención
fue atraída por el hecho de que al comienzo de la historia el autor
leía la misma noticia que yo había leído en La Voz de Moscú el
invierno anterior, sobre el ballet "La Lucha de los Magos". Luego —y
esto me agradó muchísimo, porque lo esperaba— el autor contaba cómo en
su primer encuentro había sentido que G. lo ponía en cierta forma en
la palma de su mano, lo sopesaba y lo volvía a dejar caer. La historia
se llamaba "Vislumbres de la Verdad" y había sido escrita por un
hombre evidentemente desprovisto de toda experiencia literaria. Pero a
pesar de todo, la historia impresionaba, porque dejaba entrever un
sistema del mundo en el cual yo sentía algo muy interesante, que
además hubiera sido incapaz de formulármelo a mi mismo. Ciertas ideas
extrañas y del todo inesperadas sobre el arte, encontraron también en
mí una fuerte resonancia. Más tarde me enteré de que el autor era un
personaje imaginario y que el relato había sido escrito por dos de los
alumnos de G., presentes en la lectura, con la intención de exponer
sus ideas bajo una forma literaria. Aún más tarde me enteré de que la
idea misma de este relato provenía de G. La lectura se detuvo al final
del primer capítulo. Todo el tiempo G. había escuchado con atención.
Estaba sentado en un sofá, con una pierna replegada bajo su cuerpo;
bebía café negro en un vaso grande, fumaba y de vez en cuando me
lanzaba una mirada. Me gustaron sus movimientos, impresos de una
especie de seguridad y gracia felina; aun su silencio tenía algo que
lo distinguía de los demás. Sentí que hubiera preferido encontrarlo,
no en Moscú, no en este apartamiento, sino en uno de esos lugares que
acababa de dejar, en el patio de entrada de una de las mezquitas de El
Cairo, en medio de las ruinas de una ciudad de Ceilán, o en uno de los
templos del sur de la India — Tanjore, Trichinópolis, o Madura. —Bien,
¿qué le parece esta historia? preguntó G. después de un breve silencio
cuando hubo terminado la lectura. Le dije que la había escuchado con
interés, pero que, a mi modo de ver, tenía el defecto de no ser clara.
No se comprendía exactamente de qué se trataba. El autor relataba la
muy fuerte impresión producida en él por una enseñanza nueva, pero no
daba ninguna idea satisfactoria acerca de esta misma enseñanza. Los
alumnos de G. me señalaron que yo no había comprendido la parte mas
importante del relato. G. mismo no dijo ni palabra. Cuando les
pregunté cuál era el sistema que ellos estudiaban, y cuáles eran sus
rasgos distintivos, su respuesta fue de lo más vaga. Después hablaron
del "trabajo sobre sí", pero fueron incapaces de explicarme en qué
consistía este trabajo. De manera general, mi conversación con los
alumnos de G. fue más bien difícil, y sentí en ellos algo calculado y
artificial, como si desempeñaran un papel aprendido de antemano.
Además, los alumnos no estaban a la altura del maestro. Todos
pertenecían a esta capa particular, más bien pobre, de la
"inteligentzia" de Moscú que yo conocía muy bien, y de la cual no
podía esperar nada interesante. Aun me pareció que era verdaderamente
extraño el encontrarlos en el camino de lo milagroso. Al mismo tiempo
los encontraba a todos simpáticos y razonables. Evidentemente las
historias que me había contado M. no provenían de esta fuente y no
tenían nada que ver con ellos. —Quisiera preguntarle algo, dijo G.
después de un silencio. ¿Podría publicarse este artículo en un diario?
Así pensamos nosotros interesar al público en nuestras ideas. —Es
totalmente imposible, le contesté. Primeramente, no es un artículo,
quiero decir que no es algo que tenga un comienzo y un fin; no es más
que el comienzo de una historia, y es muy larga para un diario. Vea
usted, nosotros contamos por líneas. La lectura toma cerca de dos
horas, lo que hace aproximadamente tres mil líneas. Usted sabe lo que
llamamos un folletín en un diario; un folletín ordinario consta de
trescientas líneas más o menos, o sea que esta parte de la historia
requeriría "nos diez folletines. En los periódicos de Moscú, un
folletín continuado nunca se publica más de una vez por semana, lo que
tomaría diez semanas. Ahora bien, se trata de la conversación de una
sola noche. Esto no podría ser publicado sino por una revista mensual;
pero no veo ninguna a cuyo género corresponda. En todo caso, le
pedirían la historia completa antes de darle una respuesta." G. no
contestó nada y la conversación terminó. Pero yo había experimentado
de inmediato un sentimiento extraordinario al contacto con este
hombre, y a medida que se prolongaba la velada esta impresión se iba
reforzando. Al momento de despedirme el siguiente pensamiento atravesó
mi mente como un relámpago: yo debía de inmediato, sin demora,
arreglármelas para verlo de nuevo; si no lo hacia, arriesgaba perder
todo contacto con él. Le pregunté entonces si no podría encontrarlo
una vez más antes de mi partida para San Petersburgo. Me dijo que
estaría en el mismo café, al día siguiente, a la misma hora. Salí con
uno de los jóvenes. Me sentía en un raro estado: una larga lectura de
la cual poco había comprendido, gente que no contestaba a mis
preguntas, el mismo G., con su insólita manera de ser y la influencia
sobre sus alumnos que yo había sentido constantemente — todo esto
provocó en mí un deseo desacostumbrado de reír, de gritar, de cantar,
como si acabara de escaparme de una clase o de alguna extraña
detención. Sentí la necesidad de comunicar mis impresiones a este
joven, y de hacer chistes sobre G. y sobre esta historia un tanto
pretenciosa y pesada. Me veía describiendo esta velada a algunos de
mis amigos. Felizmente me detuve, a tiempo, pensando: "¡Pero él se
precipitará al teléfono para contarles todo! Son todos amigos." De
manera que traté de refrenarme, y sin decir palabra, lo acompañé al
tranvía que debía llevarnos al centro de Moscú. Después de un
recorrido relativamente largo, llegamos a la plaza Okhotny Nad, en
cuyas cercanías yo vivía, y una vez allí, estrechándonos la mano
siempre en silencio, nos separamos. Al día siguiente volví al mismo
café donde había conocido a G., y esto se repitió el día después y
todos los días siguientes. Durante la semana que pasé en Moscú vi a G.
diariamente. Pronto me di cuenta de que él dominaba muchas de las
cuestiones que yo quería profundizar. Por ejemplo, me explicó ciertos
fenómenos que yo había tenido ocasión de observar en la India y que
nadie me había podido esclarecer ni en aquel entonces, ni más tarde.
En sus explicaciones, sentí la seguridad del especialista, un análisis
muy fino de los hechos, y un sistema que no podía comprender, pero
cuya presencia sentía, porque sus palabras me hacían pensar no sólo en
los hechos tratados, sino en muchas otras cosas que yo había ya
observado o cuya existencia había barruntado. No volví a ver al grupo
de G. Acerca de sí mismo, G. habló poco. Una o dos veces, mencionó sus
viajes en el Oriente. Me habría interesado saber exactamente por dónde
había viajado, pero fui incapaz de sacar nada en limpio. En cuan lo a
su trabajo en Moscú, G. dijo que tenía dos grupos sin relación el uno
con el otro, y ocupados en trabajos diferentes, "según sus fuerzas y
su grado de preparación", para usar sus propias palabras. Cada miembro
de estos grupos pagaba mil rublos al año, y podía trabajar con él
mientras proseguía en la vida el curso de sus actividades ordinarias.
Le dije que en mi opinión mil rublos al año me parecía un precio
demasiado elevado para los que carecían de fortuna. G. me contestó que
no era posible otro arreglo porque debido a la naturaleza misma del
trabajo, él no podía tener numerosos alumnos. Por otra parte, él no
deseaba y no debía — acentuó estas palabras— gastar su propio dinero
en organizar el trabajo. Su trabajo no era, ni podía ser, una obra de
caridad, y sus alumnos debían encontrar ellos mismos los fondos
indispensables para el alquiler de los apartamientos donde se podrían
reunir, para los experimentos y para todo el resto. Además, dijo que
la observación ha demostrado que las personas débiles en la vida se
muestran igualmente débiles en el trabajo. —Esta idea ofrece varios
aspectos, dijo G. El trabajo de cada uno puede exigir gastos, viajes y
otras cosas. Si la vida de un hombre está tan mal organizada que un
gasto de mil rublos lo puede detener, sería preferible para él que no
emprendiera nada con nosotros. Supongamos que un día su trabajo le
exija viajar a El Cairo o a otra parte; debe tener los medios para
hacerlo. A través de nuestra demanda, vemos si es capaz o no de
trabajar con nosotros. "Más aún, continuó G., verdaderamente mi tiempo
es demasiado escaso para poder sacrificárselo a otros, sin siquiera
estar seguro de que esto les hará bien. Valorizo mucho mi tiempo
porque lo necesito para mi obra, porque no puedo, y como va lo he
dicho, no quiero gastarlo improductivamente. Y hay una última razón:
es necesario que una cosa cueste para que sea valorizada." Escuché
estas palabras con un extraño sentimiento. De un lado, me agradaba
todo lo que decía G. Me atraía esta ausencia de todo elemento
sentimental, de toda palabrería convencional sobre el "altruismo" y el
"bien de la humanidad", etc. Pero de otro lado, me sorprendía el deseo
visible que tenía de convencerme en esta cuestión del dinero, ya que
yo no tenia ninguna necesidad de ser convencido. Si había un punto
sobre el cual no estuve de acuerdo, fue sobre esta manera de reunir el
dinero, porque ninguno de los alumnos que había visto podía pagar mil
rublos al año. Si G. realmente había descubierto en el Oriente trazas
visibles y tangibles de una ciencia oculta, y si continuaba sus
búsquedas en esta dirección, era claro entonces que su obra necesitaba
fondos, al igual que cualquier otro trabajo científico, como una
expedición a cualquier parte desconocida del mundo, excavaciones en
las ruinas de una ciudad desaparecida, o todo tipo de investigaciones,
de orden tísico o químico, que requieran numerosos experimentos
minuciosamente preparados. No había ninguna necesidad de tratar de
convencerme de todo esto. Yo pensaba, al contrario, que si G. me diese
la posibilidad de conocer mejor lo que hacía, probablemente estaría
capacitado para encontrarle todos los fondos que pudiese necesitar
para poner su obra sólidamente en pie, y pensaba también traerle gente
mejor preparada. Pero por supuesto, todavía no tenía más que una idea
muy vaga de lo que podría ser su trabajo. Sin decirlo abiertamente, G.
me dio a entender que me aceptaría como uno de sus alumnos si yo
expresara tal deseo. Le dije que en lo que a mí se refería, el mayor
obstáculo consistía en que actualmente no me era posible quedarme en
Moscú, porque estaba comprometido con un editor de San Petersburgo y
que preparaba varias obras. G. me dijo que iba de vez en cuando a San
Petersburgo; me prometió ir pronto allá y avisarme cuándo llegaría. —
Pero si me uno a su grupo, le dije, me encontraré ante un problema muy
difícil. No sé si usted exige de sus alumnos la promesa de mantener en
secreto todo lo que aprenden; yo no podría hacer semejante promesa.
Dos veces en mi vida pude haberme unido a grupos cuyo trabajo, que me
interesaba mucho, era análogo al suyo, según creo comprender. Pero en
ambos casos, el unirme hubiese significado comprometerme a mantener
secreto todo cuanto pudiera haber aprendido. Y en ambos casos rehusé,
porque ante todo soy escritor; quiero permanecer absolutamente libre
para decidir por mi mismo lo que escribiré y lo que no escribiré. Si
me comprometo a mantener en secreto lo que me digan, quizá luego me
sería muy difícil separarlo de lo que pudiera ocurrírseme sobre el
tema, o de lo que surgiera en mí espontáneamente. Por ejemplo, no sé
todavía casi nada acerca de sus ideas; sin embargo, estoy seguro de
que cuando comencemos a hablar, llegaremos pronto a las cuestiones del
espacio y del tiempo, de las dimensiones superiores, y así
sucesivamente. Estas son cuestiones sobre las cuales he trabajado
desde hace muchos anos. No tengo ninguna duda de que deben ocupar un
lugar importante en su sistema." G. asintió. —Ahora bien, usted ve que
si habláramos ahora bajo promesa de silencio, yo no sabría a partir de
ese momento lo que podría escribir, y lo que ya no podría escribir. —
¿Pero cómo ve usted este problema, entonces? me dijo G. No se debe
hablar demasiado. Hay cosas que no se dicen sino a los alumnos. —No
podría aceptar esta condición sino temporalmente, dije. Naturalmente,
sería ridículo ponerme a escribir en seguida sobre lo que habría
aprendido de usted. Pero si usted no quiere en principio hacer un
secreto de sus ideas, si usted se interesa sólo en que no sean
transmitidas en forma distorsionada, entonces puedo aceptar tal
condición, y esperar hasta tener una mejor comprensión de su
enseñanza, Cierta vez conocí a un grupo de personas empeñadas en una
serie de experimentos científicos sobre una escala muy amplia. No
hacían ningún misterio de sus trabajos. Pero habían puesto la
condición de que ninguno de ellos tendría derecho de hablar o escribir
acerca de experimento alguno a menos que él mismo pudiese llevarlo a
cabo. Mientras él mismo fuese incapaz de repetir el experimento,
tendría que callarse. —No pudría haber hecho una mejor formulación,
dijo G., y si usted quiere observar esta ley, no surgirá jamás este
problema entre nosotros. —¿Hay condiciones para entrar en su grupo? le
pregunté. -:Y un hombre que participa, estaría atado desde entonces
tanto al grupo como a usted? En otros términos, quiero saber si es
libre de mirarse y abandonar el trabajo, o bien si debe tomar
obligaciones definitivas sobre si. Y ¿qué hace usted con él si no las
cumple? —No hay ninguna condición, dijo G., y no puede haberla.
Partimos del hecho que el hombre no se conoce a sí mismo, que no es
(acentuó estas palabras), es decir que no es lo que puede y debería
ser. Por esta razón no puede comprometerse, ni asumir ninguna
obligación. No puede decidir nada en cuanto al futuro. Hoy es una
persona, y mañana es otra. Desde luego, no está atado a nosotros en
forma alguna, y, si quiere, puede abandonar el trabajo en cualquier
instante y marcharse. No existe ninguna obligación, ni en nuestra
relación hacia él, ni en la suya respecto a nosotros. "Puede estudiar,
si esto le gusta. Tendrá que hacerlo por largo tiempo y trabajar mucho
sobre sí mismo. Si un día llega a aprender lo suficiente, entonces la
cosa será diferente. Verá por sí mismo si quiere o no nuestro trabajo.
Si lo desea, podrá trabajar con nosotros; si no, puede irse. Hasta ese
momento, es libre. Si se queda después de esto, será capaz de decidir
o de hacer sus arreglos para el futuro. "Por ejemplo, considere usted
esto: no al comienzo, por cierto, sino más tarde, un hombre puede
encontrarse en una situación en que al menos por un tiempo debe
mantener en secreto algo que ha aprendido. ¿Cómo podría un hombre que
no se conoce a sí mismo comprometerse a guardar un secreto?
Naturalmente puede prometerlo, pero ¿podrá mantener su promesa? Ya que
él no es uno, tiene en sí una multitud de hombres. Uno entre ellos
promete y cree que quiere guardar el secreto. Pero mañana otro en él
se lo dirá a su mujer o a un amigo frente a una botella de vino, o
bien dejará que cualquier vivo le tire de la lengua, y él dirá todo
aun sin darse cuenta. O bien alguien le gritará inesperadamente, y al
intimidarlo, le hará hacer todo lo que quiera. ¿Qué tipo de
obligaciones podría entonces asumir? No, con un hombre tal no
hablaremos seriamente. Para ser capaz de guardar un secreto, un hombre
debe conocerse y debe ser. Por eso, un hombre tal como lo son todos
los hombres, está muy lejos de esto. "Algunas veces, fijamos
condiciones temporales para la gente. Es una prueba. Ordinariamente,
muy pronto dejan de observarlas, pero esto no importa, porque nunca
confiamos un secreto importante a un hombre en el cual no tenemos
confianza. Quiero decir que para nosotros esto no importa, si bien
destruye ciertamente nuestra relación con él, y él pierde así su
oportunidad de aprender algo de nosotros, si es que hubiera algo que
aprender. Esto también puede causar repercusiones desagradables para
todos sus amigos personales, aunque quizás ellos no las esperen."
Recuerdo que en una de mis conversaciones con G., en el curso de la
primera semana en que nos conocimos, hablé de mi intención de regresar
al Oriente. —¿Vale la pena pensar sobre ello? le pregunté. ¿Y cree
usted que pueda encontrar allí lo que busco? —Está bien ir allá para
un descanso, de vacaciones, dijo G., pero para lo que usted busca no
vale la pena. Todo ello puede encontrarse aquí." Comprendí que estaba
hablando de trabajar con él. Le pregunté: —Pero, ¿no ofrecen ciertas
ventajas las escuelas que se encuentran en el Oriente, en el seno de
todas las tradiciones?" Al contestar, G. desarrolló varias ideas que
no comprendí sino mucho más tarde. —Suponiendo que encontrase
escuelas, usted no encontraría sino escuelas filosóficas, dijo. En la
India hay sólo escuelas filosóficas. Hace mucho tiempo las cosas
quedaron repartidas así: en la India la «filosofía», en Egipto la
«teoría» y en la región que corresponde hoy a Persia, Mesopotamia y
Turquestán, la «práctica». —Y ¿aún continúa eso en la misma forma?
pregunté. —En parte, aún hasta ahora, respondió. Pero usted no capta
claramente lo que yo quiero decir por «filosofía», «teoría» y
«práctica». Estas palabras no deben entenderse en el sentido
ordinario. "Hoy en día en el Oriente se encuentran sólo escuelas
especiales; no hay escuelas generales. Cada maestro o gurú, es un
especialista en alguna materia. Uno es astrónomo, otro escultor, un
tercero es músico. Y los alumnos deben ante todo estudiar la materia
que es la especialidad de su maestro, luego otra materia y así
sucesivamente. Tomaría mil años estudiar todo. —Pero, ¿cómo estudió
usted? —Yo no estaba solo. Entre nosotros había toda clase de
especialistas. Cada uno estudiaba según los métodos de su ciencia
particular. Luego, al reunimos compartíamos los resultados que
habíamos obtenido. —¿Y dónde están ahora sus compañeros?" G. guardó
silencio por un tiempo y luego, mirando a lo lejos, dijo lentamente: —
Algunos han muerto, otros prosiguen sus trabajos, otros están
enclaustrados." Este término monástico, oído en el momento en que
menos lo esperaba, me produjo un sentimiento de extraña incomodidad.
De repente me di cuenta de que G. estaba haciendo una especie de
"juego" conmigo, como si deliberadamente tratara de lanzarme de vez en
cuando una palabra que me pudiera interesar, y orientar mis
pensamientos en una dirección definida. Cuando traté de preguntarle
más concretamente dónde había encontrado lo que sabía, de qué fuentes
había extraído sus conocimientos y hasta dónde alcanzaban éstos, no me
dio una respuesta directa. —Usted sabe, me dijo él, cuando usted
partió para la India los diarios hablaron de su viaje y de sus
búsquedas; entonces les di a mis alumnos la tarea de leer sus libros,
de determinar por sí mismos quién era usted y de establecer sobre esta
base lo que sería usted capaz de encontrar. Es así que cuando usted
todavía estaba en camino, nosotros va sabíamos lo que encontraría." Un
día le pregunté a G. sobre el ballet que había sido mencionado en los
diarios bajo el nombre de "La Lucha de los Magos", del cual hablaba el
relato titulado "Vislumbres de la Verdad". Le pregunté si este ballet
tendría el carácter de un "misterio". —Mi ballet no es un «misterio»,
dijo G. Tenía en mente producir un espectáculo a la vez significativo
y magnifico. Pero no he intentado poner en evidencia, ni subrayar, el
sentido oculto. "Ciertas danzas ocupan un lugar importante. Le
explicare brevemente el porqué. Imagínese que para estudiar los
movimientos de los cuerpos celestes, por ejemplo de los planetas del
sistema solar, se construya un mecanismo especial a fin de darnos una
representación animada y hacernos recordar las leyes de estos
movimientos. En este mecanismo, cada planeta representado por una
esfera de dimensión apropiada, está colocado a una cierta distancia de
una esfera central que representa el sol, Una vez puesto en movimiento
el mecanismo, todas las esferas comienzan a rotar al desplazarse a lo
largo de las trayectorias que les habían sido asignadas, reproduciendo
en forma visible las leyes que gobiernan los movimientos de los
planetas. Este mecanismo le recuerda todo lo que usted sabe acerca del
sistema solar. Hay algo análogo en el ritmo de ciertas danzas. Por los
movimientos estrictamente definidos de los ejecutantes y sus
combinaciones, se reproducen visualmente ciertas leyes que son
inteligibles para aquellos que las conocen. Estas son las danzas
llamadas «sagradas». En el curso de mis viajes en el Oriente, muchas
veces he sido testigo de tales danzas. ejecutadas en los antiguos
templos durante los oficios divinos. Algunas de ellas están
reproducidas en mi ballet. "Además la «Lucha de los Magos», está
basada en tres ideas. Pero el público no las comprenderá jamás si
represento este ballet en un escenario ordinario." Lo que dijo G.
luego me hizo comprender que éste no seria un ballet en el sentido
estricto de la palabra, sino una serie de escenas dramáticas y mímicas
ligadas por una intriga, todo esto acompañado de música y
entremezclado con cantos y danzas. El nombre más apropiado para
denominar esta serie de escenas habría sido el de "revista", pero sin
ningún elemento cómico. Las escenas importantes representaban la
escuela de un "Mago Negro" y la de un "Mago Blanco", con los
ejercicios de sus alumnos y los episodios de una lucha entre las dos
escuelas. La acción debía situarse en el corazón de una ciudad
oriental e incluir una historia de amor que tendría un sentido
alegórico —entrelazado todo con diversas danzas nacionales asiáticas,
danzas derviches y danzas sagradas. Me interesó particularmente cuando
G. dijo que los mismos actores debían actuar y bailar en las escenas
del "Mago Blanco" y en las del "Mago Negro"; y que en la primera
escena debían ser tan bellos y atrayentes, por ellos mismos y por sus
movimientos, como deformes y feos en la segunda. —Compréndalo, dijo
G., de esta manera podrán ver y estudiar todos los lados de sí mismos;
este ballet tendrá entonces un inmenso interés para el estudio de sí."
En esa época estaba bien lejos de poder darme cuenta de esto y me
llamó la atención sobre todo cierta discrepancia. —La noticia que yo
había leído en el diario decía que este ballet se representaría en
Moscú y que tomarían parte en él algunos bailarines célebres. ¿Cómo
concilia usted esto con la idea del estudio de si? Éstos no actuarán
ni bailaran para estudiarse a sí mismos. —Nada se ha decidido todavía,
contestó G., y el autor de la noticia que usted ha leído no estaba
bien informado. Quizás lo hagamos de una manera totalmente distinta.
Sin embargo, lo que si es cierto es que aquellos que actúan en este
ballet tendrán que verse a si mismos, quiéranlo o no. —Y ¿quién está
escribiendo la música? —Eso no está decidido tampoco." G. no agregó
nada. y no volví a oír hablar de este ballet por cinco años. * * * Un
día, en Moscú, hablaba con G. acerca de Londres, adonde había estado
algunos meses atrás por corto tiempo. Le hablaba de la terrible
mecanización que invadía las grandes ciudades europeas y sin la cual
era probablemente imposible vivir y trabajar en el torbellino de estos
enormes "juguetes mecánicos". —La gente se está convirtiendo en
máquinas, dije, y no me cabe duda que un día se convertirán en
máquinas perfectas. ¿Pero son capaces todavía de pensar? No lo creo.
Si trataran de pensar, no serían tan buenas máquinas. —Sí, contestó
G., es cierto, pero sólo en parte. La verdadera pregunta es ésta: ¿de
qué mente se sirven en su trabajo? Si usan la mente adecuada, podrán
pensar aún mejor en su vida activa en medio de las máquinas. Pero una
vez más, con la condición de que usen la mente adecuada." No comprendí
lo que G. quería decir por "mente adecuada" y sólo mucho más tarde
llegué a comprenderlo. —En segundo lugar, continuó él, la mecanización
de que usted habla no es peligrosa en absoluto. Un hombre puede ser un
hombre —recalcó esta palabra— aun trabajando con máquinas. Hay otra
clase de mecanización muchísimo más peligrosa: ser uno mismo una
máquina. ¿Nunca ha pensado usted en el hecho de que todos los hombres
son ellos mismos máquinas? —Sí, dije, desde un punto de vista
estrictamente científico. todos los hombres son máquinas gobernadas
por influencias exteriores. Pero la cuestión está en saber si se puede
aceptar totalmente el punto de vista científico. —Científico o no
científico, me da lo mismo, dijo G. Quiero que comprenda lo que digo.
¡Mire! Toda esa gente que usted ve —señaló la calle— son simplemente
máquinas, nada más. —Creo comprender lo que usted quiere decir, dije.
Y a menudo he pensado cuan pocos son en el mundo los que pueden
resistir a esta forma de mecanización y elegir su propio camino. —
¡Este es justamente su más grave error! dijo G. Usted cree que algo
puede escoger su propio camino o resistir a la mecanización; usted
cree que todo no es igualmente mecánico. —¡Pero por supuesto que no!
exclamé yo. El arte, la poesía, el pensamiento, son fenómenos de un
orden totalmente distinto. —Exactamente del mismo orden, dijo G. Estas
actividades son exactamente tan mecánicas como todas las demás. Los
hombres son máquinas, y de las máquinas no puede esperarse otra cosa
que acciones mecánicas. —Muy bien, le dije, pero ¿no hay quienes no
sean máquinas? —Puede que los haya, dijo G. Pero usted no los puede
ver. Usted no los conoce. Esto es lo que quiero hacerle comprender."
No dejó de extrañarme que insistiera tanto sobre este punto. Lo que
decía me parecía evidente e incontestable. Sin embargo, nunca me
habían gustado las metáforas tan breves que pretenden decirlo todo.
Siempre omiten las diferencias. Por mi parte, siempre había sostenido
que lo más importante son las diferencias y que, para comprender las
cosas, era necesario ante todo considerar los puntos en que difieren.
De modo que me pareció extraño que G. insistiera tanto sobre una
verdad que me parecía innegable, siempre y cuando no se hiciera de
ella algo absoluto y se le reconocieran algunas excepciones. —Las
personas se asemejan muy poco entre sí, dije. Considero imposible
meterlos a todos en el mismo saco. Hay salvajes, hay personas
mecanizadas, hay intelectuales, hay genios. —Nada más exacto, dijo G.
Las personas son muy diferentes, pero usted ni conoce, ni puede ver la
diferencia real entre ellas. Usted habla de diferencias que
sencillamente no existen. Esto debe ser comprendido. Todas las
personas que usted ve, que usted conoce, que usted puede llegar a
conocer, son máquinas, verdaderas máquinas que solamente trabajan bajo
la presión de influencias exteriores, como usted mismo lo ha dicho.
Nacen máquinas y como máquinas mueren. ¿Qué tienen que ver con esto
los salvajes y los intelectuales? Ahora mismo, en este preciso
momento, mientras hablamos, varios millones de máquinas se esfuerzan
en aniquilarse unas a otras. ¿En qué difieren, entonces? ¿Dónde están
los salvajes, y dónde los intelectuales? Todos son iguales... "Pero es
posible dejar de ser máquina. Es en esto en lo que usted debería
pensar y no en las distintas clases de máquinas. Por supuesto que las
máquinas difieren; un automóvil es una máquina, un gramófono es una
máquina y un fusil es una máquina. ¿Y esto qué cambia? Es lo mismo,
siempre son máquinas." Esta conversación me recuerda otra. —¿Qué
piensa usted de la psicología moderna? le pregunté un día a G., con la
intención de llegar al tema del psicoanálisis, del cual yo había
desconfiado desde el primer día. Pero G. no me permitió llegar tan
lejos. -Antes de hablar de psicología, dijo él, debemos comprender
claramente de qué trata esta ciencia y de qué no trata. El verdadero
objeto de la psicología es la gente, los hombres, los seres humanos.
¿Qué psicología —recalcó la palabra— puede haber cuando no se trata
sino de máquinas? Para el estudio de las máquinas lo que se necesita
es la mecánica y no la psicología. Por eso comenzamos por el estudio
de la mecánica. El camino que lleva a la psicología es aún muy largo. —
¿Puede un hombre dejar de ser una máquina? pregunté. —¡Ah! Esa es la
pregunta, dijo G. Si usted hubiera planteado tales preguntas más a
menudo, quizá nuestras conversaciones nos hubieran podido llevar a
alguna parte. Sí, es posible dejar de ser una máquina, pero para esto
es necesario, ante todo, conocer la máquina. Una máquina, una
verdadera máquina, no se conoce a sí misma, y no puede conocerse.
Cuando una máquina se conoce, desde ese instante ha dejado de ser una
máquina; por lo menos, ya no es la misma máquina que antes. Ya
comienza a ser responsable de sus acciones. —¿Según usted, esto
significa que un hombre no es responsable de sus acciones? pregunté. —
Un hombre —recalcó esta palabra— es responsable. Una máquina no es
responsable." En oirá oportunidad, le pregunté a G.: —En su opinión,
¿cuál es la mejor preparación para estudiar su método? Por ejemplo,
¿es útil estudiar lo que se llama literatura «oculta» o «mística»?" Al
decirle esto, tenía en mente en forma particular el "Tarot" y toda la
literatura referente al "Tarot". —Sí, dijo G. Se puede encontrar mucho
por medio de la lectura. Por ejemplo, considere su caso: ya podría
usted conocer bien las cosas, si supiese leer. Quiero decir: si usted
hubiese comprendido todo lo que ha leído en su vida, ya tendría el
conocimiento de lo que ahora busca. Si hubiese usted comprendido todo
lo que está escrito en su propio libro, ¿cuál es su título? —chapurreó
en una forma completamente imposible las palabras: "Tertium Organum" 2
— yo vendría a inclinarme ante usted y a suplicarle que me enseñara.
Pero usted no comprende, ni lo que lee, ni lo que escribe. Ni siquiera
comprende lo que significa la palabra comprender. Sin embargo, la
comprensión es lo esencial, y la lectura no puede ser útil sino a
condición de comprender, lo que se lee. Pero desde luego que ningún
libro puede dar una preparación verdadera. Por lo tanto es imposible
decir cuáles libros son los mejores. Lo que un hombre conoce bien —
acentuó la palabra "bien"— eso es una preparación para él. Si un
hombre sabe bien cómo hacer café o cómo hacer bien un par de botas,
entonces ya se puede hablar con él. El problema estriba en que nadie
sabe nada bien. Todo se conoce no importa cómo, de una manera
completamente superficial." Este era otro de los giros inesperados que
G. daba a sus explicaciones. Además de su sentido ordinario, sus
palabras siempre contenían otro sentido totalmente diferente. Pero yo
entreveía ya que para descifrar este sentido oculto, era necesario
comenzar por captar el sentido usual y sencillo. Las palabras de G.,
tomadas en la forma más simple del mundo, estaban siempre llenas de
sentido, pero tenían también otras significaciones. La significación
más amplia y más profunda permanecía velada durante mucho tiempo. Ha
quedado grabada en mi memoria otra conversación. Le preguntaba a G. lo
que debería hacer un hombre para asimilar su enseñanza. —¿Lo que debe
hacer? exclamó como si esta pregunta lo sorprendiera. Es incapaz de
hacer nada. Ante todo, él debe comprender ciertas cosas. Tiene miles
de ideas falsas y de concepciones falsas, sobre todo acerca de si
mismo, y si algún día quiere adquirir algo nuevo, debe comenzar por
liberarse por lo menos de algunas de ellas. De otra manera lo nuevo
sería construido sobre una base falsa y el resultado sería aun peor. —
¿Cómo puede un hombre liberarse de las ideas faltas? pregunté.
Dependemos de las formas de nuestra percepción. Las ideas falsas se
producen debido a las formas de nuestra percepción." G. negó con la
cabeza, y dijo: —Nuevamente habla usted de otra cosa. Usted habla de
errores que provienen de las percepciones, pero no se trata de esto.
Dentro de los límites de las percepciones dadas, se puede errar en
mayor o menor grado. Como ya lo he dicho, la suprema ilusión del
hombre es su convicción de que puede hacer. Toda la gente piensa que
puede hacer, toda la gente quiere hacer, y su primera pregunta se
refiere siempre a qué es lo que tiene que hacer. Pero a decir verdad,
nadie hace nada y nadie puede hacer nada. Es lo primero que hay que
comprender. Todo sucede. Todo lo que sobreviene en la vida de un
hombre, todo lo que se haré a naves de él, todo lo que viene de él —
todo esto sucede. Y sucede exactamente como la lluvia cae porque la
temperatura se ha modificado en las regiones superiores de la
atmósfera, sucede como la nieve se derrite bajo los rayos del sol,
como el polvo se levanta con el viento. "El hombre es una máquina.
Todo lo que hace, todas sus acciones, todas sus palabras, sus
pensamientos, sentimientos, convicciones, opiniones y hábitos son el
resultado de influencias exteriores, de impresiones exteriores. Por sí
mismo un hombre no puede producir un solo pensamiento, una sola
acción. Todo lo que dice, hace, piensa, siente, todo esto sucede. El
hombre no puede descubrir nada, no puede inventar nada. Todo sucede.
"Para establecer este hecho, para comprenderlo, para convencerse de su
verdad, es necesario liberarse de miles de ilusiones sobre el hombre,
sobre su ser creador, sobre su capacidad de organizar conscientemente
su propia vida, etc., etc. Nada de esto existe. Todo sucede: los
movimientos populares, las guerras, las revoluciones, los cambios de
gobierno, todo esto sucede. Y sucede exactamente de la misma manera
que todo sucede en la vida del hombre como individuo. El hombre nace,
vive, muere, construye casas, escribe libros, no como él lo 2 Titulo
de una obra de Ouspensky (Ed. inglesa 1922). quiere, sino como esto
sucede. Todo sucede, el hombre no ama, no odia, no desea — todo esto
sucede. "Pero ningún hombre le creerá jamás si usted le dice que él no
puede hacer nada. Nada se le puede decir a la gente que le sea más
desagradable ni más ofensivo. Es particularmente desagradable y
ofensivo porque es la verdad y porque nadie quiere conocer la verdad.
"Si usted lo comprende, nos será más fácil hablar. Pero una cosa es
captar con el intelecto que el hombre no puede hacer nada, y otra es
sentirlo «con toda su masa», estar realmente convencido que es así, y
no olvidarlo jamás. "Esta cuestión de hacer (G. recalcó cada vez esta
palabra) hace surgir además otra cuestión. A la gente le parece
siempre que los otros nunca hacen nada como debiera ser, que los demás
hacen todo al revés. Invariablemente cada uno piensa que podría
hacerlo mejor. Ninguno comprende, ni siente la necesidad de comprender
que lo que actualmente se hace de cierta manera —y sobre todo lo que
ya ha sido hecho— no puede ni podía haber sido hecho de otra manera.
¿Ha notado usted cómo hablan todos de la guerra? Cada uno tiene su
propio plan y su propia teoría. Cada uno opina que no se hace nada
como debería hacerse. Sin embargo, en realidad, todo se hace de la
única manera posible. Si tan sólo una cosa pudiera hacerse
diferentemente, todo podría llegar a ser diferente. Y entonces quizá
no hubiera habido guerra. "Trate de comprender lo que digo: todo
depende de todo, todo está relacionado, no hay nada separado. Por lo
tanto, todos los acontecimientos siguen el único camino que pueden
tomar. Si la gente pudiera cambiar, todo podría cambiar. Pero son lo
que son y por lo tanto las cosas también son lo que son." Esto era muy
difícil de tragar. —¿No hay nada, absolutamente nada, que pueda
hacerse? pregunté. —Absolutamente nada. —¿Y nadie puede hacer nada? —
Eso ya es otro asunto. Para hacer hay que ser. Y ante todo hay que
comprender lo que esto significa: ser. Si continuamos estas
conversaciones, usted verá que nos servimos de un lenguaje especial y
que para ser capaz de hablar entre nosotros, hay que aprender este
lenguaje. No vale la pena hablar en la lengua ordinaria porque en esta
lengua es imposible comprenderse. Esto le sorprende. Pero así es. Para
llegar a comprender es necesario aprender otro lenguaje. En el
lenguaje que habla la gente, no puede comprenderse. Usted verá más
tarde por qué esto es así. "Luego uno debe aprender a decir la verdad.
Esto también le parece extraño; usted no se da cuenta que hay que
aprender a decir la verdad. Le parece que bastaría desearlo o decidir
hacerlo. Y yo le digo a usted que es relativamente raro que la gente
diga una mentira en forma deliberada. En la mayoría de los casos creen
que dicen la verdad. Y sin embargo mienten todo el tiempo, tanto
cuando quieren mentir como cuando quieren decir la verdad. Mienten
continuamente, se mienten a sí mismos y mienten a los demás. Como
consecuencia, nadie comprende a los otros ni se comprende a sí mismo.
Piénselo, ¿podría haber tantas discordias, tantos malentendidos
profundos, y tanto odio hacia el punto de vista o hacia la opinión de
otro, si la gente fuera capaz de comprenderse? Pero no pueden
comprenderse porque no pueden dejar de mentir. Decir la verdad es la
cosa más difícil del mundo; habrá que estudiar mucho y durante largo
tiempo, para un día poder decir la verdad. El deseo por sí solo, no
basta. Para decir la verdad, hay que llegar a ser capaz de conocer lo
que es verdad y lo que es mentira, ante todo en si mismo. Pero esto es
lo que nadie quiere saber." * * * Las conversaciones con G. y el giro
imprevisto que le daba a cada idea me interesaban cada día más; pero
tenía eme irme a San Petersburgo. Recuerdo mí última conversación con
él. Le había agradecido su consideración para conmigo, y sus
explicaciones que, como ya lo había visto, habían cambiado muchas
cosas para mí. —Sin embargo, le dije, lo mas importante son los
hechos. Si pudiera ver hechos reales, auténticos, de naturaleza nueva
y desconocida, solo ellos me convencerían de que estoy en el buen
camino." Seguía pensando todavía en los "milagros". —Habrá hechos, me
dijo G. Se lo prometo. Pero no se puede comenzar por allí." En aquel
entonces, no comprendí que quería decir, sólo lo comprendí mas tarde,
cuando G., manteniendo su palabra, me puso realmente delante de
"hechos". Pero esto no debía producirse sino un año y medio más tarde,
en agosto de 1916. De nuestras últimas conversaciones en Moscú, guardo
todavía el recuerdo de ciertas palabras pronunciadas por G., las
cuales sólo mas tarde llegaron a ser inteligibles para mí. Me habló de
un hombre que una ve;' había conocido estando con él. y de sus
relaciones con ciertas personas. —Es un hombre débil, me dijo. Las
personas se sirven de el, inconscientemente por supuesto. Y esto es
así, porque él las considera. Si no las considerase, todo seria
distinto, y ellas mismas serían distintas." Me pareció extraño que un
hombre no tuviera que considerar al prójimo. —¿Que quiere usted decir
con esta palabra: considerar? le pregunté. A la vez, lo comprendo y no
lo comprendo. Esa palabra tiene significaciones muy diferentes. —Es
lodo lo contrario, dijo G. Esa palabra no tiene sino una
significación. Trate de pensar en ello." Algún tiempo después,
comprendí lo que G llamaba consideración. Y me di cuenta del lugar
enorme que ocupa en nuestra vida y de todo lo que proviene de ella. G.
llamaba "consideración" a la actitud que crea una esclavitud interior,
una dependencia interior. Después tuvimos muchas ocasiones de volver a
hablar sobre ello. Recuerdo otra conversación sobre la guerra.
Estábamos sentados en el caté Philipov, en la Tverskaya. Estaba
atestado de gente muy bulliciosa. La especulación y la guerra creaban
una atmósfera febril y desagradable. Incluso yo había rehusado
concurrir a este café. Pero G. había insistido, y como siempre ocurría
con él, yo había cedido. Ya para entonces había comprendido que
algunas veces, deliberadamente, él creaba situaciones que harían más
difícil la conversación, como si me quisiera pedir un esfuerzo
adicional y un acto de sumisión a condiciones penosas e incómodas en
aras de hablar con él. Pero esta vez el resultado no fue muy
brillante; el ruido era tal que no llegué a oír las cosas más
interesantes. Al comienzo comprendí sus palabras. Pero el hilo se me
escapaba poco a poco. Después de haber hecho varias tentativas por
seguir lo que estaba diciendo, de lo cual sólo me llegaban palabras
aisladas, finalmente dejé de escuchar y simplemente me puse a observar
cómo hablaba. La conversación había comenzado con mi pregunta: —
¿Pueden detenerse la guerras?" Y G. había contestado: —Sí, es
posible." Sin embargo, debido a nuestras conversaciones anteriores, yo
creí estar seguro de que respondería: "No, es imposible". —Pero todo
está en la pregunta: ¿cómo? — continuó. Hay que saber mucho para
comprenderlo. ¿Qué es una guerra? La guerra es un resultado de
influencias planetarias. En alguna parte, allá arriba, dos o tres
planetas se han acercado demasiado, y resulta una tensión. ¿Ha notado
cómo se tensa usted cuando un hombre lo roza en una vereda estrecha?
Entre los planetas se produce la misma tensión. Para ellos quizá esto
no dura sino uno o dos segundos. Pero aquí, sobre la tierra, la gente
comienza a matarse y continúa la matanza durante años. En todo este
tiempo les parece que se odian los unos a los otros; o quizá que es su
deber destrozarse por algún propósito sublime; o bien que deben
defender algo o a alguien y que es muy noble hacerlo: o cualquier cosa
por el estilo. Son incapaces de darse cuenta hasta qué punto son
simples peones sobre un tablero de ajedrez. Se atribuyen importancia;
se creen libres de ir y venir a su antojo; piensan que pueden decidir
el hacer esto o aquello. Pero en realidad, todos sus movimientos,
todas sus acciones, son el resultado de influencias planetarias. Por
sí mismos no tienen ninguna importancia. Quien tiene el papel
importante es la luna. Pero hablaremos de la luna más adelante. Basta
comprender que ni el emperador Guillermo, ni los generales, ni los
ministros, ni los parlamentos, tienen significación alguna, ni hacen
nada. En una gran escala, todo lo que sucede está regido desde el
exterior, sea por combinaciones accidentales de influencias, sea por
leyes cósmicas generales." Esto es lo que oí. Sólo mucho más tarde
comprendí que en aquel entonces él había querido explicarme cómo las
influencias accidentales pueden ser desviadas o transformadas en algo
relativamente inofensivo. Había aquí una idea realmente interesante,
que se refería a la significación esotérica de los "sacrificios". Pero
en todo caso, esta idea actualmente sólo tiene valor histórico y
psicológico. Lo más importante —que había dicho de manera casual, en
tal forma que yo no le presté atención en el momento mismo y no me
acordé sino más tarde, tratando de reconstruir la conversación— era lo
que se refería a la diferencia de los tiempos para los planetas y para
el hombre. Pero, aun cuando lo recordé, por mucho tiempo no llegué a
comprender la significación plena de esta idea. Más tarde se me
presentó como algo fundamental. Más o menos por esta misma época
tuvimos una conversación sobre el sol, los planetas y la luna. Aunque
me impresionó vivamente, he olvidado cómo comenzó. Pero me acuerdo que
habiendo dibujado G. un pequeño diagrama, trataba de explicarme lo que
él llamaba la "correlación de las fuerzas en los diferentes mundos".
Esto se refería a lo que había dicho anteriormente de las influencias
que actúan sobre la humanidad. La idea, a grosso modo, era la
siguiente: la humanidad, o más exactamente, la vida orgánica sobre la
tierra, está sometida a influencias simultáneas, provenientes de
fuentes variadas y de mundos diversos: influencias de los planetas,
influencias de la luna, influencias del sol, influencias de las
estrellas. Ellas actúan todas al mismo tiempo, pero con el predominio
de una u otra según el momento. Para el hombre existe cierta
posibilidad de elegir influencias; dicho de otra manera, pasar de una
influencia a otra. —El explicar cómo, requeriría un desarrollo
demasiado largo, dijo G. En otra ocasión hablaremos de esto. Por el
momento quisiera que comprendiera lo siguiente: es imposible liberarse
de una influencia sin someterse a otra. Toda la dificultad, todo el
trabajo sobre sí, consiste en elegir la influencia a la que usted se
quiere someter, y en caer realmente bajo esta in-fluencia. Con este
fin, es indispensable que usted sepa prever la influencia que le será
más provechosa." Lo que me había interesado en esta conversación era
que G. había hablado de los planetas y de la luna como de seres
vivientes, que tienen una edad definida, un período de vida igualmente
definido y posibilidades de desarrollo y de transición a otros planos
de ser. De sus palabras resultaba que la luna no era un "planeta
muerto", como se admite generalmente, sino por el contrario era un
"planeta en estado naciente", un planeta en su primerísimo estado de
desarrollo, que no había alcanzado aún el "grado de inteligencia que
posee la tierra", para usar sus propios términos. —La luna crece y se
desarrolla, dijo G., y quizá, algún día, llegará al mismo grado de
desarrollo que la tierra. Entonces, cerca de ella aparecerá una nueva
luna y la tierra devendrá para ambas su sol. Hubo un tiempo en que el
sol era como es hoy la tierra, y la tierra, como la luna actual. En
tiempos más lejanos aún, el sol era una luna." Esto atrajo
inmediatamente mi atención. Nunca me había parecido nada más
artificial, más sospechoso, más dogmático, que todas las teorías
habituales sobre el origen de los planetas y de los sistemas solares,
comenzando por la de Kant-Laplace hasta las más recientes, con todos
sus cambios y añadiduras. El "gran público" considera estas teorías, o
por lo menos la última que ha conocido, como científicamente
comprobadas. Pero en realidad nada es menos científico, nada está
menos comprobado. Por lo tanto el hecho de que el sistema de G.
admitía una teoría totalmente diferente, una teoría orgánica originada
en principios enteramente nuevos y revelando un orden universal
diferente, me pareció sumamente interesante e importante. —¿Cuál es la
relación entre la inteligencia de la tierra y la del sol? le pregunté.
—La inteligencia del sol es divina, respondió G. No obstante, la
tierra puede llegar a la misma altura; pero naturalmente en esto no
hay nada seguro: la tierra puede morir sin haber llegado a nada. —¿De
qué depende esto?" La respuesta de G. fue sumamente vaga. —Hay un
periodo definido, dijo, durante el cual pueden realizarse ciertas
cosas. Si al final del tiempo prescrito lo debido no ha sido hecho,
entonces la tierra puede perecer sin haber llegado al grado que
hubiera podido alcanzar. —¿Se conoce este plazo? —Sí, se conoce, dijo
G., pero la gente no ganaría nada con saberlo. Esto sería aún peor.
Algunos lo creerían, otros no, y aun otros pedirían pruebas. Luego
comenzarían a romperse la cabeza. Siempre todo termina así entre la
gente." Por la misma época, en Moscú tuvimos varias conversaciones
interesantes sobre el arte. Guardaban relación con el relato que había
sido leído la primera noche que vi a G. —Por el momento, dijo él,
usted no comprende todavía que los hombres pueden pertenecer a niveles
muy diferentes, sin tener el menor asomo de diferencia. Así como hay
diferentes niveles de arte, también hay diferentes niveles de hombres.
Pero hoy usted no ve que la diferencia entre estos niveles es mucho
más grande de lo que supone. Usted coloca todo sobre un mismo plano,
yuxtapone las cosas más diferentes, y se imagina que los diferentes
niveles le son accesibles. "Todo lo que usted llama arte no es sino
reproducción mecánica, imitación de la naturaleza — cuando no es de
otros «artistas» —, simple fantasía, hasta ensayos de originalidad:
todo esto no es arte para mí. El arte verdadero es completamente
distinto. En ciertas obras de arte, en particular en las obras más
antiguas, uno queda fuertemente impresionado por muchas cosas que no
se pueden explicar, y que no se encuentran en las obras de arte
modernas. Pero como uno no comprende cuál es la diferencia, la olvida
muy rápido y continúa englobando, o todo bajo la misma etiqueta. Y sin
embargo, la diferencia entre su arte y el arte del que yo hablo es
enorme. En su arte, todo es subjetivo —la percepción que tiene el
artista de tal o cual sensación, las formas en las cuales trata de
expresarla, y la percepción que tienen los demás de estas formas.
Frente al mismo fenómeno, un artista puede sentir de cierta manera y
otro artista de manera muy diferente. La misma puesta de sol puede
provocar una sensación de alegría en uno, y de tristeza en el otro. Y
pueden tratar de expresar la misma percepción por medio de métodos o
formas sin relación entre sí; o bien, percepciones muy diversas bajo
una misma forma — de acuerdo a la enseñanza que han recibido o en
oposición a ella. Los espectadores, los oyentes o los lectores
percibirán, no lo que el artista quiso comunicarles, ni lo que él
sintió, sino lo que las formas en que expresó sus sensaciones, les
harán experimentar por asociación. Todo es subjetivo y todo es
accidental, es decir, basado en asociaciones — las impresiones
accidentales del artista, su «creación» (acentuó la palabra
"creación") y las percepciones de los espectadores, de los oyentes, o
de los lectores. "Por el contrario, en el arte verdadero no hay nada
accidental. Todo es matemático. Todo puede ser calculado y previsto de
antemano. El artista sabe y comprende el mensaje que quiere transmitir
y su obra no puede producir cierta impresión en un hombre y otra
totalmente diferente en otro; naturalmente, que a condición de tomar
personas de un mismo nivel. Su obra producirá siempre, con certeza
matemática, la misma impresión. "Sin embargo, la misma obra de arte
producirá efectos diferentes en hombres de diferentes niveles. Y jamás
los de un nivel inferior sacarán tanto de ella como los de un nivel
más elevado. Este es el arte verdadero, objetivo. Tome por ejemplo una
obra científica, un libro de astronomía o de química. No puede ser
comprendido de dos maneras: todo lector suficientemente preparado
comprenderá lo que el autor ha querido decir y lo comprenderá
precisamente en la forma en que al autor ha querido ser comprendido.
Una obra de arte objetivo es exactamente similar a uno de estos
libros, con la única diferencia de que ésta se dirige a la emoción del
hombre y no a su cabeza. —¿Existen en nuestros días obras de arte de
este género? pregunté. —Naturalmente que existen, respondió G. Una de
ellas es la gran Esfinge de Egipto, lo mismo que ciertas obras
arquitectónicas conocidas, ciertas estatuas de dioses y aún muchas
otras cosas. Ciertas figuras de dioses o de héroes mitológicos pueden
leerse como libros, no con el pensamiento, lo repito, sino con la
emoción, siempre que ésta se halle suficientemente desarrollada.
Durante nuestros viajes por el Asia Central, encontramos en el
desierto, al pie del Hindu Kush, una curiosa escultura que de primera
intención creímos representaba a un antiguo dios o a un demonio. Al
principio no nos dio sino una impresión de extrañeza. Pero muy pronto
comenzamos a sentir el contenido de esta figura: era un gran y
complejo sistema cosmológico. Poco a poco, paso a paso, fuimos
descifrando este sistema: estaba inscrito en su cuerpo, en sus
piernas, en sus brazos, en su cabeza, en su cara, en sus ojos, en sus
orejas y por todas partes. Nada había sido dejado al azar en esta
estatua, nada estaba desprovisto de significación. Gradualmente, se
aclaró para nosotros la intención de los hombres que la habían
erigido. A partir de este momento pudimos sentir sus pensamientos, sus
sentimientos. Entre nosotros algunos creían ver sus caras y oír sus
voces. En todo caso, habíamos captado el sentido de lo que querían
transmitirnos a través de miles de años, y no sólo este sentido sino
todos los sentimientos y emociones conectados con él. Esto sí que era
verdadero arte." Me interesó muchísimo lo que G. había dicho sobre el
arte. Su principio de división entre arte subjetivo y arte objetivo
evocaba mucho para mí. No comprendía aún todo lo que ponía en sus
palabras. Pero siempre había sentido en el arte ciertas divisiones y
gradaciones que no podía llegar a definir ni a formular y que ninguna
otra persona había formulado nunca. No obstante, yo sabía que estas
divisiones y gradaciones existían. De tal modo que todas las
discusiones sobre el arte que no las admitieran me parecían frases
huecas, sin sentido e inútiles. Gracias a las indicaciones que G. me
había dado de los diferentes niveles que no llegamos a ver ni a
comprender, sentía que debía existir una vía de acceso a esta misma
gradación que yo había sentido, pero que no había podido definir. En
general, me asombraron muchas de las cosas dichas por G. Había allí
ideas que no podía aceptar y que me parecían fantásticas, sin
fundamento. Otras, por el contrario, coincidían extrañamente con lo
que yo mismo había pensado, o reafirmaban los resultados a los que
había llegado hacía mucho tiempo. Sobre todo, estaba interesado en la
contextura de todo lo que él había dicho. Sentía ya que su sistema no
era una marquetería como lo son todos los sistemas filosóficos y
científicos, sino un todo indivisible, del que hasta ahora yo no había
visto sino algunos aspectos. Tales eran mis pensamientos en el tren
nocturno que me llevaba de Moscú a San Petersburgo. Me preguntaba si
verdaderamente había encontrado lo que buscaba. ¿Era posible que G.
conociese efectivamente lo que era indispensable conocer para pasar de
las palabras o de las ideas a los actos, a los "hechos"? Aún no estaba
seguro de nada y no hubiera podido formular nada con precisión. Pero
tenía la íntima convicción de que ya algo había cambiado para mí y que
ahora todo iba a tomar un camino diferente. CAPÍTULO II San
Petersburgo en 1915. G. en San Petersburgo. Una conversación sobre los
grupos. Alusión al trabajo "esotérico". La "prisión" y la "evasión de
la prisión". ¿Cómo evadirse? ¿Quién puede ayudar y de qué manera?
Primeras reuniones de San Petersburgo. Una pregunta sobre la
reencarnación y la vida futura. ¿Cómo llegar a la inmortalidad? La
lucha del "si" y del "no". Cristalización sobre una base justa y
cristalización sobre una base equivocada. Necesidad del sacrificio.
Observaciones. Conversación con G. con motiva de una venta de tapices.
Lo que G. contaba de su vida. Una pregunta sobre el saber antiguo:
¿por qué está escondido? Respuesta de G. El saber no está escondido.
"Materialidad" del saber. El hombre rehúsa aun la parle del saber que
se le ofrece. Una pregunta sobre la inmortalidad. Los "cuatro enojos
del hombre". Ejemplo del crisol lleno de polvos metálicos. El camino
del Faquir, el camino del Monje y el camino del yogui. El "cuarto
camino". ¿Existen la civilización y la cultura? En San Petersburgo el
verano transcurrió en medio del habitual trabajo literario. Estaba
preparando nuevas ediciones de mis libros, corrigiendo las pruebas...
Era el terrible verano de 1915, con su atmósfera más y más deprimente,
de la cual no llegaba a liberarme a pesar de todos mis esfuerzos. Se
estaba luchando en territorio ruso, y la guerra día a día se acercaba
a nosotros. Todo comenzaba a tambalearse. Esta secreta tendencia al
suicidio que ha sido tan determinante en la vida rusa, se ponía más y
más en evidencia. Se jugaba una "prueba de fuerza". Los impresores
hacían continuas huelgas. Mi trabajo estaba detenido. Ya no podía
dudar más que la catástrofe sobrevendría antes de que yo pudiera
realizar mis proyectos. Sin embargo, mis pensamientos volvían a menudo
a las conversaciones de Moscú. Cuántas veces, al ponerse las cosas
particularmente difíciles, me dije: "Abandonaré todo e iré a reunirme
con G. en Moscú". Ante este pensamiento siempre sentía alivio. El
tiempo pasaba. Un día, ya en otoño, fui llamado al teléfono y escuché
la voz de G. Había venido a San Petersburgo por algunos días. Fui en
seguida a verlo, y entre conversaciones con otros visitantes, me habló
tal como lo había hecho en Moscú. En la víspera de su partida me dijo
que regresaría pronto. En su segunda visita, al contarle yo acerca de
cierto grupo al cual concurría en San Petersburgo y en el cual se
discutían todos los tópicos posibles, desde la guerra hasta la
psicología, me dijo que sería útil entrar en relación con tales grupos
puesto que él se proponía emprender en San Petersburgo un trabajo
análogo al que dirigía en Moscú. Partió a Moscú, prometiendo regresar
a las dos semanas. Hablé acerca de él con algunos de mis amigos y
quedamos en espera de su llegada. Una vez más regresó sólo por algunos
días y sin embargo logré presentarle a algunas personas. Con respecto
a sus planes e intenciones, dijo que deseaba organizar su trabajo en
una escala mayor, dando conferencias públicas, disponiendo una serie
de experimentos y demostraciones, todo con el fin de atraer a su
trabajo gente con una preparación más amplia y variada. Todo esto me
recordó algo de lo que había oído en Moscú. Pero no comprendí
claramente de qué "experimentos" y "demostraciones" hablaba; esto sólo
se aclaró más tarde. Recuerdo una conversación que tuvo lugar —como
era habitual con G.— en un pequeño café en la Nevsky. G. me habló con
cierto detalle, acerca de la organización de grupos para su trabajo, y
sobre el papel de éstos en dicho trabajo. Una o dos veces, usó la
palabra "esotérico", la cual nunca había pronunciado antes en mi
presencia. Me habría gustado saber qué quería decir con ello, pero
cuando traté de interrumpirlo y preguntarle el sentido que él le daba
al término "esotérico"', eludió la respuesta. —No tiene importancia;
llámelo como usted quiera. Ahí no está el problema. Lo esencial es
esto: «un grupo» es el comienzo de todo. Un hombre solo no puede hacer
nada, no puede alcanzar nada. Un grupo realmente dirigido puede hacer
mucho. Al menos, tiene una posibilidad de llegar a resultados que un
hombre solo nunca podrá alcanzar. "Usted no se da cuenta de su propia
situación. Usted está en una prisión. Todo lo que puede desear, si es
sensato, es escapar. Pero ¿cómo escapar? Es necesario atravesar las
murallas, cavando un túnel. Un hombre solo no puede hacer nada. Pero
supongamos que sean diez o veinte que trabajen por turno; ayudándose
los unos a los otros, pueden acabar el túnel y escapar. "Más aún,
nadie puede escapar de la prisión sin la ayuda de aquellos que ya han
escapado. Sólo ellos pueden decir como es posible la evasión y hacer
llegar a los cautivos las herramientas, las limas, todo lo que
necesitan. Pero un prisionero aislado no puede encontrar a dichos
hombres libres ni entrar en contacto con ellos. Una organización es
necesaria. Nada se puede lograr sin una organización." G. volvió a
menudo a este ejemplo de la "prisión" y la "evasión de la prisión". A
veces era el punto de partida de todo lo que él decía, y le gustaba
subrayar que cada prisionero puede un día encontrar su oportunidad de
evadirse, siempre y cuando sepa darse cuenta de que está en prisión.
Mientras no comprenda esto, mientras se crea libre, ¿qué posibilidad
puede tener? Nadie puede ayudar ni liberar por la fuerza a un hombre
que no quiere ser libre, que desea todo lo contrario. La liberación es
posible, pero sólo como resultado de trabajos prolongados, de grandes
esfuerzos y sobre todo de esfuerzos conscientes hacia una meta
definida. Poco a poco le fui presentando a G. un mayor número de
personas. Y cada vez que él venía a San Petersburgo yo organizaba en
casa de amigos, o con los grupos ya existentes, charlas y conferencias
en las cuales él tomaba parte. Treinta o cuarenta personas solían
asistir a estas reuniones. A partir de enero de 1916, G. vino con
regularidad a San Petersburgo cada quince días; algunas veces traía a
algunos de sus alumnos de Moscú. G. tenía una manera propia de
organizar estas reuniones que yo no comprendía bien. Por ejemplo, rara
vez me autorizaba a precisar por adelantado una fecha fija. Por lo
general, al final de una reunión nos enterábamos que G. regresaría a
Moscú al día siguiente. Pero al llegar la mañana, comunicaba haber
decidido quedarse hasta la noche. El día entero transcurría en los
cafés donde él se encontraba con las personas que querían verlo. No
era sino poco antes de la hora de nuestras reuniones habituales cuando
me decía: —¿Por qué no reunirse esta noche? Llame a aquéllos que
quieran venir y dígales que estaremos en tal lugar." Yo me precipitaba
al teléfono, pero naturalmente a las siete o siete y media de la
noche, todo el mundo estaba ya comprometido y no podía reunir sino a
un pequeño número de personas. Para aquellos que vivían fuera de San
Petersburgo, en Tsarkoye, etc., les era casi siempre imposible
reunirse con nosotros. En aquel entonces no veía por qué G. actuaba
así. No podía captar sus motivos. Pero luego comprendí claramente el
principal de ellos. De ninguna manera quería G. facilitar el
acercamiento a su enseñanza. Por el contrario, estimaba que no era
sino sobreponiéndose a las dificultades accidentales o aun
arbitrarias, como la gente podía aprender a valorarla. —Nadie valora
lo que obtiene sin esfuerzos, decía. Y si un hombre ya ha sentido
algo, créame, se quedará todo el día al lado del teléfono, por si
fuera invitado. O bien él mismo llamará, se desplazará, buscará
noticias. Si un hombre espera ser llamado o si se informa de antemano
con el fin de facilitarse las cosas, bien puede seguir esperando. Por
cierto, para aquellos que no viven en San Petersburgo es difícil. Nada
podemos hacer por ellos. Más tarde, quizás, tendremos reuniones en
fechas tijas. Por ahora es imposible. Es necesario que la gente se
manifieste y que nosotros podamos ver cómo valoran lo que han oído."
Todos estos puntos de vista y muchos más aún, permanecían a medias
incomprensibles en ese entonces para mi. Pero en general todo lo que
decía G., ya sea en las reuniones o fuera de ellas, me interesaba cada
vez más. Durante una conferencia alguien hizo una pregunta sobre la
reencarnación; también preguntó si se podía creer en los casos de
comunicación con los muertos. —Hay varias posibilidades, dijo G. Pero
es necesario comprender que el ser de un hombre, tanto en la vida como
después de la muerte -si es que existe después de su muerte- puede ser
de calidad muy diferente. El «hombre máquina», para quien todo depende
de influencias exteriores, a quien todo le sucede, que ahora es cierto
hombre, y otro al momento siguiente, y más tarde un tercero, no tiene
porvenir de ninguna clase; está enterrado y eso es todo. No es sino
polvo y al polvo volverá. Estas palabras se aplican a él. Para que
pueda haber una vida futura, del orden que sea, tiene que haber cierta
cristalización, cierta fusión de cualidades interiores del hombre;
tiene que haber cierta autonomía en relación a las influencias
exteriores. Si hay en un hombre algo que puede resistir a las
influencias exteriores, entonces esta misma cosa podrá resistir a la
muerte del cuerpo físico. Pero yo les pregunto: ¿Qué es lo que podría
resistir a la muerte del cuerpo físico en un hombre que se desmaya
cuando se corta el dedo meñique? Si algo hay en un hombre, fuere lo
que fuere, esto puede sobrevivir; pero si no hay nada, entonces nada
puede sobrevivir.. Sin embargo, aún si este «algo» sobrevive, su
porvenir puede ser diverso. En ciertos casos de cristalización
completa, se puede producir después de la muerte lo que la gente llama
una «reencarnación», y en otros casos lo que llama una «existencia en
el más allá». En ambos casos la vida continúa en el «cuerpo astral» o
con la ayuda del «cuerpo astral». Ustedes saben lo que significa esta
expresión. Pero los sistemas que ustedes conocen, y que hablan del
cuerpo astral, sostienen que todos los hombres poseen uno. Esto es
totalmente falso. Lo que puede ser llamado «cuerpo astral» se obtiene
por fusión, esto es, por medio de una lucha y de un trabajo interior
sumamente duro. El hombre no nace con un «cuerpo astral». Y sólo muy
pocos hombres lo adquieren. Si se forma, puede continuar viviendo
después de la muerte del cuerpo físico, y puede volver a nacer en otro
cuerpo físico. Esto es «reencarnación». Si no vuelve a nacer,
entonces, en el curso del tiempo, también muere; no es inmortal, pero
puede vivir por mucho tiempo después de la muerte del cuerpo físico.
"Fusión y unidad interior se obtienen por «fricción», por la lucha en
el hombre entre el «sí» y el «no». Si un hombre vive sin conflicto
interior, si todo sucede en él sin que él se oponga, si va siempre con
la corriente, por donde sopla el viento, entonces permanecerá tal cual
es. Pero si comienza una ludia interior, y en especial si él sigue
dentro de esta lucha una línea determinada, entonces gradualmente
ciertos rasgos permanentes comienzan a formarse en él; empieza la
«cristalización». Pero si la cristalización es posible sobre una base
justa, lo es también sobre una base equivocada. Por ejemplo, el temor
al pecado, o una fe fanática en una idea cualquiera, puede provocar
una lucha terriblemente intensa entre el «si» y el «no», y un hombre
puede cristalizar sobre tales bases. Pero la cristalización en este
caso se realizará mal, será incompleta. En tal caso un hombre perderá
toda posibilidad de desarrollo ulterior. Para que la posibilidad de un
desarrollo ulterior le sea ofrecida, él deberá ser previamente
«refundido», y esto no puede lograrse sino a través de sufrimientos
terribles. "La cristalización es posible sobre cualquier base. Tomen
por ejemplo un bandolero de buena cepa, un bandolero auténtico. Yo he
conocido de esos en el Cáucaso. Un bandolero tal, fusil en mano, se
tenderá al borde de un camino, detrás de una roca durante ocho horas
sin hacer un movimiento. ¿Podrían ustedes hacer otro tanto? Dense
cuenta que una lucha se libra en él a cada instante. Tiene calor,
tiene sed, las moscas lo devoran; pero no se mueve. Otro ejemplo, un
monje: teme al diablo; toda la noche se golpea la cabeza contra el
suelo y reza. Así se logra la cristalización. Por tales caminos las
personas pueden engendrar en ellas mismas una fuerza interior enorme;
pueden soportar torturas; pueden obtener todo lo que quieren. Esto
significa que ahora hay en ellos algo sólido, algo permanente. Tales
personas pueden llegar a ser inmortales. Pero ¿qué se ha ganado con
esto? Un hombre de esta clase deviene una «cosa» inmortal — «una
cosa», aunque una cierta cantidad de conciencia permanezca algunas
veces en él. Sin embargo, hay que recordar que se trata aquí de casos
excepcionales." En las conversaciones que siguieron a la de esa noche,
me impresionó un hecho: de todo lo que G. había dicho, nadie había
comprendido la misma cosa; algunos sólo hablan prestado atención a las
observaciones secundarias no esenciales, y no se acordaban de nada
más. Los principios fundamentales expuestos por G. habían escapado a
la mayoría. Muy pocos fueron los que hicieron preguntas sobre la
esencia de lo que había sido dicho. Una de estas preguntas me ha
quedado en la memoria: —;Cómo puede uno provocar la lucha entre el
«sí» y el »no»? —El sacrificio es necesario, dijo G. Si nada es
sacrificado, nada puede ser obtenido. Y es indispensable sacrificar lo
que es precioso en el momento mismo, sacrificar mucho y sacrificar por
mucho tiempo. Sin embargo, no para siempre. Por lo general, esto es
poco comprendido — y empero nada es mas importante. Los sacrificios
son necesarios, pero una vez logrado el proceso de cristalización, los
renunciamientos, las privaciones y los sacrificios ya no son
necesarios. Un hombre puede entonces tener todo lo que quiere. Ya no
hay ley para él; él es para sí mismo su propia ley." Entre la gente
que venía a nuestras reuniones se fue agrupando progresivamente un
pequeño número de personas que jamás perdían una sola ocasión de
escuchar a G., y que se reunían en su ausencia. Éste fue el comienzo
del primer grupo de San Petersburgo. En ese entonces, yo veía mucho a
G. y comenzaba a comprenderlo mejor. Uno quedaba fuertemente
impresionado por su gran simplicidad interior y por su naturalidad,
que hacia olvidar completamente que él representaba para nosotros el
mundo de lo milagroso y de lo desconocido. También se sentía en el.
con gran fuerza, la ausencia total de toda especie de afectación o de
deseo de producir una impresión. Además, se le sentía plenamente
desinteresado, enteramente indiferente a las facilidades y a su
comodidad, y capaz de darse sin regateos a su trabajo, cualquiera que
éste fuese. Le gustaba encontrarse en compañía alegre y vivaz,
organizar comidas abundantes en las que eran engullidas toneladas de
bebidas y de alimentos, pero en las que él casi ni bebía ni comía.
Debido a esto, muchas personas se formaron la imp


Debido a esto, muchas personas se formaron la imp


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